Zenda celebró el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, con diversas iniciativas. Como la publicación del libro Hombres (y algunas mujeres), una obra coordinada por Rosa Montero con cuentos firmados por Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón.
También se lanzó en el foro Iberdrola el concurso de relatos #HombresyalgunasMujeres, en el que se pedía los participantes, de cualquier sexo, ponerse en la piel de un hombre para contar la historia de una mujer.
El jurado de este concurso lo forman los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez. El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para el finalista es de 1.000 €.
Las 10 historias que optan a los premios además recibirán un ejemplar del libro Hombres (y algunas mujeres) en su edición en papel. Hombres (y algunas mujeres) es un libro ideado, coordinado y editado por Rosa Montero con once cuentos que celebran el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, firmados por Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón. Con la colaboración con Iberdrola, este libro es una edición no venal que se puede descargar gratuitamente a partir del 27 de febrero. Su versión de papel será sorteada por Zenda e Iberdrola en más iniciativas además del presente concurso.
Más de 300 autores han participado en esta iniciativa. A continuación publicamos los 10 autores que optan a los premios en metálicos, y que han ganado un ejemplar del libro. Este viernes anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Gracias a todos por participar.
1
Ana Grandal
Hoy he vuelto a soñar con Ella. A diferencia de otras noches, esta vez se me ha aparecido como una matrona generosa de ubres opulentas y seno caliente, con mirada benigna de res satisfecha. Cuando me precipitaba a su abrazo de carnes blandas, algo me hizo despertar. Las chinches, que quiebran el descanso a los que dormitan para engañar el tiempo de esta larga travesía. Subo a cubierta. Todavía se ven estrellas en el cielo. Achico los ojos para mirar al horizonte. Nos vamos acercando.
Desde que Rory me habló de Ella intuí que bajo su manto podría hallarse mi destino. La describió magnífica, deslumbrante, una diosa descendida a esta tierra de míseros mortales. Le pagué la copa a Rory y volví a la choza con las tripas rugiendo. El crepúsculo la trajo a mí por primera vez. Hembra regia de piel satinada, el pubis abierto dispuesto a entregarme sus favores. Gocé largas horas con ella, chupando, libando, saciándome.
Ansiaba que el sol se pusiera para ir a su encuentro. Pronto se volvió caprichosa y jugueteaba con mi anhelo escondiéndose de mí. Ese atardecer cerré los párpados con la esperanza puesta en su visita, pero en lugar de una hermosa mujer, Ella compareció con el porte de una anciana. Una anciana sabia que me susurró unas palabras al oído: «Ven a mí».
Vendí mi destartalada choza y todo cuando contenía —incluida la cruz—. La cruz de hierro forjado que conservaba el tacto de la angustia de Maggie. Fui al cementerio. Ofrecí mis disculpas a Maggie, me despedí de ella y del pequeño Paddy y compré el pasaje. Embarqué hace mes y medio.
La tripulación intenta desalojarnos con violencia del puente, pero le es imposible contener a la marea humana cargada de promesas. Al fin la tengo ante mí. Ella, tan esperada, tan deseada. Ahora veo lo que Rory quería decir cuando hablaba de su ardiente llamada, el fuego alzado iluminando el camino a las ilusiones de los hombres.
Aunque no entiendo cómo pudo olvidarse de su corona de espinas. Miro su rostro pétreo, impasible, y un escalofrío ominoso me recorre la espalda. De todas las veces que la recreé en mi mente, nunca imaginé de Ella una bienvenida tan desdeñosa.
Ahora solo siento hambre.
2
Aranzazu Gordillo
La niña estaba con el torso apoyado sobre uno de los inmensos congeladores, tratando de alcanzar una caja. Sus pies se balanceaban suspendidos en el aire. Llevaba un vestido de varios colores, uno de esos de niña. La tela se arrugaba alrededor de su cintura, dejando al descubierto unas piernecillas inquietas que buscaban el equilibrio preciso para no caer. Fue entonces cuando una mujer le alcanzó lo que buscaba y la niña desapareció.
No volví a verla hasta una hora más tarde.
Resultaba difícil respirar allí. El olor a disolvente en el aparcamiento del supermercado se mezclaba con el de los motores viejos. La mitad de los fluorescentes no funcionaban; la otra mitad lo hacía con un parpadeo molesto a los ojos. De no ser porque tropecé con su mochila no la hubiese visto. Sentada en el suelo, la niña lamía un trozo de hielo amarillo.
‒Mi coche también es de limón‒ le dije‒. Está justo ahí, ¿lo ves? Es el tercero. Detrás de la columna‒señalé con el dedo.
La niña se concentraba en el helado. Parecía tomar plena consciencia de los movimientos aleatorios que su lengua realizaba sobre aquel trozo de hielo. No dirigió la mirada hacia donde le había indicado. Se limitó a encogerse de hombros.
‒ ¿Vas a comértelos todos? ‒ señalé la caja que había junto a su mochila y que contenía otros cinco helados idénticos.
Encogió de nuevo sus hombros, esta vez con los ojos cerrados, y chasqueó la lengua.
‒Yo tengo una hija. Una niña igual que tú. También come helados, pero sólo los de fresa. Una lástima, ¿no crees?
‒ ¿Cuántos años tiene? ‒ la niña apartó su lengua del helado un instante.
‒ ¿Mi hija? ‒ La niña empujó con el pie la caja de helados y la dejó junto a mis zapatos‒. Quince. Tiene quince‒ respondí mientras retiraba el envoltorio a uno de ellos. Sostuve el helado en la boca y regresé la caja junto a la mochila de nuevo.
‒Entonces no es como yo. Si tiene quince años, no es como yo.
‒Supongo que tienes razón. Quizá ella es más alta. Pero es como tú. Como todas las niñas, ¿no?
Un guardia de seguridad obeso pasó frente a nosotros haciendo un ruido gutural al respirar. Miró la caja de helados que había en el suelo y desapareció entre los coches.
‒Te pondrán las esposas. Si sigues aquí, conmigo, te pondrán unas esposas de esas como las que lleva ese vigilante‒ la niña señaló con la barbilla al guardia.
‒No pueden esposarme por comer un helado con una amiga.
‒Yo no soy tu amiga. Sólo he dejado que comas uno de mis helados.
‒Tienes razón. Soy Mario‒ tendí la mano a la niña. Ella la estrechó con el extremo frío y pegajoso de sus dedos‒. ¿Lo ves? Ya somos amigos.
‒No. Sólo me has dicho tu nombre y te has comido uno de mis helados.
‒Entonces tengo razón.
‒ ¿En qué? ‒ por primera vez, la niña me miró.
La niña sacó el palo vacío de su boca y lo troceó con las manos. Lanzó las astillas contra la puerta de uno de los coches que pasaban y metió la caja de helados su mochila.
‒Eres como las otras niñas.
3
Daniel Rivera Pinal
Sonreír. Un apretón de manos formal.
¿Debo decir esta vez algo gracioso, intentar relajar el ambiente? Después de lo de ayer igual sería recomendable. No, no me apetece. No hace falta.
¿Cuántas reuniones llevamos ya? No me acuerdo…ni quiero pensarlo.
Esta vez discusión breve y para casa, que ya no hay mucho de qué hablar. Al menos así podré aprovechar aún la tarde. Ella puede hacer algo de turismo. Igual si se toma una buena cerveza por el centro le entran ganas de quedarse y podemos pasar página.
¿Está más encorvada que la última vez? ¿Ojeras disimuladas? El peso de la indecisión, probablemente. Mejor dicho, de la inacción. Habrá dormido poco estas últimas semanas y eso se arrastra. ¿Quizás esté hoy menos lúcida? Aprovecharé para despacharla aún más rápido.
Lo que no se puede negar es que tiene aguante. Dos años tumultuosos y ahí sigue, capitaneando
el Titanic. O la barca de Caronte, rumbo al infierno. No, mejor no volver a estas metáforas. Y no sonrías, que todo se malinterpreta.
¿Quién iba a decir cuando empezamos que teníamos enfrente a una corredora de maratón? Resistencia…eso no le falta. O testarudez.
En fin, sentémonos y escuchemos una vez más su discurso de siempre.
— Buenas tardes, Sra. May. Bienvenida de nuevo a Bruselas.
4
Esther Gómez Babín
Me ha venido hoy mi mujer a decir que va a hacer huelga. No sólo del trabajo, no. De todo. De mí, de nuestros hijos, de la casa. Hasta del perro.
La verdad, tampoco es que ella haga tanto; eso sí, quejarse se queja de lo lindo. Dice que tiene mucha carga mental, pero lo que le pasa es que le da mil vueltas a todo, y claro, eso cansa a cualquiera. ¡Con lo que yo ayudo en casa! Se queja de vicio.
En el fondo es positivo, porque así las cosas caerán por su propio peso y verá que no es para tanto. De hecho, lleva un buen rato diciéndome que nos tenemos que organizar y le acabo de contestar que paso, que está todo controlado. Faltaría más.
No sé por qué se le ha escapado una risilla al decirme que vale, que como lo vea. Pues sí, yo veré.
Madrid, 8 de marzo
Ha llegado el día, así que manos a la obra. Esto está hecho; llevo a los niños al cole, salgo pronto del trabajo, les recojo y me los llevo a merendar por ahí. Ya ves tú el problema.
Se han resistido un poco a levantarse, dicen que mamá no les levanta a gritos. Pues efectivo es, se han levantado de un salto, aunque se hayan enfadado. Vamos a ver si ponemos el desayuno, no se nos haga tarde.
Vaya, no queda pan, ni fruta, ni casi leche. Menuda traición. ¿Y ahora qué les doy? Bueno, mira, ya les cogeré algo por el camino, así nos aseguramos de no salir tarde. Ya podía haber dejado la compra hecha, joer, que no le cuesta nada. No pensaba yo que la cosa iba a ir a malas, pero bueno, ya estoy avisado.
Me viene el pequeño, que dónde está su chándal, que hoy tiene educación física. ¡Y yo qué contras sé? Esta es otra directa a la yugular, la ropa siempre la deja preparada la noche anterior, y que yo sepa ayer no había huelga, ¿no? Ya son ganas de fastidiar. Le he dicho al mayor que busque ropa para todos y me ha mirado como si fuera un marciano. Yo le he mirado como si fuera un marciano asesino y ha ido pitando. Un poco de disciplina no le vendrá mal.
Bueno, ya estamos todos en el coche. El pequeño llora porque dice que no lleva tentempié y el mediano dice que dónde está su mochila con los deberes. Y que hoy tenía que traer un brick vacío y papel higiénico para una manualidad. ¿Pero por qué nadie me avisa con tiempo? Así no hay quien se organice.
Paro en el bar de enfrente del cole para darles a los niños algo de desayunar y comprar el maldito tentempié, pero me lo encuentro cerrado, con un cartel en la puerta diciendo que secundan la huelga. ¿Pero esto qué es? Me va a oír la señora Rosario, toda la vida financiándole el local a base de cañas y ahora me hace esto. En fin, menos mal que hay enfrente una tienda; por que coman bollos un día no pasa nada. Y gusanitos de tentempié, tampoco son la muerte.
Al entrar al colegio, se percibe caos. Faltan muchas profesoras. También han faltado la mayoría de monitoras de comedor y la cocinera, nos piden que vengamos a por los niños a la hora de comer. Sí hombre, como si no tuviera que trabajar. Ahí les dejo y tiro de acelerador antes de que me digan nada más. Pues estaría bueno.
Media mañana. Me llaman del colegio. El pequeño ha vomitado, preguntan que si ha comido algo con leche. Mierda, los bollos. Va a resultar que lo de la intolerancia a la lactosa no eran chorradas de mi mujer.
Me dicen que no han podido localizarla porque tiene el teléfono apagado, que venga yo a por el niño. ¡Pues vaya faena! Con la cantidad de trabajo que tengo, imposible salir. Llamo a mi madre, pero me dice que ella también está de huelga y que me busque la vida. ¡Mi madre! ¿Pero esto qué es?
Se ve que no hay más remedio, así que voy a hablar con el jefe. Broncazo, qué poca comprensión, como no tiene hijos… Ya que tengo que volver al colegio, me los traigo a los tres.
Llegamos a casa y no hay nada en la nevera. De verdad que lo de esta mujer me está enervando por momentos, qué falta de solidaridad. Ha ido a pillar. En el fondo de un aparador encuentro un paquete de pasta que no hace tanto que ha caducado. Lo pongo a hervir, obstáculo superado. Mientras, el mayor y el mediano empiezan a pelearse, como siempre. El pequeño vomita a intervalos regulares. Le pongo una bolsa enganchada de las orejas para no tener que fregar cada cinco minutos. A los mayores les grito que paren, que estoy con la comida. De verdad, qué agonía de niños.
Oigo un ruido en el salón. Cristales rotos. La pelea ha ido a mayores y se han estampado contra la mesita de cristal. Parece que no hay daños personales. Materiales sí, claro. En lo que estoy recogiendo esquirlas, me llega un olor a chamusquina de la cocina, y la casa se llena de humo. ¡La pasta!
Entre la bruma, una figura se acerca gesticulando. Los niños corren a abrazarla gritando y llorando, se le cuelgan de piernas y brazos como monos. Siento que me desinflo entre cristales rotos.
-Pero ¿qué ha pasado aquí? Roberto, ¡Qué mala cara tienes! ¿qué es todo esto? ¿Qué hacéis en casa a estas horas? –dice mientras abre ventana, recoge cristales, tira la pasta, friega el suelo, comprueba el estado de salud del pequeño y se recoloca el pañuelo morado del pelo con los niños arrastrando de sus piernas en lo que parece segundos.
No sé muy bien qué contestar. Así que me acerco, le doy un abrazo y le pido perdón.
5
Asier Susaeta
En 1958, cuando Malena tenía diecisiete y yo dieciséis, nos encontrábamos en las ruinas de una casa del pueblo. Ella decía que había estado con más chicos antes, y yo mentía igualmente. A veces ella sabía a pipas de girasol y, otras, las menos, a sopa. La tarde que nos acostamos por primera vez sabía a las dos cosas.
Ese mismo año, el gobierno de Mao Zedong lanzó la campaña «Gran Salto Adelante» con la que pretendía acabar con las cuatro plagas que diezmaban sus cosechas. La población china —obviando por poco agraciados a ratones, moscas y mosquitos— se lanzó con, todos sus medios, contra los gorriones; golpeaban latas vacías para asustarlos y hacerlos escapar, rompían los huevos en los nidos y los abatían con tirachinas o escopetas. En 1960, el gobierno se dio cuenta de su error y admitió, de puertas adentro, que los gorriones comían más insectos que grano. Yo, en aquella época, observaba a las golondrinas posarse sobre el cable que pasaba por encima de casa de Malena. Tocaba a la puerta y ella salía azorada dejando atrás algún grito de su madre, la señora Herminia. Un día cualquiera —que en el pueblo eran casi todos si hacía sol y tenías hambre—, descubrí por qué ella se ponía tan a menudo el vestido holgado que le había prestado su hermana mayor. También que la marcha atrás solo servía para volver a meter lagartijas mareadas en una lata.
En 1969, Japón disminuyó drásticamente su producción de anguilas por la caída en la captura de angula en sus aguas, mientras, en las marismas de Doñana, todavía se usaban para alimentar a los cerdos. Entonces, Jorge tenía ocho años, Carmen, cinco y Teresita, dos, y yo había cumplido seis trabajando como comercial. Vendía enciclopedias ilustradas y diccionarios por tomos, y necesitaba colocar cinco enciclopedias o diez diccionarios completos a la semana para pagar, sin retrasarme, las letras del Seiscientos de segunda mano, el pisito de Vallecas y alimentar cinco bocas. Calculé que en cada diccionario había unas cincuenta mil definiciones, así que necesitaba facturar medio millón de palabras en negrita a la semana. Pero eso no era lo peor. Aquel año, Malena, a la que por entonces ya llamaba cariñosamente Lena, le compró un periquito al vecino del cuarto porque, aseguraba, le recordaba al sonido del pueblo. Bueno, a decir verdad «comprar» no sería la palabra adecuada; ella acordó con él plancharle la ropa y bajarle un plato caliente al día durante un mes a cambio del dichoso periquito. Le pusimos de nombre Kiko, era amarillo como una mazorca y solo cantaba por las mañanas.
En 1972, se produjo la primera hambruna en Etiopía por la sequía y la especulación con el precio del grano. El NO-DO emitía imágenes escalofriantes sin que a sus responsables de contenidos les importase que hubiese niños en el cine. Cuando iba a la sesión de tarde con Teresita, debía explicarle por qué aquella gente tenía los ojos así de grandes y tantos huesos asomando. Que ella era muy afortunada. Fue el mismo año en que Kiko murió atragantado por un grano de pienso. Lo enterramos metido en una caja de zapatos vieja, en el parque que había al lado del pisito, aunque, a las dos semanas de aquello, nuestro vecino del cuarto nos subió una pareja de petirrojos. Con su jaula dorada y todo. No pidió nada a cambio, pero Lena insistió en que no le importaba echar un puñado más de fréjoles a la olla cada día.
El veinte de noviembre de 1975, Carlos Arias Navarro anunció a todo el país que Franco había muerto. Yo lo celebré a lo grande y dormí la mona en un banco del parque, con un tomo que empezaba por Sanaco y acababa en ZZ a modo de almohada. Cuando desperté, una paloma picoteaba la suela de mi zapato en busca de comida. El barrio amanecía nublado y caminé hasta casa por las calles en las que solo se adivinaban los gritos de júbilo de la noche anterior. Una de las grandes cosas que me proporcionaba vender enciclopedias y diccionarios era que podía entretenerme con datos interesantes de cuando en cuando. O recitar al aire definiciones. Aquel día en concreto, me dio por recordar que el gobierno de Mao Zedong había estimado en cuatro kilos y medio de grano la dieta de un gorrión al año. Y reí, reí de verdad por un instante. Luego saludé al sereno, a Fede, el portero, y subí al cuarto. Toqué el timbre, y Lena —que volvía a ser Malena cuando pronunciaba su nombre en voz alta—, me abrió la puerta pasados unos segundos. Un gorjeo de petirrojos arañó el silencio. Yo, para romper el hielo, le dije que Franco había muerto y su respuesta fue un «ya» predemocrático, mientras, al fondo del pasillo, Jorge asomaba su cabeza recién levantada. No tendrás algo por ahí para desayunar, le pregunté, y ella arrastró sus pantuflas hasta la cocina. Desde el rellano, que comenzaba a apestar a combinado de ron, pude ver cómo vertía dos cazos de puré en el plato que acabó en mis manos. Después, cerró con cuidado, con la suavidad con la que sumergía la cuchara en la sopa, y no me quedó más remedio que odiarla por aquello. Por suerte, tan solo unos escalones más arriba, vi cómo una urraca descansaba en el ventanuco situado entre el cuarto y el quinto piso. Su silueta se recortaba contra las nubes, desafiante. Esquivó el plato y salió volando hacia el cielo gris, aunque no tardó en descender para pelear con otros pájaros por el charco marrón que se extendía por la acera.
6
Salvador Terceño Raposo
Las putas de la ciudad son tristes
Yo nací en la casa del pueblo, en la misma cama que mi padre y mi abuela. No tengo recuerdos de antes de los cuatro años, antes de aquella Navidad en la que un pollo descabezado puso toda la casa perdida de sangre. Luego, algunos flashes. El velatorio de mi abuela, su rostro de cartón. La negra verga del caballo montando a la yegua del farmacéutico. El tractor y las cabañas hechas de pacas de heno.
Cuando nació mi hermana, mi padre empezó a beber y a pegar palizas a mamá y yo pensaba que era por su culpa. La odiaba todo lo que podía.
Al crecer, cada uno estaba a lo suyo. Yo trabajaba en el campo con mi padre y cubriendo bajas en la fábrica. Por las noches, cerrábamos los bares. Mi hermana llevaba la casa con mamá, cuidaba el huerto, limpiaba y cocinaba. Por la noche solo sabía apagar su cuerpo de huesos molidos.
Las tristes rutinas.
Un día, mi hermana salió con que quería ir a la ciudad para estudiar. Antes de poder terminar la frase, mi padre le soltó una tremenda bofetada que la hizo rodar. No dijo palabra. Luego le pegó a mi madre, pues supuso que la idea era suya. Mi hermana decidió no sacar más el tema, sobre todo por mi madre, pero una noche saltó por una ventana para escapar en un tren. Mi padre notó a mamá nerviosa y le sonsacó el secreto a golpes. Consiguió llegar a la estación a tiempo y sacarla a tirones del vagón. La llevó a rastras hasta la casa, atravesando medio pueblo, y al día siguiente todos murmuraban y sonreían.
La gente empezó a hablar de ella. Que si se creía especial… Que, para limpiar en la ciudad, mejor que limpiara en su pueblo… Que, lo que tenía que hacer era ayudar a su madre… La muy…
Mis amigos en el bar decían de todo. Cuanto más borrachos, más salvajes. Me decían lo muy puta que era y todo lo que le habían hecho o querían hacerle. Yo les reía la gracia aunque, a ratos, me entraban ganas de partirles la cara.
Al final, un martes de enero que helaba, mi hermana se marchó y no volvimos a saber de ella. Dejó una carta muy breve. Quería estudiar enfermería y trabajaría en lo que le fuera saliendo para pagarse los gastos y la carrera. Podría haberse desahogado bien, pero no lo hizo. “Adiós”, decía al final. Y un punto.
Mamá lloró, mi padre golpeó muebles y mis amigos hicieron bromas sobre las putas de la ciudad, que son más tristes que las de los pueblos. Le di un puñetazo a uno y entre tres me partieron la nariz y dos costillas.
Tras unos meses, mamá enfermó, un cáncer, y la vida se nos descarriló. Comenzamos con los viajes a la ciudad, para ir al hospital: especialistas, pruebas, tratamientos… Íbamos en la camioneta y yo la dejaba en el Hospital de Día, donde pasaba horas. Durante ese tiempo, yo daba vueltas por el campus universitario, buscando la facultad de enfermería, rumiando qué le diría si la viera, pero no hizo falta. No la encontré.
Comencé a pensar que podría no haber tenido suerte, que podría estar arrastrada por puticlubs o arrabales, drogándose, prostituyéndose para sobrevivir. Entonces, cuando a mamá se le bajaban las defensas e ingresaba por alguna neumonía, yo aprovechaba la noche para dar una vuelta con la camioneta, recorriendo lo peor de la ciudad. Me asfixiaba cierta ansiedad por encontrarla. Temía que pudiera ser demasiado tarde. Transitaba con lentitud la oscuridad de los barrios chinos, la árida soledad de los polígonos, haciendo preguntas. Bajo las farolas, aquellas chicas que mascaban chicle y enseñaban la mercancía, derramaban a su paso la misma tristeza. Fumaban y me decían cochinadas para calentarme, pero estaban derrotadas por dentro. Había tíos sacándose la polla en plena calle, otros culeando contra unas piernas, apoyados en una tapia meada. Había condones tirados y camellos trapicheando, chulos con sus miradas torvas y desconfiadas.
Tras varias noches recorriendo los más sucios lugares de la ciudad, desistí.
Pasaron unos años. Mamá mejoró pero luego volvió a empeorar. Esta vez de verdad. Una día, al regresar del hospital, encontramos a mi padre muerto, sentado en el váter. Era una forma estúpida de morir y me reconfortó. Le había dado un infarto de esos que vienen por derecho. En el entierro nadie lloraba.
Poco después, mamá cayó en picado. Estaba en las últimas. Pasamos muchos días en el hospital, pero yo ya no salía. Quería estar con ella. A veces bajaba a la calle a echar un pitillo y me gustaba ver llegar las ambulancias. Una noche llegó un coche tocando el claxon. Un hombre bajó gritando nervioso, pidiendo un médico. Apareció un celador con una silla de ruedas. Al momento, llegó corriendo una mujer joven. Tenía la nariz de mi hermana.
—Tranquila —le dijo a la parturienta—, soy la matrona.
La chica gritaba y lloraba. Parecía primeriza.
Entonces, la matrona levantó la mirada hacia mí. Palideció ligeramente y se llevó a la embarazada hacia el interior. Yo quedé petrificado. Era ella. No cabía la menor duda. Sabía que regresaría y me quedé a esperarla. Tardó dos horas. Me preguntó y le conté lo de mi madre. Subimos a verla.
—De niño pensaba que papá le pegaba a mamá porque tú habías nacido – Le dije en el ascensor.
—Qué tontería —respondió.
—Te he buscado en todos los puticlubs de la ciudad —confesé.
Ella sonrió.
En la habitación revisó la planilla y los sueros. Le tomó el pulso y se echó sobre ella, abrazándola con ternura. Así estuvo una buen rato. La besaba y lloraba en silencio. Sin dramatismos.
—¿Eres matrona? —pregunté—. ¿Traes niños al mundo?
Asintió con la cabeza inclinada sobre el pecho de mi madre.
—Perdóname —le dije desde la puerta.
—No pasa nada —susurró, sin separarse de mamá.
Se llama Marina, mi hermana. Trae niños al mundo.
7
Patricia Collazo
Mi madre es como esas diosas hindúes de seis brazos. Puede acarrear una montaña de toallas, el bolso con los pañales de Anita, el agua, la merienda, dos esterillas, una silla plegable, cubos, palitas, dos balones, las chanclas de todos, la sombrilla… Con sus seis manos nos embadurna de protector mientras nos riega con recomendaciones. Luego, hace como que lee, aunque ronca despacito.
Entonces, como hermano mayor que soy, tomo el mando. Evito que Anita coma arena y que Joaquín patee a Carlitos. Termino agotado. Cuando mamá despierta, la miro evitando decirle cuánto la quiero. Se pondría a llorar y tiene la cara llena de arena.
8
Francesc Barberá
Mi hermana se quedó atrapada en un videoclip de Britney Spears cuando apenas tenía quince años. A día de hoy seguimos sin saber cómo pudo ocurrir. La dejamos mirando la MTV un rato y cuando volvimos estaba al otro lado de la pantalla vestida de colegiala. A papá aquello le sentó fatal. No soportaba que su hija saliera en la tele enseñando el ombligo. «Qué pensará la gente del pueblo», se preguntaba a todas horas. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, mi hermana parecía feliz; se pasaba el día entero bailando su canción preferida. Y eso que lo hacía realmente mal, pero a ella no le importaba lo más mínimo. Mis padres estaban convencidos de que no iba a salir de allí por voluntad propia. Por eso, cuando emitían el videoclip, se arrodillaban frente al televisor y le pedían que regresara. «Hazlo por el honor de la familia», le suplicaban. «Solo una vez más», les respondía mientras intentaba aprenderse, de una vez por todas, la dichosa coreografía.
9
Margarita del Brezo
La primera vez que la vi yo aún tenía que ponerme de puntillas frente al espejo para peinarme el flequillo. Su mirada traviesa y descarada me congeló el corazón y sentí de pronto un miedo indefinido y unas irresistibles ganas de llorar. La odié incluso antes de conocer su nombre e intenté borrarla de mi mente porque el solo hecho de pensar en ella me hacía temblar. Encogerme. Apretar con furia los párpados hasta fundir las lágrimas. No conseguía dormir ni estudiar ni comer ni salir ni hablar ni concentrarme en otra cosa que no fuera ella. Y ella, testaruda y valiente, volvía a buscarme una vez y otra, infatigable, a pesar de encontrar la puerta siempre cerrada. Con el tiempo dejé los estudios. El entrenamiento. Los amigos. La ciudad. Mi familia. Quise también dejar de respirar. Tres veces. Y las tres veces ella apretó mi mano y esperó paciente a mi lado. Hasta que al final me atreví a mirarla directamente a la cara y comprendí. Comprendí que yo soy ella, no él.
10
Mario Hernández
Mírala.
Se retuerce las manos. No puede con los nervios. Típico. Tantas ganas de hablar, y ahora no sabe qué decir. A ver si así ya les queda claro. A todos. Sonríe, sí, sonríe; intenta engañarnos con tu aparente calma. Se siente su sudor frío desde aquí. Va a derrumbarse. Tendríamos que haber apostado, yo dudo incluso que llegue a pronunciar palabra, tampoco lo creen muchos de los suyos. Más allá de pegarse gritos con la otra marimacho, no sabe qué hacer. Vaya días nos han dado, las dos. Qué histerismo. Eso, tose sobre tu pañuelo, a ver si crees que no vemos cómo te limpias el sudor. Cómo te tiembla la mano. Yo de ti, me ponía de pie, me alisaba la falda que tanto parece molestaros tener que llevar, y echaba a correr. Ya. Ya está aquí. Ha llegado el momento. Esto va a ser muy divertido. Se dirige a ella el Presidente.
Venga, levántate, intenta hacernos creer que no te tiemblan las piernas.
-Tiene la palabra la diputada Clara Campoamor.
Vamos, habla si te atreves.
Habla
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