Más de setecientas #historiasdeamor participan en nuestro concurso organizado con motivo del Día de San Valentín, patrón de los enamorados, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Este jueves, 23 de febrero de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Y ahora ofrecemos una selección con los veinte relatos que optan a los premios.
Para participar, había que escribir un relato en internet en lengua española que incluyera la palabra AMOR. El relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. La extensión mínima de los textos es de 100 caracteres. La máxima es de 1.000 palabras.
Plazo de entrega: los relatos debían publicarse entre el miércoles 8 de febrero a las 12:00 del mediodía y el domingo 19 de febrero de 2017 a las 23:59. El jueves 23 de febrero de 2017 se difundirán los nombres del ganador y del finalista.
El jurado, formado por los escritores Lorenzo Silva, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, seleccionará un ganador y un finalista. El jurado valorará la calidad literaria y la originalidad de la historia. Aquí puedes consultar las bases del concurso.
El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez últimas de las veinte #historiasdeamor seleccionadas.
Ceniza
Siempre sueño que ella me dibuja en la ceniza. No sé, una noche de esas en las que hasta los amantes enfadados hacen las paces para no pasar frío, con la leña del día ya acabada, y ese polvillo blanco hecho a medias de esfuerzo y de pereza, tibio como un cuerpo semi desnudo en una noche de bodas. Unos trazos torpes, ojos, nariz… una cara cualquiera, excepto que, al dibujarlo ella, seré yo; por lo menos, yo siempre la he dibujado a ella. En la paja de los establos donde he dormido, en el barro de los charcos donde he bebido, en la nieve que mis pies han teñido… ¿Será ella de la estirpe de Judas, como algún Padre ha insinuado del mío? Es difícil buscarla mientras huyo de los hombres, ¿será fácil reconocerla? Seguro que sí; sus pies habrán recorrido palacios buscándome, porque donde yo vivo siempre es un palacio, sus ojos brillarán como los rescoldos de la hoguera que finalmente caldeará mis huesos, y sus manos, tibias como un cuerpo semi desnudo en una noche de bodas, tendrán los dedos blancos de dibujarme en la ceniza. Porque si no, ni ella será ella, ni yo seré yo. No sería amor.
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Por Lola Sanabria
Como una brizna de hierba fresca, así te sentía cuando pasaba mi brazo por tu espalda y te abrazaba contra mi pecho, mi flaquito de ojos color avellana. Me lo decías todo con la mirada: hacia arriba, no; hacia abajo, sí. Unos días risas, otros, carita triste de pena honda. Yo sabía (tú, espero que no) que tu camino era más corto y tortuoso que el mío.
Hemos ido al fin del mundo para que vieras caer una noche de estrellas corridas. Gritabas y movías una mano sin tino, como si quisieras atraparlas. Podemos decir que hemos disfrutado de la esencia del amor. Hace rato que ese silbido ha tomado totalmente tu pecho. Dicen que cuando llegamos al final, hacemos repaso de nuestras vidas. Tú no puedes. Lo hago yo y salen dos vidas enlazadas, la tuya y la mía. Ahora ya siento ese dolor de la cuchilla que nos separa, mi querido hijo, y no sé si sabré soportarlo.
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Ha llegado a su destino
Por Raquel Jiménez
Buscó ansiosa el beep del teléfono que la anclase de nuevo a la realidad. Exploró sus pertenencias en el ajado bolso de polipiel marrón hasta dar con el aparato. Antes de tocar la pantalla un rostro conocido le salió al paso. Ojeras perennes, poros abiertos, una mirada que añoraba la acuosidad de sentirse viva. Dureza, impaciencia, rencor le devolvieron de nuevo a la pantalla. No tiene ningún mensaje. Mientras tanto deseaba que ese beep no hubiera sido fruto de su imaginación, que hubiera sido un anhelo con ansia de expandirse a través de las ondas, a modo de bits, por medio de radiofrecuencia, sin importar el soporte, la amarga espera o el doloroso mensaje. Sistema binario.
– Tú nunca me decepcionarías – le había él dicho tajante, con un halo de esperanza en su voz y una sonrisa expectante en su líquida mirada.
–Todo el mundo nos decepciona – eyaculó ella, y su voz dejó de ser tenue, suave, ronroneante. – hasta los hijos. Estamos hechos para ser defraudados y defraudar a quienes amamos. Para hacer daño deliberado, consentido y perpetuo. Para no dar las gracias, no pedir perdón, ni permiso. Para no mostrar afectos o sentimientos. Para no admitir que somos vulnerables y que somos islas vírgenes, intransitadas por los hombres o por los dioses.
–Por eso precisamente sé que nunca me decepcionarías – argumentó pausadamente – estamos hechos a la medida de nuestras decepciones o, más bien, nuestras decepciones son proporcionales a nosotros mismos, a nuestros sueños, nuestras expectativas o nuestras esperanzas. Por eso jamás esperé nada de ti, por eso sé que jamás podrías decepcionarme.
Ella levantó la vista llorosa esperando encontrar frente a su una mirada de reproche o de anhelo, un ansia física de poseerla o despreciarla. Esperó sentir un deseo, una pasión, un latir. Levantó la vista y enjugó sus lágrimas.
–¿Ves, ojitos de perdiz? Ningún hombre merece esas lágrimas.
Se despidieron dos veces. Buscaron en cada abrazo el latir aferrado del otro. Y al separarse supieron que no podrían amarse del modo en el que el otro lo deseaba. No habría carnalidad, no permanecería el olor de su sexo en sus manos, sus labios o su pelo. No quedaría en sus sienes la escarcha del sudor de unas horas de soledad compartida. No habría despedida que pidiera más. Más sexo, más amor, más… Decidieron abrazarse esa segunda vez, sus cuerpos se fundieron inútilmente unos segundos. Sus manos, asidas a los antebrazos, se escurrieron lenta y pesadamente.
–¿Hablamos pronto?
–Por supuesto, ojitos de perdiz.
Y mientras se giraba, al tiempo que sus pasos la encaminaban a andén de la línea de metro que la conduciría a la capital de su desasosiego, él le susurró: no dejo de pensar en ti. Pienso en ti todo el tiempo.
Y los ecos de esa tenue declaración de amor resonaron a lo largo de las diecisiete paradas que la separaban y la acercaban a ese desasosiego. Y cuando quedaban escasos metros para volver a la realidad, deseó escuchar un beep, un mensaje, un tono que la ahuyentara del ensimismamiento febril que la poseía las últimas semanas, que la ayudara a dar, de nuevo, la bienvenida a su sombra. Un beep que la sacudiera, que le permitiera secar las lágrimas, desentumecer cada músculo, volver a soñar, permitirse sentir. Despertar.
Ha llegado a su destino. Errante, cabizbaja, entorna la vista, la puerta que la separa de la oscuridad, del paisaje urbano, de la conciencia real, tangible y demoledora de la soledad, que ya es esencia, parte indisoluble de su ser. Seña de identidad.
Marca el paso marcial. Trescientos, doscientos, ciento cincuenta metros: en su gélido pecho, cubierto por un pañuelo de seda, se oye por primera vez un ruido. Acompasa la zancada intentando emular el ritmo inherente de un corazón quebrado. Para en seco. Late, le pide, late otra vez.
Y su voz a mil años luz de la realidad arrulla entre ecos el sueño de los mil nacidos. Late, exige, late.
Y entre los mil, uno despierta y antes de que le dé tiempo a esbozar una sonrisa inocente e incorrupta, una lágrima incoherente, ininteligible o incomprendida se atreve, por fin, a zambullirse desde el ojo de ese uno de mil, despierto en la noche, hasta la ventana que es testigo de cómo un corazón muerto y frío se enfrenta al invierno, a su sombra y a la vida
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El sentido de la vida
Por Antonio Godoy
—¿Qué sentido tiene la vida, mi amor?
—¿La mía o la tuya? —respondió mientras exprimía el limón en la cuchara y la calentaba con el mechero.
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Octubre
Por Mª Ángeles Salas
Escucho tu zumbido e incluso puedo ver tu cuerpo oscuro y velloso de reojo.
No me gusta que estés aquí; es más, detesto hasta que respires.
Sí, ya sé que no tienes pulmones, pero inhalas el mismo oxígeno que yo aunque sea por otro conducto.
¡Vete, no quiero sentir tu presencia porque me inquietas!
Mi mundo, ese que solo vive en mí gracias a mis experiencias y a la vista, que la naturaleza me otorgó para recrearme en ella, es tan solo mío.
Nada te da derecho a perturbarlo. Es más, quiero que sepas, que no creo ni en leyendas ni en zarandajas, y bien sabes a lo que me refiero. Tú no anuncias nada malo, salvo que el otoño ha llegado con toda su fuerza, que sientes frío, y está lloviendo; tan solo eso.
Pero, aun así, deja de posarte en ese portarretrato. Él ya murió hace tiempo, y no fuiste tú, ni los presagios que tu sola presencia despierta en algunos, quién desconectó su aliento anclado en esta vida.
Murió porque su ciclo vital había terminado, y ni mis lágrimas ni mis desvelos pudieron luchar contra el dragón que se lo llevó como un fardo entre sus patas delanteras.
Aunque necesito ser honesta contigo y decirte que, en el fondo, he de agradecerte que lo hayas hecho, porque hacía tiempo que no le recordaba como lo estoy haciendo en este momento.
Su porte, esa gracia natural al caminar, su piel, a la que tantas veces recurrí para sentir su calor y el bienestar en aquellas noches sin luna, en aquellas tardes teñidas de brumas, en aquellas mañanas debutantes ante un nuevo día…
Malo es que el ser humano olvide a los que fueron importantes en su existencia y ya no están, solo porque sus rutinas y obligaciones les hagan correr por el tiempo como galgos en carrera.
Por eso, mi gratitud por hacer detener mi tiempo en este instante y poder, ayudada por la savia que nutre mi cerebro, llegar hasta el cofre de mis tesoros.
Tengo tantas piedras preciosas en él, que bien podría hacerme un collar de cuentas o mejor aún, una preciosa gargantilla que diese varias vueltas alrededor de mi cuello.
Un cofre lleno de sabios consejos, abrazos que siempre me cobijaron, sonrisas que abrieron el más hermoso de los arco iris. Lágrimas, también, y con ellas el alma relajada. Mil canciones, lugares que siempre estarán en el recuerdo; ruidos, un montón de ellos, y todos diferentes. El mar, ese abrazo azul que me saluda todos los días desde la ventana, el viento, el olor de la lluvia y las flores, la algarabía de los niños, el lenguaje de los animales o incluso un silbido con los labios fruncidos.
Caras y cuerpos que se van difuminando a lo largo del tiempo, y esto entraña enormes esfuerzos para recuperar sus siluetas, su particular olor, y su voz, sobre todo su voz. Esa voz que intentas a toda costa recordar sin llegar tristemente a conseguirlo.
Pero con él, con el que está en ese portarretrato donde estás posada, es diferente, porque él no era humano, ¿sabes…? Para mí era un ser divino aunque no hubiese nacido en el Olimpo. Fue mi compañero, mi primer amor, el que me enseñó el sabor de un beso y la abrasadora inquietud de una caricia, pero sobre todo fue un ser inteligente, noble y cariñoso.
Gracias, insecto de cuerpo negro y transparentes alas. Gracias por revolotear en este cuarto y recordarme que, además de seguir viviendo mi presente, el que me ha tocado vivir, lleno de imperfecciones y de muchas esperanzas hacia un futuro mejor, también tengo que abrir más a menudo ese baúl lleno de tesoros que, como bucanero de fragata, escondo, casi con temor a que me roben.
Aunque en el fondo sepa que nadie sustraerá ninguna cuenta, por muy valiosa que sea, porque, solo yo con mi esencia las puedo convertir en mis piedras preciosas, otorgándoles la vida en mi memoria.
Por ese motivo, a partir de ahora, las llevaré ensartadas con hilo de estrellas junto a mi corazón, para que iluminen siempre mi camino y me recuerden, que si hay algo que puede transformar al ser humano en una persona mejor es una hermosa palabra de cuatro letras, la palabra: a-m-o-r.
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El jockey
En las gradas de Ascot oímos una historia curiosa, ¿verdad, Mildred? Dos ancianos caballeros recordaban otros tiempos y otras carreras, menos elegantes a juzgar por alguno de sus comentarios. Uno de los dos citó a Lionel Beecham, un famoso jockey de finales del siglo XIX, y el otro contó a grandes rasgos la vida del personaje. Beecham, hijo de un granjero de Yorkshire, era muy bueno en lo suyo: se compenetraba con los caballos, los entendía, y ellos le obedecían con fidelidad perruna. Sabía cuándo estaban en su mejor momento y cuándo no se les podía exigir más. Les hablaba como a colegas y ellos parecían comprenderlo palabra por palabra. Cuando decía que iba a ganar, ganaba. Cuando sabía que iba a perder, callaba.
Solo tenía un defecto: no conseguía acostumbrarse al régimen alimenticio, severísimo, que llevan los jockeys para mantenerse delgados. Cuanto menos pesan, más ligero corre el caballo, como es lógico, así que los matan de hambre. Tened en cuenta que hablamos de un negocio que mueve muchos miles de libras y que un buen jockey puede hacerse rico con su trabajo, cosa que no ocurre a menudo. Lionel Beecham luchó heroicamente contra su hambre durante ocho años, los que duró su gloria en las carreras. Al noveno, fue derrotado por una rubita rechoncha de ojos verdes que lo enamoró a base de pavo relleno de castañas y tartas de manzana. Sucumbió a los encantos culinarios de su novia. Para la boda había engordado diez kilos, se había acabado su carrera como jinete y era feliz. No obstante, no abandonó el mundo de los caballos. Se convirtió en entrenador, tanto de hombres como de monturas, y le fue tan bien como le había ido antes. Quince años después de empezar a engordar, seguía siendo mucho más rico que nadie de su familia, tenía dos hijas preciosas y miraba las fotografías y los recortes de periódico de su época de jockey como si todo aquello se refiriese a otra persona, a alguien que casualmente se parecía mucho a él, pero en delgado.
Me diréis, con razón, que dónde está la gracia de la historia. De momento, en ningún sitio, pero el final es en verdad extraordinario. Lionel Beecham enviudó por culpa de la gripe de 1918. Y dejó de comer. Si no podía disfrutar de la cocina de su mujer, no quería ninguna otra, ni siquiera la de sus hijas, que habían aprendido de su madre y eran excelentes cocineras, a pesar de su juventud. Recuperó el régimen severísimo de los años mozos, el que tanto le había hecho sufrir en sus tiempos de jinete. Fue perdiendo peso, volvió a ser el tipo bajito y esmirriado que fue… y volvió a montar caballos de carreras. Los viejos aficionados no podían creerlo: Lionel Beecham, con más de cincuenta años, cabalgaba de nuevo. La verdad es que no duró mucho, apenas cuatro temporadas, y que no resucitó los éxitos de antaño, pero tampoco fue de los peores. Cuando se retiró definitivamente tenía 56 años. Compró unas cuadras y se dedicó a criar y entrenar los caballos de otros: lores y banqueros que querían presumir de corceles sin dedicarles tiempo ni mancharse la ropa. Cada vez que le preguntaban por qué había vuelto a las carreras, respondía lo mismo: “Por amor”. Y cuando le pedían explicaciones a tan sucinta respuesta, agregaba: “Mi mujer se sentía culpable de haberme apartado de mi profesión. Cuando murió, pensé que se lo debía. Ahora sé que está orgullosa de mí y que me espera en el cielo, para volver a darme de comer”.
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Sueño de una avispa alrededor de otra avispa un segundo antes del despertar
Por Ramón
¿Cuál es la dosis letal de amor no correspondido? Dime.
Se estaba yendo, pero un boomerang de culpa en los oídos acababa de transbordarle la mujer de las lentillas color cardenillo. Le chocaba que antes, en la terraza, entre la cafeína y la nicotina y el etanol y la albúmina, el encuentro hubiera sido más samaritano.
Ella estaba de pie, mientras él se abrochaba la camisa, acariciándole con espirales de arquímedes el tercer pezón. No parecía esperar una respuesta.
«¿De esa sustancia trivial, penosa, era la nostalgia inhibida de estos años ausentes?» – Pensó él.
Enviscada también en sus reflexiones, ella le distinguió una mirada asperger, botulínica. Quizá le dolía que hubiese aceptado tan a la ligera, tiempo atrás, la decisión de sus padres, de separarlos. O quizá el poco rédito que estaba obteniendo ahora de él tras romper el muro opaco de las redes sociales.
Pues habían llegado al efecto dominó del amor retomado, la escala de trivialidades concertantes: cafeterías, restaurantes, paseos, esperas, apartamento.
Pero también entonces, llegados a ese punto, había como un trasfondo extraño. Al chisporroteo final sin toma de tierra les llevaba un sabor a ricina en cada beso.
Y después, sin solución de continuidad, él se vestía. Su adiabático silencio trajo la angustia de la pregunta. Y el levantarse, tocarle la anomalía y no esperar ni su rechazo formó en el actuar de ella una voluntad monopola. Él se retrajo hasta la escalera, donde acabó de abotonarse, confundido, con una reacción capsaicínica allí, en donde ella acababa de rozarle. Tardó una eternidad en amortiguarse. De hecho, nunca recuperó su sensibilidad habitual.
Oyó el taconeo de él distendiendo la acera, atenuándose.
Se arrojó en su ausencia entibiada. Algo se desprendía de la almohada. «Almendras amargas».
Pasó la noche, pasó la mañana. Quedó frío su lado de la cama y en la cianosis le dio por recordar.
Era eso: pasadear con su hermano, treinta años después, la habían predispuesto al olvido.
***
IV = I
Por Luis
*FUEGO*
Soy la magia detrás del desastre del enamoramiento. Deja que mi composición inflamable entre en tu núcleo y caliente el óxido de tus neuronas. Si me pruebas, tu vida cambiará ascendiendo a sensacionales palabras de orgasmos multivariables. Cojamos en monosílabos. Corrámonos en lírica audiovisual de parafernalia balística.
*TIERRA*
Soy la serenidad transcendental de la vida. Deja que mi ambiente radial te relaje y aleje cada temor en tu recóndita hastiada mente. Si me pruebas, tu vida cambiará traspasando a niveles imaginarios de focalización extracorpóreos. Cojamos en armonía. Corrámonos en acordes mayores de pentagramas grafiados.
*AIRE*
Soy la sangre de los pulmones hambrientos. Deja que mi esencia transformadora controle el saciamiento profundo de inmensas turbulencias musculares. Si me pruebas, tu vida cambiará alterando los minuteros tramposos de estructuras exógenas. Cojamos en brisa. Corrámonos en catabáticos vientos de ciclones mastodónticos.
*AGUA*
Soy la viscosidad de nocturnos encuentros. Deja que mi libertad imparable libere sentimientos fugaces en búsqueda de islotes transfronterizos. Si me pruebas, tu vida cambiará fluyendo guerras salvajes de historias interminables. Cojamos en marismas. Corrámonos en soluciones unificadas de químicos orgánicos.
¿Por qué elegir si yo soy todo?
AMOR.
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Tres
Por Blas Ruiz Grau
Siempre fue en el tercero.
Los recuerdos se amontonaban en su cabeza. Algunas veces le costaba rescatarlos y otras, sin embargo, aparecían sin más y la asaltaban sin avisar. Ese era uno de esos momentos.
Hubo un tiempo en el que no se dio cuenta por qué él siempre elegía vivir en una tercera planta. Recordaba cuando encontraban viviendas estupendas, relativamente baratas y él las rechazaba porque no eran una tercera planta.
Esa obsesión por su parte pronto se vio contestada cuando observó su manía en torno a todo lo relacionado con el tres. Siempre hacía las cosas de tres en tres. Llamaba tres veces a la puerta, soplaba tres veces sobre una cuchara caliente, hasta no sabía cómo, pero era capaz de estornudar tres veces seguidas.
Tonta de ella, llegó a pensar que aquello era una especie de manía compulsiva, un trastorno como otro que le llevaba a esa repetición impar una y otra vez. Tardó casi un año en darse cuenta que no era así.
Y es que nunca fue buena para las fechas. No es que no pusiera interés en recordarlas, ni que no las considerara importantes. Es que casi nunca se le quedaban grabadas. Sin más. Siempre fue así.
Y fue él quien, precisamente, un día tres de marzo del año dos mil cuatro llegó con un ramo de tres rosas de tres colores diferentes. La besó y le felicitó el primer aniversario juntos. Entonces cayó. Tres del tres del tres. Sólo hacía todo eso por puro romanticismo.
En aquel momento creyó morir de amor. Nadie, nunca, se había esforzado tanto por hacerlo todo perfecto como lo hacía él. A partir de ese momento todo fueron detalles. Dejaba preparado el desayuno antes de marcharse al trabajo con tres tortitas que él mismo modelaba, torpemente, con forma de corazón. Los días tres de cada mes, una carta escrita en tres párrafos la esperaba todos los días sobre la cómoda de tres cajones que ambos compraron para su habitación. Y todos los días, absolutamente todos, le daba tres besos nada más llegar a casa, agotado de tanto trabajar y con la mayor sonrisa del universo dibujada en su cara.
Ella sonrió mientras deambulaba por el pasillo de la casa. No consiguió que una lágrima saliese de su rostro pues pensaba que ya se había secado de tanto llorar. Llegó hasta el salón. Ahí estaba. Sentado en uno de los tres sillones, con la mirada perdida hacia la ventana del salón de su vivienda, la que estaba ubicada en el número tres, en la tercera planta.
Quiso decirle algo, pero supo que de nada servía. Nunca la escuchaba. Había dejado de hacerlo hacía ya demasiado.
Se preguntó dónde había quedado el hombre del que se enamoró perdidamente. Por qué había dejado su trabajo. Por qué ahora ya ni le hablaba. Por qué no la besaba como antes. Ya no deseaba ni siquiera esos tres besos. Con uno solo volvería a ser la mujer con mayor dicha del universo.
Sin dejar de preguntarse qué mató el amor volvió por dónde había venido. Se pasaba el día recluida por voluntad propia en la habitación de invitados que con tanta ilusión ambos decoraron. Con tres cuadros de tres flores, las mismas tres que él había elegido en su primer aniversario.
Pasó al interior y se tiró sobre la cama. Seguía sin poder llorar. No entendía qué mató el amor. No lo entendía.
En el salón, él sí lloraba. Por su rostro se deslizaron tres lágrimas, tres. Cayeron sobre la foto que sostenía en la mano. En ella salían ambos, felices, como siempre lo fueron. No sentía fuerzas para levantarse, como cada día que pasaba. Comenzó con su típico ritual de furia mental maldiciendo todo. Todo.
Maldijo haberla conocido. Maldijo haberla amado. Maldijo haberse imaginado una vida entera junto a ella. Maldijo aquella enfermedad. Maldijo que lo hubiera dejado solo. Maldijo no haber muerto junto a ella cuando el cáncer decidió que ya no quería dejarla más a su lado. Maldijo que hubiera ocurrido un día tres. Maldijo que el día de hoy fuera tres, del tres, del dos mil trece.
Gritó de rabia. Maldijo que ella no estuviera ahí, con él.
Gritó tres veces antes de quitarse la vida.
Ella no lo escuchó.
Pero sin más, lo vio ahí, a su lado.
Él la besó tres veces. Tres.
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También hay flores que crecen en el fango
Lo fuiste todo.
Amor de infancia. Amor que olía a tiza, goma de borrar «Milán» y chicle con sabor a fresa ácida.
Amor de juventud. De caricias junto al río, carne germinada y sangre en ignición.
Amor maduro. Nos casamos. Y me prometiste las fuentes del Nilo, las heladas cumbres del Annapurna y paseos a diario por el arco iris de la vida.
Desamor. Meses después, descubrí la cara oculta de tu luna. Y fuiste hambre y hombre del saco. Y sólo hubo fuentes a la altura de mis ojos. Y supe que de nada sirve lamerse las heridas cuando el dolor dibuja interrogantes en tus huesos.
Amor propio. ¿Acaso es pecado ser feliz viéndote así, amor, amortajado?
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Selección de relatos del concurso de historias de amor (I)
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