Aquí puedes leer las veinte historias que optan a los premios de nuestro concurso #AmoresDeVerano. Este jueves, 31 de agosto de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Este concurso está patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios.
Para participar era preciso escribir un texto en internet en lengua española que incluya la palabra VERANO. Dicho texto debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los usuarios hayan publicado el texto en sus blog, Facebook o Twitter, tenían que inscribirse registrándose en el Foro de Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/amores-de-verano-en-zenda/. Además, podían difundir su anotación en las redes sociales (Facebook o Twitter) mediante el hashtag #AmoresDeVerano.
El jurado que valora la calidad literaria y la originalidad de los textos lo forman los escritores Juan Gómez-Jurado, José Ovejero, Lara Siscar y Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez. El primer premio está dotado con 2.000 € en metálico. El premio para el otro texto finalista es de 1.000 € en metálico.
El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las veinte historias seleccionadas.
1
Enamorado de Barbarroja
Juan M Ramírez García
A un extremo de la plancha me encontraba yo, y al otro, la rabiosa tripulación del Isabela. Varios metros por debajo de mí, el mar del Caribe, rebosante de tiburones. Hambrientos, deseosos de hincarme el diente, nadaban en terribles círculos, esperando mi caída final y mi adiós a este mundo. Sólo mi sable, amenazante al final de mi brazo extendido, evitaba que aquellos malditos rufianes del Isabela me arrojaran a las aguas sin mayor contemplación.
– ¡Quietos todos! – gritó de pronto una voz, seguida de un cuerpo que en un alarde de equilibrio, se interpuso entre la furiosa turba de marineros y yo.
– Que nadie se atreva a dar un paso, o se las verá con mi acero – continuó aquella súbita aparición, una mano sujetando un alfanje, y la otra asiendo aún el cabo del que se había valido para, balanceándose desde el palo de mesana, llegar hasta aquella plancha vacilante en la que nos encontrábamos.
– Pero vamos a ver, si tú eras la princesa, cómo vas a ser ahora un pirata – dijo Miguelito.
– Porque me da la gana, si quieres ser tú la princesa, por mi encantada – dijo Alicia.
– ¡Yo como voy a ser una princesa, si no soy una chica! – se quejó el aludido, buscando el apoyo del resto del grupo. Manuel y Diego le daban la razón, pero claro, ellos formaban parte de la tripulación del Isabela, cómo no iban a seguirle la corriente a su capitán.
– Pues yo creo que, si Alicia quiere ser un pirata, pues que lo sea – dije yo. Por la cuenta que me traía. Un paso en falso y caería desde aquella tabla que habíamos colocado sobre la acera, hasta el asfalto recalentado por el sol. Cierto que aquella caída no podría ser más de media cuarta, en la vida real, pero a nuestros tiernos ojos de niños, seguían siendo aguas infestadas de tiburones.
– Además ser princesa es un aburrimiento. ¿Todo el día esperando que alguien me salve, o me rapte? Es una injusticia – afirmó ella.
– Pero es que Raúl… – comenzó a decir Diego.
– El pirata Drake – le corregí.
– Pues el pirata Drake ya estaba a punto de espicharla.
– Eso te lo crees tú, tenía una pistola escondida, que no habíais visto – me quejé.
– ¡Pues yo un escudo! – gritó Manuel, que siempre tenía algo más que el resto.
– ¿Cómo va a tener un pirata un escudo? – se quejó Miguelito.
– De rayos láser – aclaró Manuel.
Miguelito se llevó una mano a la frente y compuso un gesto afligido. La verdad es que el pobre lo pasaba mal con aquellas mezclas de género. Siempre fue un purista, incluso aquel verano infantil de hace tantos años. Si jugábamos a vaqueros y a indios, no podía de pronto aparecer una nave espacial, o un tanque. Si era a policías y ladrones, le fastidiaba sobremanera que de repente Manuel afirmara que él tenía un robot gigante.
– ¡Manuel, Diego, a comer! – sonó, potente, a través de la ventana del quinto, la voz de la madre de los hermanos. Salieron corriendo instantáneamente, sin siquiera despedirse.
– Hala, no es justo – dijo Miguelito, que de repente pasaba a estar en minoría. Nos abalanzamos sobre él, haciendo que cayera al suelo, y mientras yo lo sujetaba contra la acera, osea, contra las carcomidas tablas del Isabela, Alicia reclamaba el mando del barco y la victoria definitiva del intrépido Drake, y el temido pirata Barbarroja.
Miguelito se levantó un poco enfadado. Como a todos los niños, no le gustaba perder.
– Pues sigo creyendo que no puedes cambiar de princesa a pirata porque sí.
– ¿Tú qué dices Raúl? – me preguntó Alicia, mirándome a los ojos.
Y yo creo que fue allí que me enamoré del pirata Barbarroja.
***
2
Eley Grey
En el sitio donde vivo nos sumergimos en el agua nada más nacer. Lo hacen los adultos, los que nos traen al mundo. Ellos nos tiran al mar para que le perdamos el miedo, porque no podemos crecer temiéndolo. Siempre hace buen tiempo aquí, no solo en verano. Por eso, además de nuestro primer baño de vida, nos bañamos todos los días del año.
Hay mucha agua en el sitio donde vivo. Solo el cielo se libra del agua que lo ocupa todo. Solo el cielo, cuando está seco. Porque a veces hasta el cielo tiene agua. Un agua templada, que nos empapa en cuanto tiene ocasión.
En el sitio donde vivo siempre hace calor, porque incluso cuando llueve hace calor. Aquí las tormentas, aunque pocas, son descomunales, monstruosas, épicas. Dicen que es por la cercanía del mar. Y los truenos hacen temblar las ventanas, las puertas y las paredes. El suelo bajo los pies vibra hasta hacernos perder el equilibrio, por eso tenemos que correr a sentarnos cuando vemos el primer rayo, para no caernos.
Ayer hubo tormenta. Al principio parecía una tormenta más, pero eso fue al principio, porque en realidad llovió tanto que el agua del mar entraba en las calles, en los hogares y en las tiendas y se mezclaba con el agua que caía del cielo. Llovió diez horas seguidas y paró a medio día, a la hora de comer. No volvimos a la escuela por la tarde, dieron orden de permanecer en casa. En la mía se reunió toda la familia. Son cosas que se hacen en el sitio donde yo vivo: se acompañan en los buenos y en los malos ratos.
Los adultos comentaban la última vez que pasó algo similar. El cielo siguió gris durante una hora después del postre y entonces llovió más: diez horas más. Ya nadie habló de la última vez que pasó algo similar porque nadie recordaba nada parecido. Ya en mi cama soñé con cubos, piscinas, océanos y delfines, muchos delfines. Se acercaban a la ventana de mi habitación emitiendo su particular sonido. Me desperté sudando y muerta de sed, con el pijama pegado al cuerpo. Me levanté, y al ponerme de pie noté el agua en el suelo. Sentí miedo, porque aunque sé nadar y bucear, pensé que mi organismo no estaba preparado para vivir dentro del mar. Y es que era agua salada la que anegaba la casa, más salada de lo normal, o eso me pareció a mí cuando la probé. Dirigí mis pasos hacia la cocina, dispuesta a terminar con toda el agua embotellada disponible, tal era mi sed. Sin embargo, un impulso eléctrico, diría que automático, me obligó a agacharme, colocar mis manos en forma de cuenco y recoger una buena cantidad del agua que seguía allí abajo, sobre las baldosas. Una parte de mí se negaba, una parte débil, sin autonomía, carente de impronta. El resto no daba marcha atrás, solo quería calmar mi sed. Y bebí litros en silencio, con el desespero de un náufrago. Como si la vida se condensara justo ahí. Sin ayer ni hoy. Sorbí y tragué, degustando cada gota, que ya no estaba salada. No me calmaba la sed, pero me alimentaba. Cada molécula y cada átomo me sabían al manjar más exquisito, al más dulce de todos los postres. Quise parar varias veces, pero la fuerza que me arrastraba estaba fuera de control. La voz de mi madre me llegó de pronto. Me incorporé, dejé de beber, no sin cierta resignación, y me escondí tras la cortina. Aproveché para analizar los daños de la tormenta y entonces la vi, ahí abajo, nadando junto a la farola. Levantaba la cabeza de forma intermitente, hubiera jurado que me estaba esperando. No podía dejar de mirarla en su totalidad, en su complejidad, en su magia. Crucé rápido el pasillo, no quería llamar la atención de los demás, que se habían ido acostando durante la noche en las camas y sillones de casa sin pedir permiso.
Me deslicé sigilosa por las escaleras. El agua ya formaba parte de mí, y lo entendí entonces, porque desde ese momento me iba a acompañar durante el resto de mis días. Cuando empecé el siguiente tramo me pareció que alguien me llamaba desde la calle. Supe que era ella. Cómo sabía mi nombre era un misterio para mí, y yo solo quería lanzarme al agua. Abrir la puerta de la calle y dejar entrar el océano entero, y mezclarme con las algas y los corales y las tortugas marinas. Abrazar las olas y la espuma, las lubinas, las mantas y los esturiones. Me fui desprendiendo del pijama poco a poco, mientras pensaba en besar a las sardinas, a las belugas que habitan en la región ártica y subártica. En rozar sin temor los arenques, los atunes, las doradas y las tintoreras. Pero sobre todas las cosas, caminaba despacio imaginando cómo sería mirar a los ojos de aquella que me buscaba desde el principio de los tiempos. Pensaba en acariciar cada una de sus escamas y sus branquias. En danzar arrastrando mis piernas junto a su canto seductor y armónico, dejándome llevar por la corriente, la corriente que provoca su nado con el fuerte y constante aleteo de su cola, que brilla bajo las aguas fragmentada en miles de destellos perlados de luz. Recorrer ese otro mundo, el que me fue predestinado, durante el resto de horas que me quedan. Junto a ella, a su lado. Sumergirme en un largo e interminable beso y dar de nuevo la bienvenida al oxígeno y a la vida.
***
3
Olga Tamarit
Aquella tarde estaba en la terraza del apartamento, enfadado por vete a saber qué, cuando la vi por primera vez. Por aquella época tenía muy malas pulgas y me pasaba la mayoría del tiempo fuera de casa, acodado en la balaustrada que daba al jardín comunitario. Despotricando en voz baja.
Pasó como pasan las cosas que merecen la pena, sin pedirlas ni esperarlas. Un Ford Fiesta gris se detuvo en la puerta de la urbanización y de él se bajó una familia formada por dos chicas, madre y padre. Cargaron con las maletas hasta el apartamento contiguo al nuestro, mientras reían y hablaban un idioma que no entendí, pero que sonaba como si te estuvieran cantando al oído. O eso me pareció. Por aquella época yo tenía muchos pájaros en la cabeza.
Veréis, Manon era la chica más guapa que había visto en mi vida. Más que eso. Estar cerca de ella era como formar parte de una película. La forma en la que reía, arqueando ligeramente el cuello mientras dejaba escapar un héhéhéhé (porque los franceses no dicen jajaja ni jijijiji), su pelo castaño con un flequillo que le llegaba justo por encima de los ojos más bonitos del universo conocido, la forma de sus caderas, sus piernas largas del color de la nieve siempre asomado por el short vaquero. Podría haber ganado todos los concursos de belleza. O de aritmética.
Atletismo. Debate. Jabalina. Cien metros lisos.
No importaba qué, el oro siempre hubiera sido para ella. Desde que la vi arrastrar la maleta por el camino de grava, me explotó el corazón. BOOM. De verdad, no os miento.
El verano en el que me enamoré por primera vez, me dediqué a seguir a Manon por las calles de la urbanización como un perrito, ponía mi toalla cerca de la suya en la piscina y me hacía el encontradizo en la heladería.
M-A-N-O-N
Su helado favorito era el de pistacho.
Repetía su nombre, tumbado en la cama, antes de irme a dormir solo por el gusto de tenerla entre mis labios, mis dientes, mi lengua:
Manon. Manon. Manon
El verano en el que me enamoré por primera vez hacía un calor espantoso y la gente se quejaba todo el rato, pero yo sentía un frío como de caverna cada vez que intuía su presencia.
A finales de agosto, casi a punto de acabar las vacaciones, calculé las posibilidades de reunir el valor para explicarle a Manon la naturaleza de mis sentimientos.
El resultado de la ecuación siempre era cero.
El verano en el que me enamoré por primera vez se celebraron las Olimpiadas en Río, aunque yo no las vi. Todas las mañanas los periódicos contaban noticias sobre nuevos récords mundiales y mi hermana las leía en voz alta.
Una gimnasta de Texas iba a conseguir todas las medallas de oro en su categoría desbancando a la mismísima Nadia Comaneci. La selección de baloncesto española la había cagado en las primeras rondas. Un saltador confesó su homosexualidad.
El verano en el que me enamoré por primera vez cambiaron muchas cosas. Lo supe porque de vuelta a mi casa, en la parte trasera del coche de mis padres, con la mirada puesta en la ventanilla, observando los árboles pasar rápidos como en un sueño, caí en la cuenta de que el mundo se había convertido en un lugar interesante.
Acababa de cumplir cinco años.
***
4
Anatomía de la Matrioska
Beatriz Carilla
Anita sabe que octubre entrará sin llamar. La tenue luz solar se volatiliza en la verja de la casa de la playa. Por la calle desfila una decena de carromatos. La feria ambulante se despide lanzando serpentinas y confeti al respetable. Un hombre anuncia por el megáfono sorprendentes atracciones para el próximo verano. De fondo suena una pegadiza canción que pronto quedará ahogada en todas las emisoras de radio.
La mayoría de los biquinis de Anita han perdido el color y la elasticidad original. El bronceador de flores de Tiaré empieza a marchitarse. Las caracolas recolectadas en la orilla han enmudecido. El precioso flamenco hinchable alzó el vuelo la otra tarde para no regresar. La sombrilla tamaño familiar, que dio cobijo a una nube de abejas y a los arrumacos de Anita y su gitano, está en poder del apicultor que tuvo que acudir al rescate. Y la tumbona de cinco posiciones quedó KO la última semana de agosto. Sin embargo la vieja toalla de nudos marineros sigue impertérrita. Y es que Anita nunca tira la toalla, así pasen veinte años.
En el porche hace fresco y se pone un jersey fino de punto. Se siente molesta, algo le roza. Es el piercing del ombligo que le está pidiendo vacaciones. Yo aquí sobro, nena, le dice. Ella aún no se ha dado cuenta, pero su favorecedora piel morena va tomando una tonalidad cetrina por momentos, la melanina se ha desactivado.
Huracanes y tempestades son capaces de hundir un trasatlántico del tamaño de cuatro campos de fútbol. Paradojas de la vida, Anita tiene entre las manos una frágil botella de cristal que acaba de encontrar varada en el jardín. Con mucho cuidado vacía su interior. Está nerviosa. Se columpia en la hamaca como una niña. Quita un cordel rojo. Desenrolla una papeleta y lee en voz alta la frase escrita con letra de imprenta. “Vale por un sueño de verano”. De inmediato dos lagrimones le resbalan por las mejillas. El sabor del mar se posa en la comisura de su boca. Anita cierra los ojos al sol de otoño para abandonarse entre las olas.
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5
La luz de tu amor
Juan Orberá
El verano pasado, sin ir más lejos, me enamoré de una farola. Iba paseando por un parque, al caer la tarde, pensando en mis cosas, cuando un leve parpadeo luminoso comenzó a proyectarse en el suelo, como si intentaran llamar mi atención. Miré hacía arriba buscando su procedencia y me deslumbró. Quedé cautivado. Fue amor a primera vista o a primer destello, mejor dicho.
Era una farola espigada, fuerte y con un intenso olor a orina. Su cuerpo metálico, pintado de gris, partía recto desde el suelo para terminar, describiendo una seductora curva, en un precioso ojo azulado. Su físico fue lo que más me atrajo de ella, pero lo que me volvía loco era esa mirada intermitente que la distinguía de las demás. Era especial.
Cuando vives en la calle, tu máxima prioridad es encontrar comida y un buen sitio para dormir, no queda espacio para pensar en el amor, tal vez sexo esporádico con alguien que encuentras en tu misma situación, pero esa vez fue diferente.
A todas luces era una relación irracional, pero eso no nos importó. Por las mañanas, mientras ella dormía, yo pasaba a cuidarla para que nadie se acercase y pudiera despertarla. No tenía otra cosa mejor que hacer. Por la noche esperaba impaciente que su brillo discontinuo me iluminara. Un relampagueo y mi corazón saltaba de alegría. Podía pasarme horas mirándola o frotándome contra ella como un poseso. Con las risas de la gente que se paraba a mirar, hacíamos nosotros la banda sonora de nuestro amor.
Los días transcurrían rápido, sin percatarnos que el verano se nos escapaba con cada caricia. Las esperas se hacían más cortas y nuestros encuentros nocturnos más largos. El mundo giraba a favor y parecía que «lo nuestro» iba a ser algo más que el típico romance de verano.
Cierto día, al llegar un poco más tarde de lo habitual a mi guardia matutina, pude distinguir, en la lejanía, como un hombre, subido a una escalera, toqueteaba con sus sucias manos, el interior del ojo de mi amada. Corrí encolerizado hacia él, gritándole, realizando todo tipo de aspavientos amenazadores para evitar que siguiese mancillando su cuerpo. Fue inútil, era mucho más grande que yo, con más fuerza e iba provisto de una gran y temible llave inglesa. Desesperado quedé esperando, a una distancia prudencial, que se marchara. La impotencia me consumía por dentro y empecé a llorar como un chiquillo.
Las horas que pasaron mientras ese malnacido estuvo con ella, más las siguientes que les siguieron hasta caer la noche fueron interminables. Juro que nunca el tiempo ha ido más en mi contra. Esperé un rato más cuando se marchó por si volvía y entonces me dirigí hacia ella. Yo permanecí debajo, dedicándole mil caricias, mirando cada segundo hacía su ojo, esperando un destello de tranquilidad.
Dicen que la luz es símbolo de vida, verdad y pureza. En mi caso lo fue de muerte, destrucción y desesperanza. Tras un leve parpadeo, el ojo de mi amada quedó proyectado fijo en el suelo. Frío, sin vida, como cualquier otra farola que habitaba a nuestro alrededor. Al principio, intenté llamar su atención con suavidad, como cuando días atrás le dedicaba baladas de amor. Pero no reaccionaba, el haz de luz permanecía impasible a mis lamentos partiendo mi corazón en mil pedazos.
La noche pasó sin atisbo de reacción por parte de ella, no pude rescatar su atención, ya no podría distinguirla de las demás, sería una más entre tantas. Con una tristeza infinita me acerqué cabizbajo, levanté la pata y la impregné de mi marca. La miré por última vez y me alejé de allí sin mirar atrás.
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6
La ley del talión
Luis San José López
Hicieron un corro alrededor de la lumbre y las sombras empezaron a danzar a sus espaldas. «La zapatilla por detrás, tris-tras, ni la ves ni la verás…». La leña se quejaba en el fuego. «Mirar para arriba, que caen judías, mirar para abajo, que caen garbanzos…». Las llamas dibujaban muecas de misterio en los rostros de los niños. «A dormir, a dormir…».
Cuando terminaron de contar y abrieron los ojos, Daniela, la hija del taxidermista, había desaparecido. Samuel dijo que un hombre lobo se la llevó entre sus fauces; Graciela, que salió volando como una pavesa; Nino, que vio cómo se la llevaban las sombras… pero lo cierto es que nadie volvió a saber de ella. Encendieron teas, organizaron cuadrillas y batidas, pero no pudieron encontrar más que una zapatilla roja en el camino que serpentea entre los árboles. «…Tris-tras, ni la ves ni la verás…».
La gente del pueblo asegura que algunas noches de verano se ven unos ojos de vidrio refulgir entre las hojas, y mientras el viento enreda su risa entre los árboles, las criaturas del bosque celebran su venganza.
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7
Lorenzo Rubio Martínez
Me debato entre confesárselo o callarme para siempre, mientras fricciono con violencia mi piel bajo la ducha. A cada friega se desprenden de mi cuerpo los escrúpulos, la hipocresía, la lascivia… que huyen displicentes por el sumidero. Cierro el grifo y me acerco secándome con la toalla que el verano que nos conocimos mi esposa bordó con nuestras iniciales. Ella me espera en el salón como si yo hoy hubiera llegado a mi hora, pero sabe que algo malo ha pasado y aguarda mi compañía anegada de compunción. Le doy un beso en la mejilla, sintiéndome todo un gánster, y le confieso que vengo de una pensión, que no he podido resistirme y que he vuelto a serle infiel con una prostituta. Ella rompe su rígido semblante con una mueca consentidora; es cuando yo empujo hacia la mesa la silla de ruedas, a la que le condenó el accidente de coche que tuvimos el último día que bebí alcohol, y sirvo los macarrones que sobraron ayer. Tras la cena, me ducho de nuevo y con vehemencia froto mi piel; sigo sintiéndome sucio.
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8
A través del cristal de tu cuerpo
Javier Martínez Martínez
Te conocí en la etiqueta de una botella de vino. Estabas oculta entre mares de estanterías y cajas apiladas. Tuve que pasar a través de un arsenal de italianos, siempre en primera fila, siempre intentando agradar, salidos de historias dantescas, con nombres exóticos y rimbombantes. Aparté pilas de garrafas de sangría, y removí cartones de vinos sin nombre. Discutí junto a vinos franceses, sobre licores extraños. Ignoré japoneses sakes por no poder comprender lo que me susurraban, soñé junto a ginebras con olores que me transportaron a mundos extravagantes e ignorados, lloré junto a whiskies tan salados y fríos que parecían hechos para olvidar. Viajé por mares de rones que invitaban a soñar y naufragué en vodkas con nombres tan largos como las noches de aurora austral. Morí en absentas amargas, resucité en brandis afrutados.
Nunca he sido muy gourmet, la verdad. Soy un vino peleón, castellano, para los que el buqué y el gusto en el paladar resultan conceptos tan abstractos como la soledad o el amor. De esos que pelean en los bares por ver la vida pasar, que escuchan llantos de obreros duros y risas de marineros después de meses en la mar. De los que arreglan -o creen que arreglan- discusiones, de los que viven reuniones familiares, amores juveniles y noches de llantos y desvelos infantiles, de los que no viajan en avión, sino en camiones y caravanas, de los que se toman alrededor de una hoguera en verano. De los que, tras la mejor noche de tu vida, recuerdan tu día más largo.
Llegué al final hasta ti, siempre sonriente, sencilla. Por una vez, pensé, espero que el alcohol que corre por mis venas no me impida acordarme de ti.
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9
Fátima Javier
El verano antes de morir les dio por enamorarse; uno de los dos pensó que si experimentaban el amor de las películas, ése que duraba una hora y media, el tiempo se paralizaría en una especie de sortilegio imperecedero y así harían una trampa traviesa a la vejez y otra a la muerte. El otro quiso creerlo. Cuentan los que adornaron luego la realidad -quizá los que supieron un poquito lo que pasó- que cuando llegaron las primeras lluvias del otoño descubrieron abrazados en la penumbra de una habitación blanca y sin cuadros a dos amantes inertes que tenían colgados en los labios miles de besos encadenados a palabras de amor antiguas y, a la vez, renovadas. Y dicen que la muerte les cogió prevenidos y con los corazones en pie, bailándoles en los ojos, pues nada hay tan lúcido como la ternura de las pasiones inconmensurables.
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10
Tantos y tan queridos manzanos
Lola Sanabria
Después de enterrar el cadáver a la sombra del manzano, se tumbó en la cama y estuvo durmiendo de un tirón toda la tarde. Cuando despertó la luz aún no se había retirado del todo y había una algarabía de pájaros en los frutales. Salió al huerto y los intentó espantar con palmadas. Alzaban el vuelo y volvían una y otra vez a posarse en sus ramas. Acabarían echando a perder las manzanas, con sus picos acerados, que ya comenzaban a llenar el aire caliente de aroma dulzón, pensó Alicia. Y durante un segundo la tristeza le ganó el ánimo. Si aún estuviera Santiago, se le ocurriría qué hacer, pero el verano había acabado. Abrió la llave de paso y dirigió el chorro de agua de la manguera a las copas de todos los manzanos. Un alboroto de alas remontando el vuelo se perdió en el cielo con los últimos rayos que agonizaban detrás de la torre de la iglesia. Cerró el riego y se detuvo al lado de la tierra removida y esponjosa. Apretadas, coloristas, pasionales y vivas, jalonadas de risas, le llegaron las imágenes de su último amorío. Se agachó y palmeó la humedad marrón con las dos manos. Estarás bien ahí, Santiago, dijo bajito, antes de retirarse a prepararse un sándwich para la cena.
Su primer amor se llamaba Andrés. Le dejó el sabor agridulce de un verano de mieles y rosas que comenzó a agriarse un otoño de hieles y cardos y acabó en hiedra y cactus al final del invierno. Se saldó con el afortunado accidente con el pico de la mesa del comedor. A él se le quedó una sonrisa bonita. Ella evitó el papeleo dándole tierra debajo de su primer manzano. Con el segundo, de nombre Marcos, intentó despedirse antes de que las uvas se avinagraran. Él no lo permitió. Se apostaba al otro lado de la calle, toda la noche de vigilante de la casa. Controlaba las entradas y salidas. Increpaba a sus acompañantes, los atacaba. Lo invitó a pasar a su cocina una noche de vientecillo picón y le preparó un cóctel bien cargado. Le encantó. Y arraigó su segundo manzano.
Se planteó dejarlo. Pero no pudo evitar enamorarse otra vez. Está en mi naturaleza, se dijo, entre confortada y con una pizca de resignación. No luchó más contra la pasión que atraía como imán a los veraneantes de aquel pueblo con encanto, de antiguos pescadores. De todos guarda recuerdos gozosos que van enriqueciendo su interior. Disfruta con sus amantes de días intensos, borrachos de amor. No desea nada más.
Bebe un sorbo de vino, da un mordisco al sándwich. Sentada en el porche de atrás, la sorprende el colorido de un racimo de fuegos artificiales que se desparrama en el cielo, colofón de las fiestas de verano. Luego recorre con la mirada la hilera de árboles frutales. Luce bien el último manzano.
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11
Septiembre
Javier Puchades
Ella nunca se había atrevido a hacerlo por pudor. Por esa educación represiva recibida. Sería su primera vez. Estuvo preparándose para ello todo el verano. Conforme pasaba el tiempo, los nervios no la dejaban dormir.
Por fin llegó el día tan esperado. Él le dijo, antes de empezar, que se relajase y actuase con naturalidad. Que se dejase llevar. Ella lo miró con pasión. Pese al temblor de la mano, con frialdad extrema, la introdujo debajo de su pantalón. Cuando llegó a la entrepierna la acarició suavemente. Ese instante lo había imaginado mil veces. Pero ni en sueños pensó que fuese así. La sacó poco a poco. Y cuando se aseguró que nadie miraba, con un deseo desmedido, leyó la chuleta con la cual iba a copiar en el examen.
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12
Virtual
Raúl Clavero
Ella me dijo que tenía veintiséis, yo no le confesé que peso casi cien kilos. El restaurante de cocina fusión en el que nos citamos era, en realidad, la terraza de verano de una cervecería. Yo fingí no ver sus canas, y ella disimuló ante mi mal aliento. Charlamos de trivialidades. Tienes una voz preciosa, mentí yo. Me encantan tus manos, susurró ella tomando entre las suyas mi rolliza colección de dedos. No se llamaba Clara ni yo Fernando, pero la urgencia del deseo aplazado se impuso, y antes de la medianoche ya nos dirigíamos hacia el hotel con el que fantaseábamos en el chat, convertido en este lado de la existencia en una pensión de veinte euros por cama, ínfima y maloliente. La madrugada de sexo salvaje que nos prometimos quedó reducida a diez minutos de sudor excesivo y jadeos torpes. Estás hecho un semental, gritó ella con voz impostada. Todo su cuerpo sabía a colonia barata, y en su mano izquierda se podía adivinar la huella reciente de un anillo. Nos vestimos en silencio. Al otro lado de la pared se escuchaban gemidos profundos.
-Quedaremos otro día, ¿no? – pregunté por compromiso.
-Por supuesto – respondió ella, agachando sus ojos tristes.
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13
Caballeros
Alberto Palacios
Todos los años, cuando concluye la época de lluvias y comienza el verano, mi amigo Samuel y yo bajamos hasta el cementerio, buscamos una tumba lo suficientemente apartada, cavamos, desenterramos y nos hacemos con un cadáver.
Samuel siempre se fija en la inscripción de la lápida y fantasea con la vida de ese hombre. Y digo bien, hombre, porque los dos somos muy respetuosos y, desde que empezamos con este vicio, juramos que nunca profanaríamos la tumba de una mujer.
Hasta esta vez.
Hasta este año, en que nos dio por romper todas las reglas.
En cuanto sentimos en nuestra piel y en nuestro ánimo los primeros calores del verano, Samuel y yo bajamos al cementerio. Estuvimos cavando toda la noche en una tumba mohosa, un sepulcro de los años veinte en el que la inscripción estaba casi borrada por el tiempo.
Tardamos más de lo normal en llegar hasta la caja. Antes de alcanzarla, Samuel encontró una cadenita de oro, fue entonces cuando empezó a llover y, muy dentro de mí, supe que algo malo iba a pasar. Después de la cadena yo mismo encontré unos pendientes, los dos callamos, estábamos a punto de romper una regla que no sabíamos a dónde nos llevaría.
El ataúd estaba podrido por la humedad y la tapa se nos deshizo entre los dedos, Samuel alumbró el interior con la linterna, allí estaba, recostado en su lecho, el cuerpo momificado de una mujer envuelto en un vestido de color rojo.
No quise seguir, se lo juro, pero no sé qué nos pasó, no sé por qué nos miramos y, sin pronunciar una sola palabra, la sacamos de allí.
Ahora Samuel y yo ya no somos amigos.
Él tiene a Lucrecia los lunes, miércoles y viernes, el resto de la semana está conmigo y los domingos partimos el día en dos mitades. Pero ya ni siquiera nos hablamos, sospechamos el uno del otro y los celos han acabado con nuestra amistad.
Sabemos que esto nunca hubiera ocurrido si hubiéramos cumplido nuestro juramento de desenterrar solo cadáveres masculinos. Si el verano no nos hubiera cegado el entendimiento y regalado este amor profundo.
Sin duda, cuando aparecen las mujeres se termina la amistad.
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14
Pepa Hidalgo
Cada Navidad disfruta de un buen recibimiento. A su llegada, en todos los hogares la familia se centra en el nuevo miembro. El color ceniza en un pelo que se ondula según crece, el blanco repartido por el pecho, las cuatro patas y la punta de la cola, la trufa marrón y sus ojos color miel siempre arrancan una exclamación hasta de los más duros. Ha dormido frente a chimeneas, al pie de las camas, sobre las camas, en su propia cama, incluso se ha adueñado de algún que otro sofá. Se ha paseado con familias numerosas y con hijos únicos, pero siempre donde ha habido niños con los que jugar y a los que cubrir ciertas trastadas; cuando algún jarrón o figura de la abuela se ha repartido por el suelo, su cara de bueno ladeada ha salvado a más de uno de una buena bronca. Como parte del juego, ha huido de los lavados con y sin jabón en bañeras, platos de duchas, barreños, aspersores, mangueras… En cualquier caso, siempre ha habido risas cuando les ha pillado desprevenidos con una buena sacudida de pelo. En compensación, todos le han peinado, incluso los pequeños que apenas saben cómo coger el cepillo y, en sus manos, se transforma en un arma contundente. Al comerse a diario su ración de pienso sin rechistar, se ha visto recompensado con trozos de pan, jamón, pollo, y todo lo que se pueda colar bajo una mesa a la hora de comer cuando los mayores no miran, aunque a alguno de ellos también se le escape algo disimuladamente. Guarda secretos de todo tipo: amores adolescentes, lágrimas por esos líos familiares que nadie entiende y todos sufren, fiestas sorpresa, incluso alguna infidelidad con alguien acompañado de una preciosa schnauzer mini. Pero, cuando llegan las vacaciones de verano, aprovechando el descuido de algún adulto, se marcha hacia la sierra y vive como un perro salvaje hasta que llega de nuevo el invierno. Su ascendencia de caniche y perro de aguas le dan aspecto de cachorro, pero ya son diez años y, quizás, la próxima casa sea definitiva.
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15
Tíndaro del Val
Nada hacía presagiar, al volver a la oficina tras las vacaciones de verano, que mi vida cambiaría de esa manera. Para mi sorpresa, mi puesto de trabajo estaba ocupado por XR-20, un prototipo de trabajador robotizado que en mi ausencia se había encargado de responder a mis correos electrónicos y sacar adelante los proyectos que había pendientes. Mi jefe estaba entusiasmado con su desempeño, “Ya hacía falta alguien inteligente en el departamento”, me comentó al preguntarle, ya que al parecer el cacharro había solucionado de manera eficiente todos los problemas que habían surgido y los reportes de ventas del mes eran espectaculares. Mis clientes también estaban encantados con él, incluso me confesaron que el trato era bastante mejor que conmigo, que tenía más empatía con ellos y no cometía faltas de ortografía en los mensajes. Hasta los compañeros del trabajo lo preferían, ya que los implicaba más en el día a día y les hacía reír mucho en las pausas para el café. Volví a casa desmoralizado y le conté todo a mi esposa, pero al parecer ella también llevaba tiempo hablando con el prototipo a mis espaldas, había sentido que por fin alguien la escuchaba de verdad y lo tenía decidido: se iba con él a su casa, niños incluidos.
Desde entonces mi maravillosa vida familiar con vistas fue rodando colina abajo hasta llegar al vertedero de la existencia, donde sobrevivo fuera de toda cobertura. Tras el divorcio y el despido, y después de cumplir condena por agresión con intento de formateo, tuve que mudarme a una pequeña habitación en un piso compartido y buscar un nuevo trabajo como repartidor, lo que me permite ganar algo de dinero para pagar el alojamiento y la comida. Ahora con la medicación me encuentro mucho mejor, aunque sigo echando mucho de menos a mi familia; lo peor es cuando me cruzo con ellos el fin de semana por el centro comercial.
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16
Federico Melenchón Ramírez
El fin del trabajo, el calor, la juventud… todos lo llevaron al mismo lugar, al tan esperado momento, y en tan deseada compañía. «Te he añorado durante tanto tiempo…», pensó, pues las palabras sobraban. Tomándola con ternura, la situó entre sus piernas. Sus manos, curtidas por tantas horas de sol y dura labor se cerraron en torno a sus curvas, que se amoldaron a él como si el destino mismo reclamase la unión de ambos. Él: fogoso, fuerte y hambriento; ella: pequeña, tierna y húmeda. Lo que ella no sabía: cuán indefensa estaba, y que sería solo la primera de muchas en aquel verano. Lo que él sí sabía: que haría todo lo que estuviera en su mano porque la experiencia fuese inolvidable, pues la primera siempre era la mejor.
Sabía muy bien cómo empezaría el encuentro, y cómo acabaría, por lo que se puso manos a la obra. La despojó de sus tan impertinentes envolturas sin rudeza, pero con decisión, y llevó toda la frescura de ella hasta sus labios. La olisqueó como un animal haría para seleccionar una pieza de su dieta, y empezó a atacarla con todo su arsenal: inocentes lamidas, juguetones mordisquitos, hasta las caricias de su vello facial eran bien recibidas. El calor del momento hizo que la cara de él acabase totalmente perdida y decorada con los dulces exudados de ella, pero a él eso no le molestaba, todo lo contrario. Su irresistible sabor y el intenso frenesí del que no deseaba salir hicieron que perdiera la noción del tiempo mientras disfrutaba de aquel pedacito de ambrosía. Continuó dándolo todo y gozando pero… todo lo bueno tiene un final. Él acabó saciado y con ganas de echarse a dormir, pensando perezosamente en cómo sería la de mañana. Ella sin embargo, quedó vacía, arrancada de todo rubor, inmóvil e impotente.
–Hasta la próxima –le susurró mientras se estiraba, dejando a un lado la cáscara de su primera sandía.
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17
Natalia Peralta Rincón
Como pasa un segundo, pasa un día y este verano, como el pasado, mi mata parió mangos. Rodeados de cordones como arterias bombeaban sangre azucarada y yo los bajé para que no los picaran las cigüitas golosas.
Y como mi mata parió tantísimos mangos, yo los reparto entre la gente.
Un mango para mi madre, otro para mi padre y uno para mi hermano mayor. Mangos para mis amigos, para mis maestros y para mis compañeros de oficio. Mangos para la gente que baila el mundo conmigo. Mangos de exportación que llegan salados. Mangos sembrados en la tierra para mis ídolos con voz y sin aliento. Mangos para la señora de la cafetería que le pone mantequilla al pan de mi sándwich cuando lo tuesta.
Dice la gente que los prueba, que los mangos que pare mi mata son los más grandes y los más dulces; una mordida sagrada y sin pecado que a los tristes alegra.
Y aunque los reparta entre el recuerdo, como mi mata pare tantísimos mangos, también quedan algunos para mí. Esos los recojo, los lavo, los pelo, les quito la semilla, los corto y los trituro y hago una batida que me bebo y me alimenta.
Y como son tantísimos mangos los que pare mi mata también guardé uno para ti. No lo quisiste y ese mango, amigo mío, se pudre en la meseta lentamente.
Pero como pasa un segundo, pasa un día y el año próximo volverá mi mata a parir mangos como cada verano y de nuevo habrá mangos para todos mas no para ti.
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18
Retorno
Georges Rurba
Atardece una hora antes en Roma y los perros siguen meando en las mismas esquinas grises. Ya no quiero mantener la lista de contactos telefónicos por compromiso. Los ecos del agua son los pasos que nunca debí dar. Ya no necesito el tabaco ni el alcohol para ver el fondo sucio del Tíber. ¿Ya no cogeremos la carretera amalfitana de curvas peligrosas en donde precipitarse por pendientes de dudas? Sol y sal. El verano va tañendo acordes luxados de recuerdos que esperan ser destapados en papel: Minerva volando a veinticinco centímetros del suelo; y de nuevo, un pergamino blanco me impide recordar el color de una noche en que transite despierto. Solo sombras, sed y una botella vacía a la espera de llenarse a borbotones por una fuente perdida, en un bosque de adoquines de la ciudad eterna enfundada en dolce vita. Vendedores callejeros ofrecen el pastel a mitad de precio. La guía del National flirtea con la mentira al descubrir en el filo de ese texto que ya no quedan matronas que vayan a hacer la compra al Campo de las Flores. Mientras, Giordano Bruno cincelado, mira desde lo alto el cúmulo de errores que tuvo en sus aciertos.
Llenaré de nuevo la mochila con el libro grueso inacabado por leer. La ropa sucia ya no será problema sepultada en el fondo del saco. El último billete arrugado me asegurará el retorno al que no desearía volver. Ingrávidos e ignotos callejeamos a la espera de coger un barco. Desde el puente se ve al barquero que no es Caronte saludar a las turistas recién llegadas. Los dedos bucean en apnea por el bolsillo roto a la espera del recuento de monedas. Tanta belleza, mata. Tengo tu cara grabada en esténcil a las puertas del muro de mi corazón. Pasarán cosas. Quedarán momentos en piel.
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19
Susana Rizo
Suena Billie Holiday de fondo mientras ojeo un viejo álbum de fotos. Summer time. Parece que hubiera sido ayer. Recuerdo veranos blancos, paseos sombrilla en mano, y sombreros Panamá. El salitre de la brisa, la vainilla de los dulces, aromas que están sellados en mi memoria. Pero lo que más recuerdo es el color de su pelo.
Yo solía pasear entre las rocas cuando la marea bajaba y miles de pequeños universos de vida quedaban apresados entre ellas. A mi edad creía que no podía haber nada más fascinante, hasta que la vi a ella. Ante la mirada desaprobadora de algunos bañistas, ella lucía uno de los primeros bikinis con los que Louis Reard había revolucionado la moda. Caminaba desafiante, mostrando su cuerpo de diosa, hundiendo suavemente sus finos talones en la arena empapada hasta que se zambullía en las frías aguas. Aquella melena ondulada iba tornándose dorada con los días. Debía tener una década más que yo, y mi desesperación era que ella no podría ver en mí más que a un muchachito. Era de esa clase de personas especiales, a las que imaginas un mundo enigmático detrás, que yo trataba de descifrar.
Los veranos de la niñez están llenos de sueños. En los míos aquella chica se acercaba a mí, y yo ya era mayor. Paseábamos bajo el faro, y la llevaba en barca hasta una isla imaginaria donde contábamos estrellas al anochecer. En algún momento ese lugar cobró mil matices que antes no había conocido. Necesitaba reconstruir su historia, inventarla para mí, crear un pasado y un futuro junto a ella. En mi imaginación se llamaba Helena. Debía tener un nombre mitológico.
Pasaban los años y Helena no cambiaba, si acaso era aún más bella. Yo sí lo hacía, pero más lentamente, sin lograr desprenderme de esa apariencia juvenil. Tras intencionadas coincidencias en la playa, conseguí que me reconociese. En su mirada yo creía ver, quería ver, tal vez algo que no existía.
El tiempo pasó. El bikini dejó de ser una rareza y los países se iban reconstruyendo de años de infortunios y guerras. La alegría renacida se había instalado confortablemente en nuestras vidas. Desde entonces he rememorado cientos de veces la primera vez que se acercó a mí, y he imaginado mil maneras distintas en que podía haber sucedido aquel encuentro en las rocas. Fue un cruce de palabras breve. Luego una sonrisa y una despedida. El pelo ondulado le daba una apariencia exótica. La reina de los mares, la princesa Sigrid, la guerrera vikinga de Oseberg, la chica de Taití…. Todas ellas convergían en aquella mujer. Mientras se alejaba pronuncié en voz baja unas palabras “me he enamorado de ti”. Creí que no las había oído, pero de repente se giró y me dedicó una última mirada profunda que parecía decir “si tuviera otra vida”. En la lontananza pude observar como alguien cogía su mano. Un joven con apariencia atlética la llamó por su nombre. Beatriz.
El verano tocaba a su fin. Lo sentíamos en el viento, ya había empezado a cambiar. Septiembre asomaba y con él se esfumaría mi sueño, una vez más. Temía el día en que no la viera porque jamás podría continuar nuestra historia en mi soledad. Con el tiempo dejé de imaginar y de buscar. Pero ese lugar estará siempre asociado al recuerdo de Helena. La chica a la que amé y que nunca conocí.
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20
Cumpleaños
Silvia García
Hoy es mi cumpleaños. Otro cumpleaños. Ya no tengo veinte alegres primaveras. Más bien cuarenta calurosos veranos. Espero que sean felices y en mis cincuenta plácidos otoños no me duela nada. Sesenta fríos inviernos me parece una edad decente para morir. Mientras duermo, sin enterarme. No quiero flores. Sin ataúd y sin funeral. Que mis hijas me lleven a la parcela un par de días antes y me dejen mi cuerpo en el jardín. Que me coman los bichos y así sea útil de una vez. Gusanos, hormigas, abejas y gorriones felices por mi contribución. Ya queda menos, tengo ganas, aunque todavía son muy pocas.
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