Te pedimos que nos contarás un episodio de la historia de España que mereciese ser recordado. Trágico, épico, inolvidable, esperpéntico… Desde el 19 al 31 de marzo hemos recibido vuestras historias en el foro Iberdrola.
El jurado de este concurso lo forman los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para la otra historia finalista es de 1.000 €.
Más de 200 autores han participado en esta iniciativa. A continuación publicamos los 10 autores que optan a los premios en metálico. Este viernes anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Gracias a todos por participar.
1
Lola Sanabria
A finales de los años sesenta, mi vida se centraba en cuatro actividades principales: desollarme las rodillas durante las numerosas caídas en las calles sin asfaltar de mi pueblo, participar en «Radio Chupete», concurso de canto que organizaba con mis amigas en un rincón de la fachada de mi casa y hostigar a mi madre para que transformara una y otra vez mis vestidos, faldas y pantalones en otros modelos más a la moda. También registraba los arcones y si sacaba, por ejemplo, una capa forrada de terciopelo con la intención de hacerme una falda, ahí estaba mi abuela con su dosis de mala leche para cortar en seco cualquier intento de reciclar su ropa, la del abuelo o el fruto de alguna herencia, como era el caso de los mantones de Manila. Y la última y más importante: ver completa la retransmisión del Festival de Eurovisión.
El Festival de Eurovisión se celebraba una vez al año y era cita obligada plantarse frente al televisor de quien lo tuviera, pues no todas las familias podían permitirse comprarse uno. Había que auto-invitarse para ir de gorroneo a la salita de una vecina de confianza y ocupar sitio frente al aparato. Los hombres no asistían a aquel acontecimiento; volvían del campo o del bar, cenaban y se iban temprano a la cama. Tenían suerte porque de nada servían las indirectas de la dueña de la casa, cansada a veces de ver la televisión y con ganas de retirarse, de allí no nos movíamos hasta que finalizaba el evento.
El 6 de abril del 1968 tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres la gala del Festival de Eurovisión. Ganó una jovencísima Massiel con su La, la, la. Todas le perdonamos que se moviera un poco como un robot, dadas las circunstancias. Aquello fue el acontecimiento del año. Salió en el NO-DO como un hito histórico nacional.
El La, la, la llenó las calles de mi pueblo, las casas, los comercios, el negocio del zapatero remendón, el del carpintero, la vaquería, los campos…¡Me cago en la leche!, se quejaba algún hombre, ¡ya se me ha pegao el canto ese!
Naturalmente, enseguida pensé en cambiar una prenda. En esta ocasión me costó convencer a mi madre pues se trataba de un vestido nuevo, pero insistí tanto que acabó cediendo. En lugar de flores, la tela era de pata de gallo grande en colores rosas y verdes, pero mi madre le cosió una tira blanca con ondulaciones y quedó bastante aparente. El día del reestreno, mi abuela se plantó delante de mí en jarras y, con ese guiño de ojo que la caracterizaba cuando iba a soltar una maldad, me dijo: «¡Mira tú la risión de la Massiel de pacotilla!». Se me cayeron los palos del sombrajo.
Tardaría poco tiempo en abandonar para siempre las transformaciones, « Radio Chupete» y las carreras con aterrizaje en el suelo, para centrarme en conseguir ropa nueva que me hiciera parecer mayor para poder colarme en el salón del Café Español donde lo mismo se bailaba suelto que agarrado.
2
Alicia Segovia
En la guerra como en la muerte
<<“Es el principio del fin”. El alférez Alonso miró a la monja que acababa de musitar tal premonición y sus ojos pasaron del hábito sucio a la escena truculenta que ambos presenciaban. Pensó que con esos ropajes cualquiera de las plañideras era indistinguible de Doña Juana. Si no sería mejor cambiarlas… pues la lucidez de la monja contrastaba con aquella engendrada locura que no auguraba un reino ni futuro, sino caos.
Alonso esperó. No en vano, un militar curtido en Garellano guarda la calma en la guerra como en la muerte, incluso ante la rendición. Doña Juana velaba al difunto en medio de la nada en aquella romería absurda. El ataúd arrastrado por las tierras reconquistadas por sus padres dejaba perplejos a los conejos ¡hispania, hispania!. Sembraba la inquietud sobre la sucesión. Muerto Juan (sí, “aquí yace la esperanza de España”). La mujer lloraba a este cadáver más que al digno heredero de las Coronas. Se agitaba. Se retorcía hasta el agotamiento. Juana gritó y el alférez Alonso que tantos crujidos de huesos había ya oído, se estremeció. ¡Vive dios que eran tan crudas las Trastámara en la guerra como en la muerte!
Cuando le dijeron que debía acompañarla a Tordesillas, entendió el plan de Don Fernando y del futuro regente. Luego de dejarla tras de aquellos muros de silencio, se alistó a los tercios porque no cabía otro destino para un hidalgo de armas.>>
…..
En ese punto, Pradilla suelta el pincel. Estaba yendo demasiado lejos con su ensoñación. Gusta de pintar imaginando a sus personajes vivos pero si Alonso sale del cuadro en el que se afana ahora, y se alista en los tercios, es un decenio ya del que tendría que ocuparse y el lienzo es estático, no dinámico. Cómo cambia un imperio en diez años y qué pocas armas tiene un pintor. Mientras ultima el atuendo de la reina y su mirada perdida ¡sorpresa! el Alférez Alonso se gira, da la espalda a la escena, le clava la mirada y se sale del cuadro mientras lo escucha exclamar indignado: “¡voto a dios, que no queda más remedio que irse al tercio en nombre de un Emperador para recuperar el honor perdido por abandonar a la última reina de Castilla!”
3
Javier Puchades
Fueron años de vencedores y vencidos. Fueron años de muertos olvidados en las cunetas. Fueron años que cuando llamaban a la puerta durante la noche, era la muerte quien lo hacía. Fueron años bendecidos por la iglesia, de pasear el odio y el miedo bajo palio. Fueron años que los desmemoriados quieren olvidar y volver a enterrar.
Pero, pese a todo, ella no puede olvidar. Y con el corazón roto por la tristeza, mi abuela sigue esperando que le indiquen un lugar, donde se encuentren los restos del abuelo, para poder ir a dejarle una flor.
4
Manuel Manteca
Gastón de la Croix no era un sargento de Dragones al uso, ni su deseo de recalar en Ávila un simple antojo: era la consecución de un anhelo transmitido durante generaciones; un plan urdido por el Destino para que fuese él el ejecutor de la venganza que su sangre reclamaba desde hacía siglos.
De la Croix no siempre fue De la Croix: hubo un tiempo que se escribía De la Cruz y habitó estas tierras.
Desde niño había oído el relato de aquel antepasado que vino huyendo de España, el único que pudo escapar, y el nombre de un terrible Inquisidor: Torquemada.
Narraba la historia de unos judíos conversos toledanos desplazados a Ávila, cuyo terrible error fue entonar, en una fiesta, una inocente canción de cuna hebrea: motivo suficiente para acabar en el potro, acusados de ser marranos y torturados hasta confesar sus crímenes contra Dios y su Iglesia, siendo finalmente condenados, sin piedad, a la hoguera. Tormento que pudo esquivar el más joven, y no por clemencia del Tribunal, sino por intercesión de un noble local que, conmovido ante tanto dolor, le envió lejos, con una antigua parentela francesa.
Y he ahí que, tras centenares de años, la Compañía de Dragones del sargento De la Croix arribó a la ciudad, y con él, su plan oculto de revancha.
Las noticias de los crímenes y saqueos de aquellas tropas “ilustradas” corrían como la pólvora, asustando a las poblaciones e infundiendo miedo: entraron a caballo, sin respeto alguno, por la puerta principal del Real Monasterio de Santo Tomás, previa amenaza de volarla a cañonazos; entretanto, otra unidad lo asaltaba por la entrada de los carros, en la tapia de piedra que rodeaba el convento.
A pesar de la orden dada a la tropa de no asesinar y la súplica del Prior a los suyos de no oponerse, varios soldados, exaltados, abrieron con sus bayonetas el vientre de dos monjes. Dentro de la iglesia, en sagrado, las bestias saltaban sobre los bancos de madera mientras sus jinetes arrancaban todo objeto brillante.
Ajeno a aquella orgía de destrucción Gastón escudriñaba el suelo, caminando sobre las lápidas en pos de su enemigo. Tras varias horas y sin logro alguno llegó la noche, entorpeciendo la búsqueda; pero él, curtido en todas las campañas del Emperador, sabía qué hacer. A pesar del caos no tardó en encontrar al Prior que, apaleado, rezaba en su celda. En un perfecto sefardí le preguntó por la tumba del inquisidor; “el Perro de Dios”, añadió.
La negativa del religioso obtuvo una rápida respuesta: instalaron la parrilla justo al lado de la tumba del Infante Don Juan, primogénito de los Reyes Católicos. Los gritos arrancados por las brasas reverberaban por todo el templo, provocando las quejas airadas de una tropa que, somnolienta, reclamaba silencio. En otra situación habría sido posible algún conato de piedad, pero no en esta; era de sobra conocido el apoyo casi incondicional del clero a la guerra total a Francia, aglutinando entorno a la Fe un sentimiento nacional que, a ojos del gabacho, rozaba lo fanático.
Toda una noche de tormento no arrojó ningún resultado. Agotados y hastiados de oír chillidos, los soldados pidieron descansar, amén de mantener vivo a aquel desgraciado: y a ello se disponían cuando, con el alba, llegaron noticias de nuevas iglesias y palacios que asaltar, lo que produjo una fuga general e inmediata. Sólo mediante coacciones y promesas pudo el sargento mantener acantonados en el convento a una docena de hombres; suficientes, por otro lado, para controlar a un puñado de aterrorizados monjes y unos pocos criados.
Exhausto, dio órdenes de no ser molestado y se dispuso a dormir en una celda. No habrían pasado más de tres o cuatro horas cuando le despertó una mano que presionaba su hombro; sobresaltado y por instinto, colocó la punta de su cuchillo en la garganta de un dominico orondo y asustado que, entre susurros, pidió disculpas y permiso para hablarle; le rogó que, por Caridad, dejasen en paz al Prior pues todos los objetos de valor habían sido ya “requisados”. El francés, a fin de ahorrar tiempo, decidió explicarle el objeto de su búsqueda.
Tras reflexionar unos minutos, el monje le hizo saber que de aquél no obtendría la respuesta; había llegado desde Valladolid hacía tres días, nombrado máximo responsable del Monasterio por decisión del General de la Orden. Bajando la voz, le indicó que la información que buscaba sólo la conocía una persona y que llegar hasta ella debía hacerse en absoluto secreto; el suboficial se marcharía de allí, pero quien le indicase el lugar de la tumba sería considerado un traidor, un afrancesado, siendo ejecutado de inmediato.
Con el ocaso, apostó convenientemente a sus hombres, anunciándoles que iba a la ciudad en busca de distracciones, concretamente femeninas. No tardó en regresar, embozado, colándose por una pequeña puerta oculta en la tapia, tras la cual esperaba el sacerdote. Éste le hizo saber que a quién buscaban aguardaba ya entre los pinos, en lo alto del cerro.
Reinaba la oscuridad y una calma absoluta: apenas habían recorrido quinientos metros cuando, de entre las sombras, tres hombres se les echaron encima; el sargento intentó esgrimir su sable, pero una enorme navaja en el cuello le disuadió de hacerlo. Le redujeron y ataron, llevándole a golpes hasta la cima donde, desaparecida toda arrogancia, pidió clemencia al contemplar la pequeña capilla rodeada de cruces que coronaba el Campo Santo del convento.
Otros dos hombres habían destapado una tumba: la del antiguo Prior, muerto cinco días antes; el único conocedor del lugar exacto donde descansaba Torquemada.
Le colocaron junto a él, pegadas las caras, indicándole quién era:
-No hay prisa, monsieur- se burlaron- dispondrá de todo el tiempo del mundo para hacer sus preguntas.
Solo el sonido de las palas y los gritos rompieron el silencio aquella noche: a buen seguro que, no muy lejos de allí, el espíritu del Gran Inquisidor sonreía victorioso y ufano, oculto por siempre en su nicho.
5
María Eugenia de Gregorio
El jinete pasó raudo por Navalcarnero camino de Talavera con el mensaje en la mano. En el consistorio Talaverano empezó la copia y distribución en progresión geométrica. De cada duplicado del mensaje se hacían a su vez más ejemplares para llevarlos a pléyades de pueblos y ciudades; quienes lo recibían volvían a su vez a multiplicarlo y transmitirlo. El jinete siguió hasta Trujillo y al despuntar el alba del segundo día enfiló las calles empedradas de Badajoz. En cada pueblo se reproducía el mensaje, en cada pueblo se encendía la rebelión. Volvió a cambiar de caballo y siguió camino. En unos días la difusión del mensaje fue completa. El jinete era Pedro Serrano, el mensaje un bando de un sencillo alcalde mostoleño que entre otras célebres palabras decía: “No hay fuerza que prevalezca contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son”. España se sublevó.
6
Hermenegildo Rodríguez
Desde los campos de Carabanchel Bajo, al otro lado del río, oía los cañonazos. El humo de la pólvora se elevaba por encima del Palacio Real. Inquieto, quise averiguar qué sucedía y, conforme me acercaba al centro, el olor del azufre ahogaba mi garganta. Decenas de madrileños huían aterrados camino del puente de Toledo, sus ojos reflejaban el pánico y sus semblantes ensangrentados denunciaban la lucha rabiosa.
—¿Qué pasa? —pregunté a un grupo de mujeres que llevaban envueltos a sus niños entre los delantales.
—¡Se han llevado al infante! —gritaban conforme se alejaban.
Rápidamente tomé conciencia de lo que sucedía; el pueblo, sublevado contra el invasor, sufría con ferocidad los abusos del ejército francés que, al mando de Murat, hacía fuego contra los madrileños.
No daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Desde el Palacio Real hasta la Plaza Mayor, los vecinos eran perseguidos por las fuerzas imperiales, dejándolos acorralados en la Puerta del Sol. De allí salían los gritos y los lamentos que llegaban a mis oídos; mamelucos, lanceros y dragones franceses los estaban aniquilando.
—¡Nos están aplastando! —exclamaban aquellos que conseguían salir de la plaza, huyendo hacia el arrabal.
Las tropas de Napoleón rodeaban la capital del Reino, patrullaban por sus calles disparando contra todo, mientras los monarcas españoles, padre e hijo, permanecían retenidos en Bayona por el farsante; la traición del emperador francés se consumaba y el pueblo se veía preso por las intrigas de sus nobles y sus acallados regimientos, cómplices todos del desgobierno.
Olía a sangre, y hasta mi caballo parecía inhalarla. A la vez que avanzaba, decenas de muertos y centenares de heridos sembraban las calles. Desde los balcones de algunos edificios, mujeres y niños arrojaban cubos de agua y macetas contra las casacas azules imperialistas que acudían a la llamada de su general.
—Es un complot de los agitadores fernandinos —aseguraban ciertos nobles desde la lejanía, sin atreverse a intervenir.
A mediodía, decidí salir de aquella barbarie y dirigirme a Móstoles. Giré mi caballo a la altura de la iglesia de San Miguel y, por Humilladero, salí a galope hacia el puente de Toledo. Un hombre calvo, mayor, con su camisola teñida de sangre y apoyado sobre una rastrilla que empleaba a modo de muleta, me pidió que lo llevara lejos de allí. Lo monté a la grupa, y partimos.
—Los civiles se están agrupando ante la entrada de Monteleón con lo que tienen a mano —me dijo.
Burlamos los controles del ejército galo. Salimos sin ser vistos, con la indignación y el desasosiego en nuestros semblantes. Tuvimos suerte. Al otro lado del puente, mientras dejaba a mi acompañante malherido a buen cuidado, me enteré del acoso al cuartel de
Monteleón, donde muchos murieron esa mañana víctimas de la infantería y la artillería francesa y otros, hechos prisioneros y sometidos a juicios sumarísimos, serían fusilados en las horas siguientes.
La autoridad nacional, títere en las manos de Napoleón, acabó sacando un bando obligando a entregar cualquier tipo de arma y prohibiendo las reuniones vecinales. Nadie entendió esa recomendación que fue imposible respetar a causa de los múltiples enterramientos. Bien sujeto al cincho de mi caballo, crucé el barrio y tomé el camino hacia Alcorcón, a dos leguas. Al oír el galope de mi alazán de crines rubias, la gente se apartaba. Decenas de paisanos huían, dejando atrás sus casas para cobijarse en las aldeas próximas.
Cerca de Alcorcón, alcancé a un grupo de personas entre las que se encontraba un noble que dijo llamarse Esteban Fernández de León, miembro del Consejo de Hacienda, que viajaba a su pueblo natal con su mujer.
—Pedro Serrano, artesano de Lucena —me presenté.
Alrededor de las dos llegamos a Móstoles. En la villa, nos dirigimos al ayuntamiento y allí, Fernández de León, se encontró con un amigo componente del almirantazgo de apellidos Pérez Villamil. Todos parecían estar al tanto del ‘sitio de Madrid’.
—Tenemos que comunicar la traición napoleónica a toda España —sugirió Pérez Villamil.
Ambos nobles, junto a los dos corregidores de la localidad, Andrés Torrejón y Simón Hernández, dictaron un ‘bando’ al escribano del consistorio donde alentaban al levantamiento de las plazas del país contra el invasor.
—¡Todos a Madrid!
Firmada la proclama, había que llevarla a todas las localidades, pueblos y villas, moverla por el país. Me ofrecí para escoltar y transportar aquella notificación hasta el fin del mundo. Era tiempo de galope. Cuando daban las siete de la tarde de aquel lunes traidor, emprendí la marcha por el camino Real de Extremadura.
Mientras galopaba, imaginaba decenas de sables invasores cortando las cabezas de los paisanos que se defendían atacando las monturas de los franceses con palos, piedras y alguna bayoneta. Ya en Navalcarnero, el bando fue copiado y distribuido por las comarcas lindantes; así llegó a Valmojado, Maqueda y otras localidades, porque no podía detenerme en todas las postas intermedias si quería recorrer las sesenta leguas que me separaban de Badajoz.
Allí por donde avanzaba dejaba testimonio de mi crónica y, galope a galope, me presenté ante las puertas de Talavera, de madrugada. Despaché con el corregidor, quien decidió enviar postillones en otras direcciones. Trujillo y Navalmoral quedaron de ese modo enteradas.
—Madrid es un nido de conspiradores —le oí comentar a uno de los acompañantes del corregidor.
Con capote de abrigo prestado y un fanal de luz sobre el morral, reinicié mi cruzada. Estaba fatigado, pero no podía dejarle hueco a mi cansancio. El camino, cada vez más duro y peligroso. Con Mérida en el horizonte, creí desfallecer en un cruce donde unos paisanos me avisaron de la presencia de tropas francesas más adelante. El día cuatro de mayo entré por la puerta de la Trinidad de Badajoz, pregunté por la casa del regidor y hacia ella me dirigí. Me recibió en su caserón de la plazuela de las Monjas Descalzas. Le entregué el bando. Mi presencia provocó una inesperada conmoción popular.
7
Pablo Val
Ayer, siete de octubre, los cañones y mosquetes no dejaron de tronar durante todo el día, como una tormenta de verano. La brisa marina hedió a pólvora y madera quemada hasta bien entrado el crepúsculo. En el agua flotan todavía los cuerpos de miles de hombres y los pecios de innumerables naves despedazadas.
Yo me hallo en relativo buen estado de salud, aunque temo —y el galeno así me lo ha insinuado— que mi brazo izquierdo quede para siempre inútil tras el disparo de arcabuz que con tan mala fortuna me destrozó músculos y tendones. Pese a tal desdicha y a otras tantas heridas, me considero afortunado de haber sobrevivido a semejante infierno, y de haber servido con valor y arrojo aún en los peores lances de la batalla.
Me sería harto complicado describir la jornada en tan solo unas pocas líneas, más intentaré relatarle con la mayor brevedad posible cuáles fueron los hechos de esta cruzada triunfal. Así podré contarle también la curiosa idea que se me ha sugerido en su transcurso, y que obtuve de un evento sin importancia que pude contemplar a pocos pasos de mí durante el fragor de la contienda. Haber encontrado inspiración en tal terrible lugar no hace sino afianzar mi creencia en que el ingenio no es sino el más poderoso talento del hombre.
Como seguro ya será conocedora vuestra merced, nuestras escuadras se habían reunido durante las jornadas anteriores cerca de la ciudad de Naupacto, que muchos conocen como Lepanto. Aguardábamos, dispuestos a una feroz lucha a muerte contra el enemigo Turco, miles de hombres y más de 200 galeras bien pertrechadas; sin duda la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.
Estaba yo a bordo de La Marquesa, una galera sólida y rápida donde las haya, cargada en ese instante con más de quinientas almas cristianas, cuando la batalla comenzó. La lucha fue, y así lo dirá la Historia, cruda e inclemente. Una lluvia de flechas y proyectiles de fuego cayeron sobre nuestras cabezas, haciendo tambalear incluso al más firme de los soldados, pero respondimos raudos con los disparos de nuestros arcabuces y el potente fuego de nuestros cañones, que se llevaron al fondo del mar incontables naves turcas. El agua pronto se tornó carmesí, y óleo que cargaban los barcos en sus entrañas estalló en llamas. Cuando la pelea avanzó, las naves se apresaron entre sí con sus espolones, como las pinzas de un alacrán, y tanto turcos como cristianos saltaron al abordaje armados con hachas, dagas y espadas. Fue tan descarnada la lucha que la cubierta de La Marquesa se embadurnó de sangre hasta hacer a los hombres resbalar.
Ya estaba yo entonces herido por un disparo de arcabuz en mi pecho, y mientras recargaba mi arma con más que menos dificultad alcé la vista hacia el lado opuesto de la nave, en dirección a proa, donde la pelea era más encarnizada. Parte del velamen de aquella parte estaba en llamas, y bajo él se movían los hombres con el trajín de un hormiguero.
Y fue entonces cuando lo vi.
Era un veterano soldado, de pelo canoso, espigado, seco de carnes, con un cuerpo enjuto y fibroso que me recordó a un viejo can de pelea. Llevaba puesta una coraza y un yelmo, sucios de pólvora, de un aspecto muy vetusto. Parecía confuso y desorientado, y estaba postrado en el suelo, pues creo con total seguridad que le habían propinado en la cabeza un severo golpe. De pronto se irguió con gallardía, lleno de cólera y herido en su orgullo. Tomó su lanza con las dos manos, apretándola con fuerza, y se lanzó al combate con un poderoso grito de guerra, como un guerrero primitivo. Me recordó a un caballero medieval, un Amadís de Gaula o un Cid Campeador. Me hizo creer de nuevo en una bravura poderosa y casi divina, en un ímpetu ya olvidado en nuestro tiempo. Arremetía como si la victoria fuera suya de antemano, como si algún objeto mágico lo hiciera invulnerable a cualquier ataque, y no me extrañaría, dado su extraño aspecto, que en verdad portase el mismísimo yelmo de Mambrino sobre su cabeza.
Pero cuál fue mi sorpresa, ¡que no embistió a enemigo alguno, sino que se lanzó con la furia de un miura contra el palo del trinquete! Su lanza se quebró al impactar en la madera como un simple mondadientes, y él cayó nuevamente de bruces contra la cubierta, recibiendo un golpe soberbio. Rodó torpemente hecho una pelota y farfulló algo ininteligible cuando se golpeó la cabeza de nuevo contra el suelo. Después se levantó con dificultad y se perdió de mi vista, con la misma facilidad con la que lo había encontrado, entre el enjambre de hombres y lanzas.
¡Qué patético incidente! Fue dramático y cómico, y fue así como tuve la idea, casi como una epifanía: dar vida a un caballero moderno, que se lanza con valor contra un enemigo inconmensurable y absurdo, guiado por un idealismo genuino, puro en sí mismo, pero nacido del delirio.
Ahora pienso, ¿y si éste hidalgo recorriera con tal ardor los caminos de nuestra tierra, deshaciendo entuertos y repartiendo su arcaica justicia? ¿Y si embistiese no un palo de trinquete, sino un molino de viento, y no pensando que es un corsario turco, sino un gigante colosal? Terminaría, al igual que el soldado que inspiró su creación, por el suelo, molido a palos, y para el lector sería hilarante. Más me resisto a creer que tras semejante chanza no existiese algo más profundo: la pugna entre el impulso noble del ideal y la realidad que nos golpea, y que encarna en sí misma el misterio de la condición humana. Eso atañe a todos los hombres por igual.
A fe mía que ésa podría ser una buena historia. Tal vez algún día la escriba.
Siempre vuestro;
Miguel de Cervantes.
Año 1571 de Nuestro Señor.
8
José M. López Moncó
Dicen que murió Geluco
Al guardia civil Ceferino Almodóvar las montañas le encogían el estómago. Pensó que había tenido mala suerte porque al salir de la Academia le destinaron a la casa cuartel de Potes. Encajonado entre picos y rodeado por maquis.
Ceferino los tenía por delincuentes de la peor condición, eso fue lo que siempre le dijeron y lo que también pensó el día que acribillaron a la partida de Geluco en medio de un bosque de robles y tejos. Murieron siete de los huidos al monte y uno de los guardias. Aunque el teniente los felicitó, Geluco, que conocía el terreno como un lobo, pudo escapar monte arriba.
Fue gracias a Felisa, la novia del fugado, cuando varios meses más tarde supieron donde estaba el escondrijo de este. Pero no fue necesario raparla ni que el teniente cubriera el vergajo de los interrogatorios con una toalla mojada. Felisa acudió por su propio pie al cuartel al enterarse que su novio había dejado preñada a otra moza del pueblo.
La guarida de Geluco parecía un nido de águilas. Estaba excavada en mitad de una pared de roca y aprovechando una oquedad natural. Fueron una docena de guardias a por el guerrillero, aunque ninguno le disparó al asomar la cabeza. Lo siguieron y, nada más atravesar las primeras calles del pueblo, le dieron el alto. Geluco intentó sacar su Astra, pero una lluvia de balas le reventó la yugular. Entre los vecinos se comentó que los civiles dispararon sin aviso alguno al ordenarlo el teniente. Pero esa no fue la versión que figuró en el pie de foto de los diarios, en ella se veía a un Geluco con la boca torcida tirado a los pies de los guardias.
Ceferino no había participado en la emboscada. Por eso, mientras los captores exponían el cadáver en la plaza del pueblo como si se tratase de un puesto más del mercado, el teniente lo había mandado subir hasta el refugio acompañando al cabo Gonzalo. Para traerle todas las pertenencias de Geluco y descubrir quienes eran los cómplices, les dijo.
Tras el collado, donde estaba la última casa habitada, una sucesión de agujas y chimeneas no dejaba ver todavía el escondrijo. Ceferino se había adelantado al Cabo y no había tardado ni quince minutos en llegar hasta la base de aquella mole. Se quitó el tricornio, el correaje con la pistola y la capa antes de encaramarse a los peñascos valiéndose de las dos manos.
Un olor a carne humana y a orín fue lo primero que Ceferino sintió al entrar. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la poca luz de su linterna, se dio cuenta que dentro no cabía una persona erguida. Al fondo y en los costados había maderos
sujetando la bóveda. En esta se distinguían las marcas que hizo el pico al excavarla. Se tropezó con una pequeña olla que tenía restos agrios de leche. Dos mantas, un macuto y una metralleta Sten estaban pegadas a la pared más alejada de la entrada. Había velas a medio consumir desperdigadas aquí y allá. Ceferino encendió una.
Dentro del macuto encontró unas camisas de franela, un pantalón, camisetas y calzones amarillentos. Los sacó y los empujó hacía la entrada. Le dolían los riñones y tuvo que sentarse antes de sacar el resto. Al fondo había un libro con las tapas de piel y dos cajas de munición. Acercó una vela al libro para ver el título: ‘El Quijote’. Al abrirlo, cayeron al suelo dos cuartillas escritas a mano y una fotografía.
La fotografía, del tamaño de media postal, era de una mujer mayor y enlutada. A pesar de tener el rostro surcado de arrugas, sonreía. El pelo lo llevaba recogido en lo que se adivinaba un moño. Los ojos eran grandes y oscuros. Parecía hablar con la mirada, pensó Ceferino antes de girarla y descubrir que, por detrás, tenía dos renglones escritos con una letra muy infantil: ‘Siempre estarás en el corazón de tu madre’.
Ceferino tuvo que recostarse sobre la piedra de la pared. Cerró los párpados según se desabrochaba los botones del cuello de la guerrera y se llevaba la mano hasta el pecho. Le bastó el tacto para saber que su cartera de cuero seguía en el bolsillo interior. Allí, Ceferino guardaba otro foto distinta, la de su madre. Al dorso, las dos mujeres habían escrito lo mismo.
Escuchó al cabo Gonzalo llamarle desde abajo. Se acercó a la entrada y, haciendo un hatillo con una de las mantas en el que guardó los enseres de Geluco, lo despeñó hasta donde estaba el compañero.
Nada más regresar al interior de la cueva, recogió las cuartillas del suelo y empezó a leerlas. Era una carta de Geluco a su novia. Según leía la parte final, apretó los labios: « …te van a contar que estoy con otra mujer… convencerán a alguna del pueblo para que diga que la preñé… lo harán para que me delates… algún día esto se acabará y podremos estar juntos y en paz… Te quiero»
Ceferino leyó de nuevo la carta. Al terminar arrugó aquellas hojas. Hizo otro paquete con lo que quedaba por bajar y se lo lanzó a Gonzalo. Nada más hacerlo, acercó las cuartillas y la fotografía a la vela.
El cabo Gonzalo volvía a llamarlo cuando esparció las cenizas por la cueva. Después, se colgó al hombro la ametralladora y salió del escondrijo.
Aunque el sol le daba casi de frente, dejó que su mirada fuera ladera abajo. Por primera vez, no sintió una punzada en el estómago.
Según bajaban por el collado, en la puerta de la casa de piedra había una mujer enlutada sujetando a un niño de la mano. «Buenas tardes» dijeron los dos guardias cuando pasaron junto a ellos. A lo que el niño respondió:
—Dicen que murió Geluco, no sé si será verdad.
9
Fernando Cantero
Yo era un simple perro callejero al que la mayoría de los hombres de esta ciudad maltrataban. Me expulsaban de todos los sitios a patadas, me quemaban con sus cigarros mientras dormía y me negaban un trozo de carne que echarme a la boca. Por contra, aquellos soldados de habla extraña que se habían instalado meses atrás en nuestra tierra solían ser amables conmigo y con frecuencia me daban algo de comer o me regalaban una caricia en la cabeza si me acercaba a ellos. Sin embargo ese día elegí estar del lado de los españoles. Al fin y al cabo eran los míos…
Aquella funesta mañana salí de mi escondrijo en un pequeño solar del barrio de Maravillas, como de costumbre, y subí hasta la calle de San José. En el número 12 se alojaba el joven Gabriel, del que guardo bello recuerdo, ya que siempre me trató con cariño. Atravesé el portón, que estaba entreabierto y subí los escalones en su busca, pero no le encontré. Escuché a unas vecinas decir que los mozos habían bajado a la Puerta del Sol, donde al parecer, pronto se armaría bullicio. Sin entender bien qué significaba, caminé hacia allá y lo que vi al llegar me conmocionó.
Cientos de hombres y mujeres se agolpaban en aquella plaza y gritaban consignas en contra de los invasores. Vivas al Rey y mueras al Emperador. Entonces la tierra empezó a temblar. De las calles aledañas emergió una multitud de soldados, muchos de ellos montados a caballo y empezaron a cargar contra todo lo que se movía. Los míos se defendían de cualquier manera. Usaban por igual navajas, pinchos, garrotes o uñas. Herían sin miramiento a hombres y a bestias, tanto es así que por poco quedo sepultado debajo de un caballo que se derrumbaba sobre mí con las tripas fuera. Largo rato duró aquella carnicería en la que yo, lejos de acobardarme, ayudaba en lo que podía. Al ver como tres hombres trataban de descabalgar a uno de esos soldados de piel oscura me uní a ellos. Agarré al extranjero por la bota con mis colmillos y le hice caer al suelo, donde uno de los hombres se encargó de acabar con su vida. Luego me enteré de que aquel enorme soldado era un antiguo héroe de Austerlitz…
Poco a poco los invasores se hicieron con el control de la plaza. Los míos huían a la carrera por la Calle Mayor y yo, sin saber muy bien qué hacer, decidí volver por donde había venido y me deslicé entre las patas de los caballos, los cuerpos desangrados que se amontonaban en el suelo y los soldados que formaban ya una sólida columna destinada a acabar con la revuelta. Subí a la carrera hasta la calle de Fuencarral y encaré la de San José. Encontréla desierta así que decidí seguir el rastro de mi olfato. Abrí las rendijas de mi trufa y desgrané el aire hasta hallar un olor que me resultó familiar. Era el rastro de Pedro y Luis.
Corrí sin descanso hasta el Cuartel de Monteleón, en el que unos pocos se preparaban para combatir a muchos. Luis daba órdenes con determinación y frialdad mientras Pedro alentaba a la tropa con furia y calidez. Al verme aparecer, Luis rompió su férreo porte y se inclinó sobre su rodilla para acariciarme la cara y las orejas. Yo movía el rabo y le lamía sin parar. Sin embargo, al ver mi lomo manchado por la sangre de la refriega anterior, su sonrisa se tornó mueca. Me cogió del cuello y me susurró al oído: “Hoy moriremos aquí, cachorro. Al menos lo haremos juntos”.
Lo que ocurrió después pasó ante mis ojos sin apenas darme cuenta. Durante los sucesivos ataques me mantuve en primera línea, erguido y desafiante al lado de Luis, que no paraba de dar órdenes y alentar a soldados y civiles. Cuando los invasores consiguieron acceder al cuartel y empezó la lucha cuerpo a cuerpo me entregué a fondo. Saltaba y mordía a todo aquel que osaba acercarse. No dudaba en ponerme delante de las bayonetas si éstas amenazaban el cuerpo de los míos, a los que veía dejarse la vida. Ancianos, chicos, mujeres y hombres luchaban hasta que no les quedaba una gota de sangre en el cuerpo. Enfrascado en el combate caí en la cuenta de que había perdido de vista a Luis, de modo que cuando vi despejado mi flanco retrocedí en su busca. Di con él unos metros atrás. Le habían herido en una pierna y se apoyaba en el hombro de mi amigo Gabriel. El fuego había cesado por unos instantes y uno de los invasores le hablaba a Luis en muy mal tono. De pronto todo volvió a tornarse caos. Al tiempo que sonaban los cañonazos de nuevo, una bayoneta atravesaba el cuerpo de Luis y sacaba de mí un gemido de dolor al ver caer a mi capitán. Luego Pedro, Clara, Benita y tantos otros amigos fueron perdiendo la vida en ese lugar que nunca dejé de frecuentar, a pesar de todo.
Aquel día el invasor ganó. Pero de poco le serviría la experiencia, la preparación y contar con tan grande ejército cuando enfrente tenía a un pueblo capaz de unirse, aunque fuera sólo por una vez para luchar. No por España o por el Rey, sino a pesar de ellos. Por sus familias, por sus amigos, por sus vecinos, por sus casas. Entonces entendí que la lealtad o el coraje, esas virtudes que nos achacan a los de mi especie, a veces también la tienen los humanos.
10
Luisa Ruiz Chacón
Isabel se había quedado dormida después del largo viaje desde Évora. Había tenido que compartir, después de la larga tregua de Badajoz, el angosto espacio del carruaje con una dama parlanchina que no le había dejado cerrar los ojos ni un instante en la última jornada desde San Jerónimo. Durante todo el camino la camarera había estado quejándose del frío de la mañana o del calor del mediodía. Luego había intentado que Isabel la acompañara en una letanía interminable de avesmarías tamborileando sus dedos sobre las cuentas del rosario. Por fin, aprovechando un silencio de su compañera de trayecto, había caído en una duermevela de la que despertó cuando llegaban al primer arco que suponía el final del recorrido. Todavía tuvo que acompañar a su señora varias horas más en su lento paseo por las calles de una ciudad desconocida y engalanada, llena de tapices e inundada de un olor a incienso que le recordó por un instante los funerales.
Cuando consiguió retirarse a sus aposentos y meterse en el lecho, el cansancio y la añorada soledad le hicieron no acudir a sus obligaciones matutinas a tiempo. Había soñado que se encontraba en su casa de Beja bordando una tela para su ajuar. La tela era de seda y el dibujo simulaba un río ante un bosque frondoso. Ella se esmeraba en enhebrar un hilo dorado pero la oscuridad de la sala se lo impedía. De pronto una figura se acercaba sobre su labor inundándola de luz. Al levantar la vista su cuerpo se estremecía. ¡Esos ojos! El hombre soltaba la antorcha y el mismo perfume que la había acompañado en la llegada la inundaba hasta hacerla despertar.
La emperatriz le reprochó suavemente la tardanza pero el nerviosismo por la segunda boda hizo que olvidara pronto la falta de su dama preferida. Faltaban nueve días para los esponsales y, aunque la fatalidad de la fecha cuaresmal y el luto por la muerte de la hermana de su esposo no iban a permitir grandes celebraciones, era mucho lo que había que preparar. Isabel, agradecida por haberse librado de una mayor reprimenda y todavía angustiada por el sueño, se dispuso a sus tareas junto a las demás damas portuguesas.
Aquella noche se acostó con temor. Había estado todo el día imbuida en sus pensamientos y en el intento de poner nombre a esos ojos que estaba segura haber visto antes del sueño. Los había buscado entre la comitiva pensando que se tratarían de los de algún cortesano luso o de los de algún clérigo cercano a la emperatriz pero no había sido capaz de reconocerlos entre el bullicio del Alcázar. Le daba la sensación de que en ellos estaba su destino y más si unía esa visión al triste olor que aún percibía entre las sábanas. Tardó en dormirse y cuando lo hizo, volvieron. Ahora se escondían de ella detrás de los espejos de una sala de baile. Ya no había tela que bordar pero sí un paño colgado a la pared que representaba el mismo río entre los árboles. Sobre sus aguas, el cuerpo de una joven con las manos enlazadas. Se despertó entre sudores y llanto.
El sueño repetitivo, los ojos fijos en ella, el río, el bosque, la doncella muerta… hicieron que Isabel cayera enferma durante dos días. Al tercero, la pesadilla dejó de producirse y la dama se dispuso a acompañar a su señora en sus obligaciones sin recordar más aquello que la había desasosegado.
La llegada del emperador a Sevilla siguió los mismos siete arcos que la de su prima y esposa: puerta de la Macarena, Santa Marina, San Marcos, Santa Catalina, San Isidoro, El Salvador hasta llegar al último en las gradas de la Catedral. En la Puerta del Perdón se aglomeraron todos los caballeros del monarca. Entre ellos había algunos que habían visitado la corte de Évora con motivo de los primeros esponsales y que seguro ella habría saludado tímidamente en alguna celebración. No sabía sus nombres ni recordaba más de ellos que alguna referencia a las casas a las que pertenecían o quizás alguna confidencia sobre su gallardía por parte de alguna de las camareras más jóvenes. Su vida estaba predestinada a no verlos mientras esperaba su matrimonio con el toledano Antonio de Fonseca y su más que posible condena al enclaustramiento de parir hijos y ser una buena esposa.
Después del encuentro de los protagonistas de la boda, Isabel se dispuso a seguir a su señora uniéndose a la comitiva. Siempre la más cercana a la emperatriz, atenta en todo momento a sus necesidades, no tenía ojos más que para cuidar de su vestimenta y porte. Por eso, al principio, no reparó en el leve roce sobre su dedo, como un aleteo de pájaro, pero el escalofrío que la traspasó cuando lo percibió hizo que levantara la mirada y la volviera a la derecha. Los ojos con los que se encontró eran los mismos que había soñado y eran aquellos que nunca más volvería a contemplar.
Terminaron las bodas sevillanas y toda la corte, y con ella Isabel, se trasladó primero a Granada y luego a Toledo. Isabel nunca pudo saber que durante aquellos días, en los jardines del Generalife, se estaba gestando una historia, la suya, aquella que no llegaría a vivir.
Nunca sabría que esos ojos la nombrarían Elisa, la llorarían en su muerte temprana y la enterrarían en la dura oscura tierra. Y nunca que esos ojos la habían amado tanto como para cantarla en el Cancionero más hermoso de la literatura castellana.
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