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Selección del concurso de historias de superación

Selección del concurso de historias de superación

Más de trescientos relatos han participado en nuestro concurso de historias de superación, celebrado con motivo de la celebración de Día Mundial contra el Cáncer. El concurso, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros, cuenta con un jurado formado por los escritores Espido Freire, Lara Siscar, Paula Izquierdo, Juan Gómez-Jurado, Juan Eslava Galán y Miguel Munárriz.

El plazo para participar en este concurso, patrocinado por Iberdrola, comenzó el 24 de enero y terminó el domingo 4 de febrero, día que, desde el año 2000, fue instaurado como Día Mundial del Cáncer con el objetivo de aumentar la concienciación y movilizar a la sociedad para avanzar en la prevención y control de esta enfermedad.

El jueves 8 de febrero se difundirán los nombres del ganador y del finalista. El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para el otro texto finalista es de 1.000 €.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro

1


Sorteo Zodiaco

Jorge Juan

Los aspirantes llevaban esperando en silencio más de diez minutos. Ante ellos, un enorme bombo daba vueltas sin haber cambiado el sentido. Los destellos resbalaban por la superficie dorada y las bolas del interior se acumulaban sin llegar a avanzar en ningún momento. Algunas saltaban como palomitas y todas hacían un sonido similar al arrastre de las piedras cuando el mar se encuentra en retirada. En la cabeza de los elegidos los pensamientos también se acumulaban, saltaban y estrujaban haciendo aún más ruido.
– La elección se ha hecho al tuntún – les habían informado al meterlos allí.
Había cinco números, tantos como escogidos; luego cada número se repetía en distintas bolas, tantas como predisposiciones a recibir el merecimiento tenía cada uno.
– Aquí ganan quienes habitualmente no ganan – les habían dicho -. La vida también es así.
Entonces los desconocidos se habían agarrado de las manos.
Sara empezó a repasar su vida. Había trabajado, había disfrutado. Era una feliz madre de familia; separada también, pero, salomónica, propuso la custodia compartida. De vez en cuando le salía algún detalle de beneficencia, más de lo que muchos podían decir. Había vivido y permitido vivir. Todo parecía en orden hasta que empezó a notar un picor en una peca próxima a la marca del bikini. ¿Cuántas veces había aplazado a mañana la visita al dermatólogo?
A su derecha había un hombre con los labios agrietados que olía a reunión de ceniceros. Tenía las uñas amarillas y tosía continuamente; al menos lo hacía con la boca cerrada, aunque no bastaba para tapar el sonido a alquitrán que le subía hasta la garganta. Junto a él había una mujer de pelo encanecido y abundantes arrugas a quien ya le iba tocando ceder el testigo. Por lo que a Sara respectaba, dos personas acumulaban más papeletas que ella.
Respiró aliviada. Seguía inmóvil ante el enorme bombo mientras sentía el rumor de los pensamientos del resto, muy similares, estaba convencida, a los suyos.
– Al final todos somos humanos – les habían dicho también.
Al extremo izquierdo había una chica joven, y entre ambas un niño de unos nueve años sollozaba mientras las lágrimas dejaban su recorrido por su rostro. En menos de la duración de un pestañeo a Sara le vinieron a la mente sus dos hijos y una sacudida de malestar le encogió el corazón. Su anhelo de salvación se había convertido en una carga de egoísmo. Dudaba si, de tener la oportunidad de cambiarse por aquel niño, estaría haciendo lo correcto. Las certezas, prioridades e importancias se habían vuelto relativas. Estaban en un sorteo.
Entonces el bombo se detuvo. Las pelotas se arrastraron en conjunto. A continuación, un chasquido metálico se extendió por el silencio de la sala y hubo un sutil movimiento de reorganización en el interior.
La pelota del merecimiento cayó, rebotó tres veces y después cada uno de ellos la notó rodar por sus gargantas.
– El número cinco.
A excepción de un par, las manos se relajaron en una especie de suspiro táctil.
María tenía veinte años, cursaba segundo de psicología pero su sueño era dedicarse a las artes marciales, por lo que ni fumaba ni bebía los días de entrenamiento, que eran todos. Veinte horas antes de esta historia posaba ante una cámara sujetando su primer trofeo, el puño izquierdo a la altura del pecho y una mirada que manifestaba su ambición. Para Vero, su hermana pequeña de doce años, era todo un referente.
Jamás la habían golpeado tan fuerte.
– Las estadísticas han de cumplirse.
El resto de escogidos, ahora liberados, la miraron con pena, pero María sabía que les invadía el alivio. Lo había notado en sus manos, en cómo habían dejado de apretar para pasar a una presión suave y contenida.
Ahora qué.
Una joven convertida en otra estadística más.
Por lo que a ella respectaba, siempre había navegado a contracorriente. Si no había sido la gente volcando en ella sus prejuicios o límites autoimpuestos, había sido la vida minándole el camino de sus sueños. María, a base de esfuerzo, perseverancia y dedicación, había empezado a hacer de su sueño, su vida.
Entonces dijo:
– De acuerdo.
Y su mirada volvió a manifestar sus intenciones de futuro.

***

2

Palosanto

Natxo Hernández

Perder un trozo de alma es como perder una uña. El dolor es insufrible y la visión es fea y desagradable. Pero los dos traumas tienen en común que, con un poco de tiempo y sufrimiento, se rehacen.

En mi caso. Recuerdo perfectamente la densidad. Cortante y pastosa. La niebla no era niebla. El salón estaba vacío y sin embargo allí estábamos los dos. Ella apagando un cigarrillo mientras yo encendía un reproche. Ella encendiendo un nuevo reproche mientras yo apagaba otro cigarrillo. El cenicero repleto y mi alma hecha girones. En la UVI.

Un adiós explicado duele menos que un portazo. Dicen.

Es mentira.

No sé el tiempo que le llevó fabricar el adiós. Lo que sé es que a mí no me dio tiempo a acordonarme con cinta amarilla y luces de gálibo. Tampoco pude, (o no quise), ver el día exacto en el que situó las cargas de C4. Explosivo plástico. Explosivo básico fabricado con tantos “esto ya no es lo que era antes”, que de haberme regalado un “ya no te quiero, adiós”, yo lo hubiera cogido a cambio de todo lo que me quedaba, que por otra parte, no era mucho.

Mi primera combustión. Así fue.

Y el caso es que, a las 72 horas de aquel derrumbe incontrolado, en el epicentro del terremoto que sacudió el salón tres días antes, yacían, poéticas ellas, sus copias de las llaves del piso compartido, la mitad del último mes de alquiler en arrugados billetes de diez euros y mi vida rota en tantos pedazos que en aquel momento hubiese resultado más fácil aspirarlos que barrerlos. De aquella casa sólo me llevé mi mecedora de palosanto. Robusta y fiable, pero igual de incómoda que todos aquellos días.

Los amaneceres desde aquel día fueron otra cosa. Se mezclaban con los atardeceres y las madrugadas. Eternas. Muy cabronas todas las noches. Únicamente interrumpidas por el paso del camión de mi basura. Me jugaba a los chinos con el sol a ver quién despuntaba antes y siempre ganaba yo. Lo que veía en el espejo no me gustaba, y las cicatrices se abrían y cerraban como las branquias de una carpa en el capó de un coche.

La ansiedad me comía las migajas de alma que me quedaban. Me sentía pequeño. Absurdo. Prescindible. Pusilánime. Casi inexistente.

Nunca fui valiente para soportar realidades. Siempre me gustó descolgarme del último verso de todos los poemas. Así luego me vienen las hostias, en forma de endecasílabos y con la mano abierta.

Recuerdo esos días. Aquellos en los que veía cómo se evaporaba mi alma. Un vapor denso. Un humo de leche que ascendía lento, muy lento. Me tumbaba en la cama y contemplaba el ascenso imparable de mi voluntad hacia el techo pintado con gotelé y frustración a partes iguales.

Quedarse sin alma pesa mucho.

Volví a casa de mis padres. Dos vidas rotas desde el principio sea cual sea ese, nadie lo supo jamás. Eran un iceberg y un Titanic malviviendo juntos.

Mi padre me saludó con un mugido mientras mi mecedora de palosanto y yo entrábamos donde todo empezó. Casi al mismo tiempo que abría la puerta, con un desdén ácido y sin mirarme decidía retirarse a su trinchera muy lejos de todo lo que yo representaba. Mi madre utilizó un cobarde apretón de antebrazo y un suspiro lloroso como bienvenida. Supuraban decepción. La misma que debieron sentir cuando nací. La misma que no dudaban en tatuar en mi autoestima.

Duré poco allí. Demasiados silencios bombardearon las paredes de una habitación donde seguían pegados los posters de la SuperPop de mi hermana, el hedor a vino de mi padre y las palizas de hebilla previas a una resaca de silencio culpable.

Nada había cambiado desde entonces. Sólo una guerra fría perenne entre los dos y como siempre yo, situado como telón de acero en desayunos, comidas y cenas insoportables. Cáusticas.

Pero sucedió que la luz se hizo. Su luz. Fue en los soportales de la Playa Mayor de Madrid. Lo primero que vi de ella fueron tres dedos finos y huesudos que soportaban otras tantas uñas esmaltadas de color “rojo diablo”; los tres agarrando la tapa dura de una segunda edición de “Un mundo feliz” que yo tenía asido por el otro lado. Fue en un puesto improvisado de venta de sellos, soldaditos, cromos y libros ajados pero necesarios. Sonrió, y en aquella pequeña mueca labial yo caí, decidí pacer, acampar y pasar el resto de mi vida. Así de simple.

Los días siguientes fueron los verdaderos primeros días de mi vida. Saqué de casa de mis padres orgullo renovado, autoestima reparada y la mecedora de palosanto. Me trasladé a su casa. Empezaba a vivir.

Mi alma, tantas veces perdida, brilló nuevamente. Mi pecho se hizo más grande para dejar sitio al bombeo de un corazón que latía con mucha más fuerza. Mis pulmones filtraban aire fresco, verde y limpio.

Pasaron algunos años, pocos. Quizás fue el desgaste del alma. O puede que el ensanchamiento de mi pecho. El bombeo de mi corazón. Los pulmones respirando vida. Puede que todo junto.

El caso es que tu madre y yo pasamos de pediatría a oncología en la misma semana.

Una vida se va, la mía. Una vida llega. La tuya.

Desde la mecedora de palosanto te escribo esta carta de superación, que es dura como esa madera de la mecedora desde donde te escribo que sobre este fui yo.

Quiere mucho. Quiere siempre. Sé ave fénix. Sé generoso en la victoria y humilde en la derrota. Adora a tu madre. Respétala. Ama a las personas y usa las cosas. Empatiza con el dolor ajeno. Sé honesto en las decisiones. No mientas. Lee. Cultiva tu intelecto y riega tu alma para que nadie pueda engañarte. Busca el amor verdadero y defiéndelo con pasión. Serás lo que quieras ser. Rodéate de amigos. Hazlos fieles. Reza a la vida y agota tus ganas de vivir cada minuto.

Sé feliz hijo mío.

Te quiere: Papá.

***

3


Carta de despedida

Raquel Jiménez Jiménez

Desde este rincón oscuro espero el final. Estoy rodeado de bolsas y sé que detrás de los plásticos que tratan de cubrirme estás tú. Que estás tendida en esa cama aséptica desde hace unas horas, que tratas de recobrar la conciencia, que, sin duda, cuando despiertes me echarás de menos…

Desde este rincón oscuro recuerdo cuando te lo dijeron. Recuerdo que te llevaste las manos a la cabeza y lloraste un poco. Poco, porque no podían verte llorar los niños. Pedrito y Elena sollozaron a escondidas hasta agotarse cuando estábamos en la cama. Pedro, su padre, me acarició durante estas semanas con una dulzura inagotable.

Desde este rincón oscuro recuerdo el último beso de Pedro. El que nunca volverá a darme. Hace unas horas, cuando ya estábamos en el hospital, tú tumbada en esta cama con el camisón abierto, despejado sobre mí. Llegaba el momento de entrar en quirófano y Pedro se inclinó amoroso sobre tu cuerpo, besándome sobre el pezón. Aún recuerdo su cercana sombra y su aliento cálido y los segundos de amor que me llevaré siempre conmigo.

Desde este rincón oscuro echo de menos a Pedrito y Elena: cuando me succionaban con fruición, las veces que los acunaste sobre mí, recuerdo sobre todo su olor a inocencia. Echo de menos cómo te palpitaba el corazón (y me golpeaba) cuando ellos estaban cerca, cuando les ocurría algo malo, cuando tenían fiebre o venían llorando del colegio.

Desde este rincón oscuro sé que echaré de menos todos los besos. Los de Pedro y los que vinieron antes. Echaré de menos las caricias en la noche, las tuyas y las de otros. Echaré de menos que me laman y que disfrutes con ello. Echaré de menos la mano de Pedro apoyada sobre mí al dormir, controlando tus latidos, cuando todo iba bien.

Desde este rincón oscuro sé que, sin duda, cuando despiertes me echarás de menos. Esta es la lucha, amiga. Ha sido siempre así. Era caer yo ahora o caer tú en un futuro muy próximo. Aún recuerdo que te llevaste las manos a la cabeza en la consulta del doctor y me palpaste con cariño mientras las lágrimas caían…

Desde este rincón oscuro espero el final. Espero mientras cierran estas bolsas oscuras que me cubren. Espero que te recuperes pronto y vuelvas a sentir las caricias y los latidos, y el futuro que ha de llegar. Espero que vuelvas a sentir los besos y que poco a poco dejes de echarme de menos. Yo no soy tan importante, amiga, lo importante es vivir.

Un abrazo, tu pecho

***

4


Se acabó la función

Marta Murga

No lo sé, no tengo ni idea de quién soy, porque todo lo que he sido durante los últimos seis años se ha terminado, y jamás pensé que la palabra remisión completa provocara esto en mi: incertidumbre y soledad. Mi principal compañero todo este tiempo no ha sido mi hermano, ni siquiera mi madre, ha sido quién ha dado sentido a mi convalecencia, a mi cansancio, y a mi dolor, ha sido mi cáncer, porque por mucho que todo el mundo se empeñara en hacerlo suyo también, egoístamente afirmo que era mío.

Cis platino, 5 fluoracilo, imatinib, y morfina, mucha morfina; PET, PET-TC, isotopo en váter del futuro que evite la radiación, resección, resecable, o peor, irresecable. Esas eran las palabras que más se repetían en el guión de esta obra que parecía que nunca iba a dejar de estar en la cartelera, enunciadas siempre por los mismos visitantes vestidos de verde y sus afiliados con bata y un fonendo mal colocado por sus apenas veinte años recién cumplidos. El pasillo de 14 metros de distancia era el escenario y las mascarillas el telón que nos separaba del resto. Y así, noche tras noche, el reconocimiento siempre llegaba, siempre protagonista, inagotable. Existo y no me marcho, y gracias a mí te conocen, te quieren. Me necesitas ¿verdad?

Y ahora, cuando parece que definitivamente tu ausencia está presente, y que esto supone una realidad en la que no hay teatro donde actuar, me encuentro solo en un escenario sin una distancia delimitada y sin un guión al que poder recurrir, con una vida cuyo fin dista mucho de la finitud, al menos percibida por un joven que se siente adulto y temeroso de admitir, que la vida, empieza ahora.

***

5

Carpe Diem

Alba Machado

«¿Para qué sirve la literatura? >> cada año, distintos alumnos y todos me hacen la misma pregunta, siempre busco el mejor modo para explicarles que la literatura forma parte de sus vidas, de lo que le preocupa al ser humano, algunos me comprenden aunque después lo olvidan, la rutina claro está los devuelve al fragor de los minutos que pasan, sin que ocurra nada, los minutos son eternos, como ese poema de Quevedo “ soy un fue, un será y un es cansado”como los cinco minutos en que Amanda iba a visitar a Manuel.
Suena la campana y los alumnos abandonan el aula en un estrépito de sillas y cremalleras, inocente juventud, este instante me produce nostalgia, la gente se reiría por lo evidente y por lo prosaico de comparar el aula vacía con lo efímero de nuestra existencia, pero es solo un instante contundente, profundo en que siento mis células sucumbir, recuerdo cuando yo misma abandonaba las aulas y el futuro próximo era llegar a casa, solo eso llegar, quizá mi vida no ha cambiado tanto.
Cuando despierto de mi ensoñación el futuro no existe, solo ese presente, esas “sucesiones de difunto” que yo decido ahogar con una cerveza, hace sol y Fernando, el espetero, como todos los días del año, está asando las sardinas. El viento no me molesta y las agujas del reloj ya no cuentan para mí, sonrío al pensar que esa es mi respuesta, para esto sirve la literatura”.
Escribí esto recordando a mi profesora Carmen, todos los días mostraba entusiasmo por su trabajo y nos explicaba una y otra vez que la literatura era necesaria, porque el ser humano sufre cuando no entiende, porque la vida te da reveses que uno no espera y por eso es hermosa, emocionante. Comentaba esto sin recurrir al ejemplo fácil de la bestia que la desafiaba cada día desde hacía años. Nos hablaba del mito de Sísifo y no se le ocurría hablar aquel pedrusco que ella tenía que volver a subir a la cima, con más o menos energía pero con perseverancia, como si aquellos textos solo nos pudieran hablar a nosotros, de nosotros, de nuestras minucias, de nuestras absurdas preocupaciones.
Cuando lo supe, me enfadé conmigo misma por haberla criticado algún día, por haberle puesto motes, por no haber atendido lo que debía. Me ofusqué porque cuando alguien hace algo admirable y no presume de ello, no se muestra, uno se siente vulgar, pequeño, he observado que a muchos de nosotros nos tienta la idea de recibir la compasión de los demás.
Entonces la vi, vigilancia de recreo, tomaba el sol y sonreía, y pensé que ella había olvidado decirnos que la literatura no es más que el testimonio de la vida, de la superación, ella tenía que ser un personaje literario para cerrar aquel círculo de la utilidad de la literatura que comenzamos cuando me explicó por qué Machado había escrito un poema dedicado a un olmo viejo, con una ramita verde.

***

6

Ginger & Fred

Jorge Fernández-Bermejo

Lo primero que hizo cuando se lo diagnosticaron fue comprar flores. Volvió a pintar las paredes de todas las habitaciones de su casa, eligió el verde pistacho, era su color favorito. Luego se echó un novio argentino, Armando, un hombre apuesto, viudo como ella, y como ella, de vuelta de todo desde hacía tiempo.
Mi madre era una mujer decidida, independiente, nunca se arrugó ante nada, y ahora tampoco lo haría. No le gustaba la palabra cáncer, e igual que Salvatore hablaba de “la rusca” en aquel libro de Sampedro, ella lo llamaba simplemente “Eso”.
Armando y Rosa, mi madre, se adoraban, sus miradas cómplices, las caricias, los besos, las risas, eran el lenguaje de quien vive en un mundo de dos y no necesitan a nadie más. Cierto es que a veces parecían un par de adolescentes, un día mi madre se presentó con la marca de un chupetón en el cuello, y no crean que lo disimuló, más bien lo lució orgullosa, al verlo, mis hermanas y yo explotamos de la risa. Cuando dejamos de reír empezó a hablarnos sin tapujos del sexo con el argentino, y cuanto más escandalizadas estábamos, más subía el tono de sus  comentarios procaces, hasta conseguir ruborizarnos del todo. Algo parecido hubiera sido impensable cuando papá vivía, en cierto modo, mamá se había liberado de toda la represión de un matrimonio católico, apostólico y romano, siempre le gustó disfrutar de la vida, y ahora lo estaba haciendo, no tenía por qué autoflagelarse por ser feliz y por parecerlo. He de confesar que llegué a sentir envidia, no sé si sana, pensando en mi frío matrimonio.
“Eso” se llevó su precioso pelo negro, pero ninguno de los dos dramatizó al respecto, todo lo contrario. Sin previo aviso después de la ducha y el secador, se arrancó sin querer un mechón de pelo, al que siguió otro y otro más. Una vez acumulados en su regazo, exclamó entusiasmada: «¡Qué suerte tengo!, necesito un jersey, ahora tengo reservas de lana, alta calidad.» Su humor negro era proverbial, enganchaba a todo el que la conocía. Por la tarde, Alberto buscó en internet un catálogo de pelucas, escogieron joviales entre risas.
Con peluca negro profundo, cara de media luna por el efecto de los medicamentos, disimulada hábilmente por el brillo del maquillaje, y unas cejas pintadas con sutileza, jugaba al bingo el día de su sesenta cumpleaños. Parecía Norma Desmond en Sunset Boulevard, con sus dos ojos verdes y rotundos abiertos de par en par. Invitó a champán a una pareja muy simpática, incluso se permitió un par de cigarrillos, ya en casa, hicieron el amor, me lo contó al día siguiente y me pareció muy tierno.
No todo fue una fiesta, Armando estuvo allí las noches de hospital, las de insomnio y vómitos, cuando la enfermedad atacó con más virulencia. Su brazo fue el que la sujetó en pleno Callao, el día que perdió el conocimiento y se desplomó. Con el paso del tiempo, ya casi no recordaba las largas estancias en Puerta de Hierro, donde llegó a leerse la saga Millennium al lado de la cama, o las noches en las que tenía que cambiarle la cuña, y avisar a la enfermera para sustituir el goteo, hasta que aprendió a hacerlo él solo.
Hoy tienen su primera clase de baile, Armando la convenció después de una cena romántica, y como buen porteño la engatusó con su plática elocuente e irresistible. Por supuesto estoy aquí, con ellos, no me podía perder a Ginger y Fred, agarrados, dan vueltas en la pista como un trompo, así se alejan de la tempestad, del violento juego de las olas, como dos náufragos enamorados en mitad de una noche fría.

***

7

Mae Crag

Ramón J. Soria Breña

¿Cuántos años tienes? Le preguntaste cuando abrió los ojos. Veintinueve. Le besaste los labios secos y algo hinchados para beberte su sabor o el sabor del sueño. Sí, era muy joven y sin embargo sentiste que estaba cansada de vivir, o tal vez fuera al revés. Era la vida la que se había cansado de ella dos años antes. Un veinte por ciento, me había dicho el médico. Cuando iba al casino solo sabía apostar a la ruleta a par o impar. Con menos de un cincuenta por ciento de posibilidades no había esperanza. La maldita formación de económicas, no hay magia en los números. Solo certezas. Un veinte por ciento, joder, con veintisiete años. La quimio me mataba. Solo quería morirme pronto. Envidiaba a esos dos amigos que habían tenido la valentía de suicidarse. No quería que nadie me viese así, cadavérica, sin pelo, con unas ojeras amarillas que me daban miedo. Un día vino el viejo a verme. Sabía lo del veinte por ciento. ‘Vamos a casa chiquilla. He hecho arreglar la casa de los guardas. Allí estarás bien. El ama te hará unos buenos desayunos de pan con aceite y tomates maduros del huerto para que recuperes el color. Ya les he dicho a los médicos que se dejen de mierdas. En cuanto se te pasen los efectos de esta sesión pide que te bajen. Te espero en el coche’. Y me fui con el general. Una semana después llegaron los resultados de los análisis. Estaba curada. ¿Cuántos años? No sé. Pero eso nunca se sabe. Mira el viejo: tenía que haber muerto muchas veces en la batalla de la Ciudad Universitaria y sin embargo no le rozó ni una bala. Será cosa de familia.

No te duraban los novios más de dos semanas, tanto en Madrid como en Londres. Puntuales compañeros de amor, no soportaban a una mujer como tú. Solían huir atemorizados o recelosos de tus fuerzas, tu valentía o tu inteligencia. Por ejemplo, para decir NO en medio de aquella reunión de los asociados en la que se decidía, cosa hecha, puro trámite, la compra de Arax Company. No era un secreto que Winston London, uno de los jefazos de la firma, tenía un buen paquete de acciones. Tras ese NO cristalino y fuerte, deshojaste casi entre susurros los argumentos que explicaban el desastre seguro que iba a suponer la adquisición de Arax, la trampa envenenada que se escondía detrás del aparente chollo. Patentes vencidas, fuga de ejecutivos, falsas innovaciones, beneficios apañados. Te estabas jugado el pellejo teniendo en cuenta que estaban sobre la mesa dos mil doscientos millones de dólares y que, después se supo en detalle, el beneficio que se hubiera embolsado Winston London por lubricar los goznes de la operación y vender su paquete de acciones el día después sería de un diez por ciento, doscientos veinte millones de nada. La cara del honorable socio fue adquiriendo un tono rosado a medida que veía peligrar primero y luego evaporarse después las ganancias de un enjuague que llevaba preparando tres años. Días después se tuvo que ir de la firma, sin cena homenaje ni despedida entre aplausos. A Mae le pusieron un par de guardaespaldas durante una buena temporada porque el cabreo del humillado daba para pagar media docena de profesionales. La firma le dio unas palmaditas en la espalda y sufragó los gastos de los gorilas protectores, pero no hubo movimientos de ascenso, ni gratificaciones para Mae a pesar de que su NO había salvado a la firma de un batacazo seguro. Sí, Mae era minuciosa, hacía los deberes, exprimía sangre de su hoja de cálculo, sabía dónde llamar para desentrañar la verdad y cómo mirar detrás de la hojarasca lustrosa de las cuentas de resultados. La niña encantadora, la chica aplicada, la dulce y culta Mae era la mejor broker de la firma, aunque le escociera la entrepierna a más de uno. Porque los tíos, sus compañeros, sus jefes, tan educados, tan masterizados cum laude, tan políglotas y mundanos tenían siempre bajo el caparazón de buenas personas al cavernícola machista falócrata y se les arrugaba el pene a tamaño cucaracha cuando esa tía tan buena a la que se estaban tirando se corría antes que ellos y salía a fumarse uno de esos Partagás que le había regalado un cliente satisfecho por sus valiosos informes. Ver a esa chiquilla desnuda en la terraza helada de sus apartamentos londinenses fumándose un habano más grande que sus penes antes de perder la virilidad descolocaba al más arrogante seductor de la oficina. Más de uno y más de tres visitaron con su mujer al terapeuta sexual después de una noche de cama con Mae. Por eso, cuando la niña se despidió sin muchas explicaciones y volvió a Madrid, todos resoplaron aliviados y más de cuatro hubieran pensado eso tan católico de se lo merece por lista, por guarra, por mujer y por creerse mejor que nosotros y demostrarlo si hubieran sabido que el motivo de su huida era un jodido cáncer agarrado a su pecho.

Tú no sabías entonces nada de ese pasado. Solo sabías que te gustaba escuchar cuando te llamaba idiota antes de besarte muy rápido y seguir mirando la carretera. Idiota por nada. Como el mejor de los halagos, solo por estar ahí camino de Madrid, mirando su perfil con los ojos locos del amor. Mae. Como Mae West.When I’m good I’m very good, but when I’m bad I’m better. Dios sabe cuál sería la fantasía de su padre o de su madre cuando le pusieron el nombre o la cara del cura el día del bautizo. Mae, morena, delgada, extraña, seria. Tenía en alguna esquina de su corazón ese genio de la otra Mae, esa forma de reírse de la vida y aguantar, de no conformarse y nunca, nunca darse por vencida. Detrás de su aparente fragilidad era una mujer indestructible. Pero eso también lo supiste después, cuando ella ya no estaba contigo y te quedaba a ti contar esta aventura. Mae, su voz en tu oído antes del amanecer, el olor de su aliento, la forma en que te abraza.

***

8

Víktor

Ricardo Montes de Oca

El doctor Emil Lazar había creído que desde su resurrección nada podría asustarle. Pero allí estaba, temblando a pesar de su nueva naturaleza, controlándose para que su creadora, Olivia Drakos, una rubia con los ojos verdes más bonitos del mundo no se percatara de que su pupilo era un cobarde.
-Tranquilo –le susurró mientras lo acompañaba por los pasillos de la mansión.
Bueno, pues tocaba de nuevo hacerse el hombre, aunque aquello ahora había dejado de importar, concretamente 15 días atrás, cuando la bella Olivia lo abordó en un café de la alameda, se lo ligó en unos minutos y, ya en su pequeño apartamento de estudiante (“solo para mí… y para ti”), en vez de follárselo, le chupó la sangre y acabó con su vida. Y algo más.
Qué vergüenza. No solo había llorado e implorado por su vida a la vampira, sino que en el momento del ataque, cuando sintió los colmillos de la mujer en su cuello, se había meado encima. Y a Dios gracias que se había parado ahí. Luego, cuando sus fuerzas mermaron y dejó de defenderse, se preparó para morir. Y entonces se vio tendido en el suelo, bocarriba, inmovilizado por ambos brazos. Y encima de su rostro, pendiente de él, ensimismada, Olivia lo miraba con la boca llena de sangre y un mechón de pelo suelto.
“Joder, pero qué bonita es la hija de puta, si está a punto de llorar.”
Y de hecho lloró. Y al ver sus lágrimas, Lazar casi la hubiera perdonado a pesar de que acabara de chuparle un litro de sangre. Por cosas peores pasaban algunas parejas.
-Qué bello –gimió la mujer.
El joven médico se consoló por expirar entre los brazos de aquella belleza salvaje. Ya ni siquiera estaba asustado.
Sin embargo, ella no lo dejó morir. Olivia Drakos lo había elegido para alimentarse aquella noche. Era guapo, joven, lleno de sangre. Pero ahora, en su apartamento, mientras moría y lo miraba a los ojos, apreciaba toda la belleza en su expiración.
-Vivirás –le dijo.
Y luego lo besó y la sangre comenzó a entrar en la boca de Emil.
Dos días después resucitó para conocer en carne propia que los vampiros existían. Ella le enseñó todo. Los mitos de los que podía reírse (espejos, ajos, cruces, transformaciones) y los límites de la especie que debía respetar (el fuego, el sol, la decapitación). También le trajo a su primera víctima: un individuo pasado de rayas y alcohol. Le rompió la espalda antes de alimentarse de él.
De eso hacía dos semanas. Y esta noche Olivia le había citado en la mansión de Víktor.
-Es el líder de nuestra estirpe, el más sabio y poderoso, cuida de nosotros. Y ahora quiere conocerte, darte la bienvenida a la gran familia. Por eso antes quiero contarte su historia, quiero que comprendas su sacrificio.
>>Víktor huyó del Viejo Mundo a finales del siglo XVI, cuando los hombres y el fuego encontraron su tumba. Ya no se sentía seguro en la tierra de sus antepasados, así que se embarcó hacia Nuevo Mundo. Pero lo que no consiguió el fuego casi lo logra el agua, y su barco naufragó un atardecer en mitad del Atlántico.  Acabó en un islote pedregoso con dos supervivientes más: una madre y un niño. Víktor los salvó, había pensado alimentarse de ellos mientras aguardaba otro barco. Durante unos días, se las apañó para cuidar de ellos y ocultar su secreto al mismo tiempo. Cazó, construyó un refugio y hasta hizo fuego. Sabía que era cuestión de tiempo que el hambre le venciera y acabara devorando a aquellos dos infelices. La sangre de los animales (gaviotas y peces) lo envenenaba día a día.
>>Pero día a día, también, Víktor se fue enamorando de la mujer, de aquella pobre viuda, y se encariñó igualmente del pequeño hijo de cinco años. Él, que ya ni recordaba a su propia familia, se encontró con una nueva en mitad del océano. Y le afectó hasta tal punto que decidió ligar su destino a la suerte de aquellas criaturas. Así que nuestro padre decidió ayunar hasta la inanición con tal de que Eva y el joven Arminius sobrevivieran.
>>Pasaron las semanas y Víktor contó su secreto a la mujer y al niño. “Necesito que sepáis la verdad, solo así estaréis más seguros”. Y mientras tanto, el vampiro enfermaba entre ataques de locura que aplacaba clavándose los colmillos en sus muñecas y los accesos de felicidad en los que cuidaba de Eva y Arminius.
>>Un día, al atardecer, cuando Víktor salió de su refugio de piedras, el vampiro se percató de que la madre y el niño se habían ido. Descubrió las huellas. Un barco. ¡Los habían rescatado mientras él dormía! Nunca llegó a saber si Eva intentó esperarlo o alertó a sus rescatadores a que se dieran prisa. O quizás fuera el niño. O ambos. Pero se sintió feliz. Su mayor miedo había sido devorarlos, dejarlos secos como un pedazo de carne en salazón. Y había vencido, había logrado superar su hambre… para verse solo.
>>Víktor tardó más de 100 años en alcanzar las costas del Nuevo Mundo. Se llevó varado allí casi la mitad del tiempo. Jamás supo de Eva o de su hijo. Jamás volvió a probar la sangre de un hombre.
Emil asintió cuando Olivia terminó el relato. Habían llegado a la puerta de la biblioteca de la mansión de Víktor. Dentro, junto a más de 20.000 volúmenes, esperaba su dueño.
-Tranquilo –dijo otra vez Olivia mientras lo besaba-. Entra.

Emil entró. Tenía muchas preguntas que hacer a ese padre de vampiros. Y la primera, por supuesto, era como sobrevivía sin la sangre humana. Y entonces lo supo. Quiso volverse para escapar pero no le dio tiempo. En un segundo Víktor lo alcanzó y le partió el cuello al tiempo que enterraba sus colmillos curvos y amarillentos en su carótida. La sangre sabía muy bien, pensaba Víktor mientras sorbía lentamente. No se olvidaría de felicitar a Olivia.

***

9

Caos

Carmen Grau

Tranquila ya lo estoy. Poco a poco voy poniendo orden en mi vida, aunque empiece por el final. La esperanza me ha renovado las ganas de luchar, de agarrar esta segunda oportunidad.

En el hospital todavía hablan de su caso, tan excepcional. La paciente no era un dechado de salud, que digamos. Para empezar, achacaron a su obesidad el hecho de que hubiera tardado tanto en notar el bulto extraño. Pero la fertilidad es así: unos la tienen y otros no, y a veces es imposible descubrir las razones.

Su unión se fortaleció. Y aunque llegarían otros retos que les volverían a hacer tambalear, esos pertenecen todavía al futuro y no tienen ni cabida ni relevancia en esta historia.

que la quimioterapia me lo habrá matado todo, hasta la posibilidad de dar vida. la prueba salió positiva, le digo. me responde que esas pruebas no son de fiar, pero si me quiero ir a casa tranquila, me harán una aquí en un momento.

Lucas nació el mismo día que su hermana Ella, tres años después.

pues no es por llevarle la contraria, le digo al médico, que usted ya sabe que soy muy atolondrada, que mi vida siempre ha sido caótica y que asumo total responsabilidad de lo que me pasó los malos hábitos me pasaron factura el médico me interrumpe para decirme que no me culpe de algo sobre lo que no tuve ningún control le contradigo insisto en que yo soy dueña de mi cuerpo y si no yo al menos sí lo es él mi marido el padre de la nueva criatura que llevo dentro el médico me responde que eso es imposible y que me lo quite de la cabeza que no volverá a pasar

La operación fue un éxito y también el tratamiento, pero durante años ella lamentaría haberse perdido los casi dos primeros años de vida de Ella. Nunca había sido una buena paciente y no lo iba a ser ahora de repente, atacada por lo peor que le puede pasar a alguien. Durante esos dos años él se ocupó de todo: de cuidarla a ella; de alimentar a la niña, jugar con ella, llevarla e irla a buscar a la guardería, y leerle un cuento cada noche, y de aportar el único sueldo para mantenerlos a flote; dormía solo cinco horas y no siempre por la noche.

El tiempo pasó. La niña ya hablaba un montón, y corría. Un día la llamó mamá. Y a ella le dijeron que estaba curada pero que, por descontado, no volvería a concebir.

que yo no quiero perder el pelo oye le digo y derramo un nilo de lágrimas o un amazonas que nunca me acuerdo cuál es más caudaloso y él me responde que el pelo crece sin que hagas nada pero que te van a quitar un ovario joder eso es más serio y la quimio es para prevenir para asegurarnos de que no se escapa ninguna célula maligna por ahí es por tu bien

El veredicto médico fue rápido, fulminante: tumor maligno. Y no en el estómago, sino en un ovario. Él, siempre práctico, pensó: Ella llegó en el momento oportuno, adelantándose al mal.

Los inundaron de información, les pidieron calma pero les urgieron actuar sin dilación. La palabra quimioterapia les resonó en los oídos como una maldición.

es como una piedra que va creciendo llega un día en que es tan grande que parece que esté embarazada otra vez y eso que no he logrado quitarme los kilos de más o sea que estoy gorda gordísima diría yo me la masajeo pero no baja es dura como una piedra ya te digo por fin le digo a ti qué te parece que puede ser esto y él me contesta nos vamos ahora mismo al hospital

Se conocieron en la universidad en 1993. Aunque no estudiaban lo mismo, sus facultades estaban una al lado de la otra. Ninguno de los dos pasó del primer año de carrera: el enamoramiento los distrajo. Empezaron a salir y, como tantas parejas que se hacen novios de jóvenes y continúan juntos casi veinte años después, sufrieron rupturas. Sin embargo, siempre volvían a encontrarse.

Diez años más tarde, un embarazo inesperado les llenó la vida de Ella —pronunciado ela— y les salvó de otra ruptura que quizá hubiera sido la definitiva. Desde entonces dicen que Ella les hizo superar la crisis de los diez años.

Cuando la niña cumplió seis meses, la vida les envió otro reto. En forma de bulto en el estómago.

mi vida es un caos siempre lo ha sido y ahora más que nunca me acaban de dar el diagnóstico salimos de la consulta del médico y él me tiene que aguantar de un brazo porque por poco me caigo y me rompo la crisma al menos ese sería un final más rápido

***

10

Los quizás y el monstruo de debajo de mi cama

Mireya Jiménez Ruiz

Y te lo cuentan y no te lo crees. Y te lo repiten y sigues sin creértelo. Y piensas que esto no te está pasando a ti. Que quizás… pero ese quizás es solo un intento desesperado de huir de la realidad. Una realidad que está frente a ti, en este preciso momento, y que mueve los labios y al que no escuchas. Que se arma de paciencia porque está acostumbrado a soltar esta triste retahíla y que quiere terminar contigo para poder pasar al siguiente paciente, que lo mismo hasta corre con tu misma suerte. Le entiendo, no debe ser agradable tener que dar estas noticias. No está en la lista de deseos de nadie al levantarte por las mañanas. No sé… en realidad no me estoy enterando de lo que tengo, aunque no debe ser nada bueno. No me quiero enterar. Quizás… si cierro los ojos y no le veo, ¿desaparecerá como el monstruo de debajo de mi cama? Voy a probar. Nada. Repito por si a la primera no lo he hecho bien. Mismo resultado, nada. Este es más fuerte. Venga, tendré que ser también más fuerte. Mucho más.
Vuelvo a casa, no sé cómo pero lo he hecho. Me suena el móvil. Lo escucho a lo lejos, como todo desde que empezara con esas palabras… ¿Habré traspasado los límites del sueño? Quizás aún sida dormida. Quizás todo sea una pesadilla de esas de las que no te puedes despertar. Quizás… quizás tan solo sea el día de los quizás y esto no haya ocurrido, ni vaya a ocurrir, ni tenga que ser más fuerte que el monstruo de debajo de mi cama.

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