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Selección de relatos del concurso de historias por la igualdad

Historias por la igualdad en zenda

Cerca de trescientas #historiasdeamor participan en nuestro concurso organizado con motivo del Día Internacional de la Mujerpatrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Este jueves, 16 de marzo de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Y ahora ofrecemos una selección con los veinte relatos que optan a los premios.

Para participar, había que escribir un relato en internet en lengua española que incluyera la palabra IGUALDAD. El relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los usuarios hubieran publicado el texto, debían inscribirse en el Foro de Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/historiasporlaigualdad-en-zenda/La extensión mínima de los textos era de 100 caracteres. La máxima, de 1.000 palabras.

Plazo de entregaDel miércoles 1 de marzo a las 13:00, al domingo 12 de marzo de 2017 a las 23:59.  El jueves 16 de marzo de 2017 se difundirán los nombres del ganador y del finalista.

El jurado, formado por los escritores Lorenzo Silva, Espido Freire, Lara Siscar, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, seleccionará un ganador y un finalista. El jurado valorará la calidad literaria y la originalidad de la historia. Aquí puedes consultar las bases del concurso.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las veinte #historiasporlaigualdad seleccionadas.

1

Lazos rojos

Por María Florencia Moscato

La bailarina juega a ser trompo en su cajita de música, etéreo remolino que sin embargo, no le da pelea al viento. Es fácil ser ella, si uno la imagina como parte de lo frágil y lo manso, dejándose conducir al son del burbujeo del mundo que la circunda. A lo lejos, el soldado de plomo es un habitante tieso de lo inmueble, atornillado a clorofórmicos mares de estoicidad. Oculta en su rol de espectador el grafismo de lo no flexible, lleno de rectas y rectitudes valientes y valiosas, pero sin ninguna O que orbite en su universo de un solo perfil.

    Pero en cierto momento la música deja de sonar, la bailarina se detiene, y su mirada se acopla en tiempo y velocidad a la del soldado. Es ahí donde la igualdad de la coincidencia los hace cercanos y les da cuerda en el sueño de poderse ver uno en el otro,  y viceversa cien veces, como un partido de ping pong donde cada regreso es una fiesta de los cinco sentidos.

    Entonces la bailarina se aquieta, descansa en eternidades y el soldado puede bailar a través de la mirada de quien vuela en danzas. Los dos huyen con la imaginación en calesitas, los dos sienten que pueden heredar el mismo final del cuento. Pero el silencio se apaga y la música recomienza, cortando el lazo rojo del instante en que los dos se encontraron a sí mismos al atreverse a poblar el otro lado del abismo.

***

2

Cinco

Por Raquel Jiménez

Soy indicativo de conformidad y, para más inri, prensil. Voy a mi bola, aunque no del todo. Me gustaría separarme de los otros, pero no me es posible. Somos  como siameses. El Ser no tiene en cuenta mi grandeza, pero sé que algún día dominaré el mundo. Tengo otros tres hermanos. Uno muy similar a mí y los otros dos son bastos y regordetes y trabajan a mucha distancia. Y a pesar de eso los puñeteros Hermanos Grimm minimizaron mi nombre. Se atrevieron esos indecentes. Cuando sin mi ayuda no habrían podido asir la pluma que les dio la gloria. Y sin mis movimientos habría tantas personas que no podrían dar a entender un OK. ¿Es que no se enteran? ¡Igualdad a mí!

Soy un tipo fundamental que va siempre por delante. Cuando el Ser quiere algo, yo servilmente lo indico. Y lo tiene. Soy el puto amo. Cuando el Ser quiere destacar sobre el resto, me elevo en el aire, dejando abajo la maraña de pelos que cubre su cabeza y dejando a estos cuatro inútiles que me acompañan arrugados, doblegados ante mi poder. Me revienta que nadie me tenga en cuenta, me pongo malo cuando dicen eso de “¡Choca esos cinco!”, ¿cómo que cinco?: Mi nombre es tan importante que todos los libros del mundo comienzan con él. Índice.

Tengo el nombre del órgano motor del Ser. La putada es que estoy en medio. Estos cuatro gañanes no se despegan de mí ni a sol ni a sombra. Únicamente cuando el Ser quiere demostrar su desprecio por el mundo se acuerda de mí. ¡Me da tanta rabia! Pero… ¡si soy el más alto! ¡Eso tendría que significar algo para Él!

Soy emotivo, emocional, sensible. El Ser me quiere, lo sé. Me adorna con aros de latón, de oro, de plata. Me mima. Me dan pena los otros cuatro, no se percatan que no son nada para el Ser. A mí me acicala más que a nadie. No es que sea superior a ellos, pero sé que soy muy especial.

“¡Échame una mano!” Ya estamos otra vez. Con la misma cantinela. ¡Que no, que no y que no! Ya estoy harto. No quiero que me consideren en el mismo equipo que estos cuatro perdedores. Pero si yo soy fundamental. Aporto el equilibrio. Soy el contrapeso. Y si no, ¿por qué el Ser me eleva al tomar el café? Soy imprescindible.

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3

La asistenta

Por Alberto Palacios

Yo tenía una asistenta, se llamaba Luisa, era un poco gordita, usaba gafas y tenía marido o hijos, no sé. Estuvo trabajando en mi casa más de seis años, y yo, que siempre he estado por la igualdad entre géneros y entre clases le pagaba lo que me pedía,  le regalé alguno de mis libros y le daba un extra por Navidad.
Ya no trabaja para mí. No, no es porque hiciera mal su trabajo, si acaso demasiado bien, a veces me reñía si dejaba tirada mi ropa interior o si olvidaba alguna botella encima del mueble del salón provocando esos cercos pegajosos que tanto me recuerdan mi niñez.
Lo cierto es que me robaba. No, dinero no, siempre recogía hasta el último céntimo que rodaba debajo de mi cama y encontraba billetes doblados en mis pantalones antes de echarlos a la lavadora. Robaba mis papeles, mis escritos, las cosas que desechaba y que ella iba recogiendo y guardando sin yo saberlo.
Una madrugada en la que me puse a buscar sinónimos por Internet, encontré un cuento mío, (un cuento que alguna vez fue mío) publicado en una web de jóvenes talentos, premiado con un viaje a Escocia y un lote de productos para el acné. Luisa no tenía acné, pero sí mucha cara, le pregunté qué significaba aquello, se encogió de hombros y me dijo que tenía muchos más cuentos publicados, que había ido recogiendo todo lo que yo no quería y que lo había ido mandando a concursos con distintos nombres, y que estaba a punto de publicar un libro de relatos −mis relatos− en una editorial de campanillas. No supe qué decirle, traté de indignarme pero no me salía, no sabía si en realidad aquello era justo (yo siempre le había dicho que mi casa era su casa) o si no era más que una ladrona que me había quitado algo que era mío.
Me mordí la lengua, me reafirmé en que soy un defensor de la igualdad y lo dejé pasar, hasta que apareció su libro con mis cuentos… y claro tuvo el éxito que imaginaba, empezaron a entrevistarla, su cara gorda salió en varios suplementos literarios, la llamaron de un par de programas de radio, apareció en la tele, a una hora en que nadie ve la tele, como debe ser con los escritores que escriben. Pero Luisa no escribía, era yo el que lo hacía y no cabía en mí de rabia, y de envidia.
A pesar de su éxito Luisa seguía yendo a mi casa, a limpiar y a recolectar los escritos que yo seguía dejando por aquí y por allá, tirados, descuidados. Y empecé a obsesionarme con todo aquello y comencé a prepararle trampas, a dejarle cuentos mal construidos con personajes mal perfilados e historias mal hilvanadas que ella iba recolectando como el que va a los viñedos después de la cosecha, a recoger lo que no han querido los demás. Y su vino volvió a tener éxito, los periódicos hablaban de su madurez, de su solera, de su consagración, se felicitaban de que Luisa «que en su humildad sigue trabajando como asistenta de hogar» no había sido reina por un día. Y yo cada vez más rabioso, menos divertido, y con una ofuscación que me llevaba a escribir peor y a publicar menos y con peores críticas.
Hasta que le preparé la última trampa antes de despedirla, me dispuse a copiar páginas de otros escritores, de Bolaño, de Borges, de Benedetti, y a dejarlas tiradas como si fueran borradores míos. Ella se los llevó y con esos retales confeccionó un traje que vio la luz seis meses después. El plagio fue un éxito, vendió miles de ejemplares y un conocido director de cine compró los derechos para hacer una película. Nadie se dio cuenta del fraude y, por lo que a mí se refiere, no tenía humor ni vergüenza para denunciarlo.
Yo, que cada vez vivía peor y escribía menos, ya solo lo hacía pensando en ella y le preparé el último regalo, la caja que al abrirla le estallaría en la cara: mis propios libros llenos de mis lugares comunes y con palíndromos que dejaran mensajes claros sobre mi autoría. Los recogió, los rehízo, los publicó, un crítico en una revista alabó el homenaje que aquella mujer me había hecho, me invitaron a un cóctel y agradecí públicamente su detalle y su humildad ya que, a pesar de su éxito, seguía planchándome las camisas, la pena, dije, es que ya no tenía dinero para pagarla, ya no escribía, estaba en la ruina, y me veía en la necesidad de despedirla. La despedí allí, delante de todos y todos lloramos. Y ella, magnánima, se ofreció a darme trabajo en su chalé como mayordomo.
Ahora que soy empleado de hogar y trabajo para Luisa −que ya no está tan gordita− no acaba de convencerme eso de la igualdad que, la verdad, no encuentro por ninguna parte. Ella escribe por las noches y yo limpio por las mañanas tratando de no hacer ruido, a veces, en su papelera o encima de las mesa encuentro manuscritos rotos o tachados, de sus cuentos, de sus novelas, que recojo y recompongo a escondidas. El mes pasado envié uno a una página web de nuevos autores y me lo premiaron con un viaje a Escocia. No me gusta demasiado como escribe, pero sus personajes son creíbles y sus historias lo suficientemente inverosímiles.
      Si sigo aplicándome en la labor de recogida y cribado puede que pronto tenga un libro de cuentos del que, al parecer, los responsables de una editorial de campanillas están interesados para su colección de nuevos autores.

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4

Igualdad laboral: manual de instrucciones

Por Octavia Blume

Mírese al espejo y dibuje una fina línea negra sobre su labio superior. Compruebe si su complexión facial adquiere así algún rasgo masculino. Si no es así, vuelva a dibujar la raya pero más gruesa esta vez. Hágalo con determinación y sin miedos. Si tiene usted dotes artísticas, puede permitirse dar forma a esta línea pintando los extremos hacia arriba en un gesto daliniano. A continuación, pruebe a decir la forma masculina de su nombre en voz alta en el tono más grave del que sea capaz. Ejemplo: si usted se llama Manuela, diga Manolo. Hágalo como desde un púlpito: con autoridad, que retumbe el sonido dentro, y fuera, de su caja torácica. Ma-no-lo. Repítalo varias veces, hasta obtener el efecto deseado y, sobre todo, hasta que usted consiga asimilar su nueva condición. Si su nombre no admite el género masculino, cámbieselo. Como verá más adelante, este paso es fundamental. Recójase el pelo y, si fuera necesario, aplíquese una buena cantidad de fijador o sujételo con una goma. En el caso de que sea demasiado largo, considere la opción de cortarlo (un rasurado también es una alternativa adecuada). El siguiente paso, dedicado a la vestimenta, es crucial: oculte sus piernas, sus muslos, sus caderas y su pecho (si es muy grande, evalúe la posibilidad de una extirpación: el tamaño suele ser un impedimento) de manera que sus formas no puedan delatar su identidad femenina. No la va a usar, la identidad. Tome ahora su currículum (copia digital) y con la opción “buscar/reemplazar” de su editor de textos, sustituya todos los sustantivos y adjetivos que acaben con la letra “a” por los correspondientes con la letra “o”. Es posible que necesite consultar en una gramática o un diccionario la forma masculina de alguna palabra. Si así fuera, hágalo. Por último, recuerde cambiar su nombre en la cabecera del currículum por el que haya usado según se detalla al principio de estas instrucciones.

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5

El sol del membrillo

Por Lola Sanabria

Dicen que aún es verano. Abro la tabla y enchufo la plancha. Los colores se amontonan encima de la silla. Enciendo el televisor y veo en la pantalla un lugar de hielo con arroyos de sangre que se escapan por las grietas del suelo. Los esquimales desuellan focas. Estiro un pantalón sobre la tabla, paso la plancha y el vapor suelta su carga de flores envasadas. Hace calor. Voy a la cocina, abro el frigorífico, cojo una cerveza, tiro de la anilla y doy un trago. Vuelvo a la plancha y cambio de canal. Woody Allen  mira aterrado una placa con zonas ciegas y círculos de luz. Cojo una camiseta. Blanca como las nubes que corrían por el cielo en las mañanas de playa. Dejo la plancha y bebo otro sorbo de cerveza. Cambio de canal. Premios de fotografía: 1957, Douglas Martin capta la entrada de una de las primeras estudiantes negras en la Universidad Harry Harding. 1968, ejecución de un miembro sospechoso del Viet Cong por Eddie Adams.1972, Ut Cong Huynh: Niños huyendo asustados de un bombardeo con NAPALM.1981, Manuel Pérez Barriopedro muestra una instantánea del secuestro del Parlamento por Antonio Tejero.1994, Kevin Carter gana el Pulitzer con la fotografía de un niño acosado por un buitre y después se suicida. 2003, Jean-Marc Bouju, capta la imagen de un hombre iraquí acunando a su hijo en un centro de retención para prisioneros de guerra…Sudo,  mi mano tiembla y deja la plancha insegura al borde de la tabla. Cierro la caja de Pandora con el mando a distancia. Oigo la llave girar en la cerradura. Entra, me da un beso, se quita la blusa y la tira sobre el sillón. Bebe de mi cerveza. Tiene la piel dorada y brillante de sudor. Dejo sobre la mesa la camiseta morada, con un lema sobre la igualdad. Desenchufo la plancha, saco el cinturón de la hebilla, me desabrocho el botón del pantalón y bajo la cremallera mientras la sigo hacia la habitación. El sol se retira a trozos de los edificios. ¡Qué guapa está mi mujer!

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6

Pasos

Por Raúl Clavero

Tus pies se balancean frente a tus ojos, se agitan como dos pistones enloquecidos de hueso y piel. Son tuyos, tus pies, pero aún no lo sabes.

Han de pasar todavía unos cuantos meses hasta que comprendes que te pertenecen, entonces aprendes a usarlos, a sentir en ellos poco a poco la implacable firmeza del mundo, y das un primer paso, y otro más, y caminas, repitiendo tu nombre de cuando en cuando, ¡Kathrine! ¡Ka-thrine!, dos explosiones líquidas de sonido y burbujas, y pareciera que inventas la vida en cada metro, que nada ha existido antes de ti, y caminas, caminas, sorprendiéndote del prodigioso mecanismo por el que a una pierna la sigue invariable, obediente, otra pierna, y caminas, y te caes, y ríes o lloras, pero siempre te levantas, y un día, sin más, corres.

Todo resulta deliciosamente sencillo, cada zancada despliega para ti nuevos universos, futuros luminosos. Tus piernas se alargan, tu mirada se afila, hace tiempo que sabes cómo deletrear tu apellido. Te enamoras por primera vez, y no es de un actor, ni del profesor de química, ni de algún otro adolescente de tu barrio, sino de una sencilla y áspera pista de atletismo.

Los sonidos de tus pisadas de pluma sobre el tartán te envuelven como a una hija, y giras, giras, giras, en una órbita interminable, impulsada como la ceniza en el viento. A veces cierras los ojos y sientes que la levedad de tus jadeos se apropia de todo tu cuerpo, y juegas a pensar que, si quisieras, podrías convertir en alas tus tobillos, y crees que no hay límites, que nada conseguirá pararte. Nada. No hay ningún sueño que te resulte tan lejano como para que no puedas, al menos, llegar a rozarlo. Tienes veinte años y necesitas retos mayúsculos, adueñarte si es preciso del horizonte.

Y entonces, sucede.

-No es una buena idea – se limita a musitar tu entrenador.
-¿Por qué?
-Porque las mujeres no pueden correr la maratón. Es físicamente imposible.
Una extraña rigidez te domina. Miras tus pies en el pasto, detenidos por primera vez desde que tu memoria alcanza ¿Tendrá razón? ¿Será verdad que hay muros infranqueables? ¿Cuarenta y dos kilómetros son demasiados para una mujer?
Apenas tienes que meditarlo unos segundos.
-Te equivocas – dices por toda respuesta.

Te citas con la historia un diecinueve de abril. Tratas de pasar desapercibida pero ya en los primeros kilómetros has de soportar el peso de todas las miradas. Algunos hombres ríen, otro intenta expulsarte de la carrera, un tercero te fotografía como si fueras un objeto exótico de una exposición. Sigues adelante, ya no hay posibilidad para la duda, no hay tiempo para el dolor. Eres Kathrin Switzer, te repites, y sólo puedes avanzar. Das un paso, dos, tres, sorprendiéndote de nuevo en cada zancada del prodigioso mecanismo por el que a una pierna la sigue invariable, obediente, otra pierna. La carretera es una nebulosa, la meta un punto vibrante que se burla de ti. Está allá, al fondo. Escuchas algunos gritos. Faltan unos pocos metros.

Tres metros.

Dos.

Uno.

Ya está. Lo conseguiste. Eres la primera mujer que termina la maratón de Boston. Deberías alegrarte, lo intentas, pero tu dicha no es completa porque es ahora, al sentir cómo tu pie derecho aterriza junto al izquierdo cuando sabes, de pronto, que éste no ha sido simplemente el último paso de una carrera, ni siquiera el primero de una existencia distinta en la que ya para siempre serás famosa, sino uno más, tan sólo un paso más en un camino mucho más largo hacia la igualdad.

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7

Examen de matemáticas: el porcentaje

Por Jon Ulibarri

Expresar en porcentaje la igualdad:

50%

Dividir en partes iguales, entre hombres y mujeres, 36 trabajos:

18 trabajos para hombres y 18 trabajos para mujeres

¿Si una mujer, trabajando el 100% de la jornada laboral, gana 750€ y un hombre gana 1000€, cuánto gana la mujer respecto al hombre? (en porcentaje):

75% del sueldo del hombre

¿Si una mujer trabaja la mitad de horas que un hombre porque uno de los dos tiene que quedarse en casa por las tardes para cuidar de sus hijos y deciden que sea ella, cuanto ganaría respecto a un hombre? (en porcentaje y en total):

37,5%, 375€

¿Si el hombre y la mujer ganan lo mismo y la familia necesita 2.000€ al mes para pagar la hipoteca y demás gastos vitales, cuantas horas deberían trabajar los dos?:

100% de la jornada laboral

¿Quién se queda entonces con los hijos por las tardes?:

Los abuelos, al 100%

¿Cómo resolverías para que la madre, en este caso, pueda quedarse en casa por las tardes sin tener que recurrir a los abuelos y pudiendo cubrir sus gastos? (plantear ecuación y resolver ):

2000€=x+2x;  x=666,66€ ; Aumentar los sueldos un 33%

¿Si la mujer gana lo mismo por hora, pero trabaja el 50% de la jornada, podemos decir que está en condiciones de igualdad?:

No, porque trabaja el otro 50% en casa y no cobra por ello.

Subraya cuál de estas afirmaciones es la más completa:

Se debe resolver la desigualdad entre hombre y mujeres en el ámbito laboral

Se debe resolver la desigualdad entre hombre y mujeres en la sociedad

Se debe plantear otro modelo social y laboral con el objetivo de conseguir un equilibrio del peso y valoración de los roles sociales, familiares y laborales.

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8

Utopía

Por Lidia Martínez Ronaldo

He caminado sin rumbo, intentando encontrar una línea de meta que pudiese traspasar. Lo he hecho en silencio pero gritando, sonriendo mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

Me he detenido buscando una bocanada de aire fresco como lo hace un recién nacido que no sabe lo que es llenar cada alvéolo de oxígeno y, sin embargo, el instinto le dice que es la única forma de estar vivo.

Me he caído, me he roto el pantalón y me he clavado incontables chinas en la mano. Pero me he levantado, me he sacudido el polvo y he continuado.

He repetido inconscientemente mil veces este proceso y no he conseguido toparme con ninguna bandera a cuadros.

Exhausta, he analizado la situación y me he dado cuenta de que he cometido varios errores… No mirar atrás y creer que caminaba sola.

(Acabo de entender por qué Machado decía que “al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”)

Ahora, miro a los lados y veo a todas esas personas que me han acompañado siempre, que se han detenido en busca de esa bocanada de aire, que se han caído y se han levantado sacudiéndose el polvo, dejando ese orificio en el pantalón.

También puedo observar a aquellos que nos miran desde la barrera, a lo que giran la cabeza al vernos pasar, a los que nos aplauden e incluso a los que se echan las manos a la cara y nos increpan.

Cada uno tiene una historia y un camino que narrar pero hay algo que les une, ninguno tiene sangre en las manos, ni polvo en sus ropas.

Hoy he entendido por qué no hemos sido capaces de encontrar esa bandera y esa meta a pesar de los kilómetros recorridos.

Hoy he recordado por qué aquel día en el que todavía paseaba de la mano de mi madre, al preguntarle que qué era la igualdad; tras un breve pero eterno silencio, me respondió: “una utopía, cariño, pronto lo entenderás”.

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9

Las mujeres de mi vida

Por Natalia González Blanco

Al principio, mujeres de mi vida, cuando me amamantabais con vuestros senos mientras la boca se os emancipaba y hablaba de igualdad, os creía. Más tarde, cuando solté la teta, empecé a sospechar al observar que vuestro cuerpo no os obedecía.

A los quince, mi corazón latía herejías en la mesa cuando infatigables, no podíais evitar levantaros si una servilleta deshacía con sutileza el ángulo recto que ofrecía siempre al hombre, el pan recién hecho.

A los veinte, me fui de casa con una maleta y un ajuar de moscas; y a los veinticinco, me enamoré de un hombre al que juré no doblar servilletas.

A los treinta, quemé el ajuar porque el cuerpo no me respondía. Y ahora que tengo casi cuarenta, se empiezan a someter mis manos cuando escribo estas letras.

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10

Calza treinta y nueve

Por Gely Martínez

Calza treinta y nueve, tacón de aguja, falda recta y el escote anuncia el cuerpo femenino. A su lado un cuarenta y dos, náuticos, pantalón oscuro y una camisa blanca que no da pistas. Venden sueños, viajes lejos de la ciudad, esa que Alicia cree que le ha engullido. El uniforme le molesta, le pica y mira de reojo a Diego, más que a él, a su zapatos, cómodos piensa. Han vendido toda la playa y arena, agosto no es buen mes y las tardes son eternas. Ordena la mesa, rompe papeles, guarda otros y debajo de los folletos » Lunas de miel» el informe de igualdad de la empresa. Sonríe, se mira de arriba abajo, tacones, piernas, zapatos, camisa, escote, pintalabios, maquillaje, máscara de ojos, mira a su compañero; zapato, pantalón, camisa y un rostro. «Y una mierda Igualdad» grita, estrella los zapatos contra Diego, la falda contra el jefe, la camisa vuela sobre el ventilador, se devuelve la mirada y huye despavorida de la ciudad.

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11

Personaje secundario

Por Yolanda Nava

Él pone brillo en los ojos de la gente. Transforma lo normal en extraordinario. Ella es su sombra. Coloca en sus manos los elementos que, sin mirarla, él demanda con un gesto. El público se pone en pie cuando el cuerpo de ella es atravesado por la afilada hoja de la mentira. Cuando reaparece, las ovaciones son para él. Ella lo entiende. No se ha sentido entera, ha estado torpe, no ha posado con gracia y el maquillaje no ha sido capaz de ocultar las ojeras acentuadas por la falta de sueño. Lleva toda la semana trasnochando. Cosiendo lentejuelas en la capa que él luce; velando la fiebre del niño y rematando la pancarta que el próximo día ocho alzará en pro de la igualdad.

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12

Nuevos aires

Por Natalia Arenas

Lacio y ligero, el pelo le rozó los hombros cuando desarmó ese rodete que cada mañana, incluso antes de cepillarse los dientes y lavarse la cara, improvisaba sobre su cabeza. Apenas lo sostenía con una banda elástica que siempre parecía a punto de romperse, pero resistía.

Por un instante se quedó mirándose en el espejo, casi no se reconocía con el pelo suelto. Le resultaba incómodo para planchar, para lavar los platos y después secarlos. También para fregar los pisos, lustrar los muebles y desinfectar el baño. Incluso cuando salía a hacer las compras o a llevar a los chicos a la escuela y el viento le azotaba el rostro, perdía visibilidad en esa maraña de tierra y mechones.

Apagó la luz de la habitación y caminó hasta la cocina. De una de las sillas tomó una cartera y de arriba de la mesada una pancarta casera que en letras rústicas decía “Igualdad”.

Se dirigió hacia la puerta principal, la abrió y antes de salir se detuvo. Se desató el delantal, sucio de grasa, y lo arrojó hacia una silla con imprecisa puntería. Se quedó mirándolo, hecho un bollo, en el piso. Sonrió. Cerró la puerta. Caminó, con el pelo suelto. Lacio y ligero.

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13

Un recreo y el partido

Por Odiseo

En medio del recreo el partido se desarrollaba con la máxima igualdad posible, siete a un lado y tres al otro, los mejores de la clase.

-¿Puedo jugar? – Gritó Ahinoa al aire mientras todos corrían tras pelota a su alrededor.

-No, que ya tenemos los equipos hechos.

-Pero si ganáis cinco a cero, puedo ponerme con el otro equipo.

Jorge, el mejor de la clase, no dejaba de jugar al balón mientras contestaba.

-¡Sí hombre!, ocho contra tres es demasiado. ¡Quita!

Ahinoa le pilló desprevenido y le robó el balón.

-¡Lárgate, que no puedes jugar con nosotros!

-¿Cómo que no?

-Pues no, porque ya tenemos hechos los equipos. Además eres una chica y el futbol es para chicos.

-¡Seño, seño! –La niña se acercó corriendo a la maestra. –Es que los chicos no me dejan jugar con ellos.

-A ver, cálmate y explícamelo. ¿Por qué no te dejan jugar?

-No lo sé, dicen que ya tienen los equipos hechos y que no puedo jugar al futbol, que es para chicos.

-Va, no les hagas caso. Déjalos allí y vete a jugar con los demás.

-Pero los otros no están jugando al futbol. Yo quiero jugar al futbol, seño, diles que me dejen jugar.

-Pero míralos, hija mía, si son unos bruticos, ¿qué se te ha perdido a ti allí?

-Jo, seño,  si pierden cinco cero. Además, soy mejor que la mayoría. Mira a Julio. –El dedo de la niña se dirigió sin piedad al niño gordito que charlaba con el portero bajo los palos de una de las porterías. –Hasta a él le dejan jugar y ni siquiera es bueno. En realidad es desastroso, solo vale de defensa, seguro que nunca ha metido un gol con lo gordo que está.

-Oye, Ahinoa, no seas maleducada. No puedes decir eso de un compañero. –Ahora la maestra empezaba a enfadarse ante la insistencia de la niña.

-Me da igual, solo quiero jugar como los demás.

-¿Cómo que te da igual? No puedes ir por ahí insultando a los demás.

-Pero si no es un insulto, está gordo de verdad.

-¿Pero será posible? Para dentro ahora mismo, te quedas sin recreo.

-Pero, ¿por qué? Si son ellos los que no me dejan jugar, no es justo.

Y aun así, Ahinoa pasó aquellos minutos de recreo esperando bajo la campana.

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14

Diosa

Por Siana

Hubo una vez un dios que, creyéndose superior a todos, decidió llevar la corona del poder absoluto. Un día, una diosa le retó a un combate. El dios, sabiéndose diestro en el manejo de la espada, aceptó, pero ella le abatió, dejándole malherido. Él reclamó el derecho a su inmortalidad para poder así resarcir su orgullo, y desafió a la diosa a construir el mayor templo jamás visto, mas ella construyó otro que llegó hasta el mismo firmamento. Humillado, el dios le propuso una última prueba. Deberían resolver sobre un mapa todos los mecanismos del Cosmos. El dios pasó días y noches confeccionado una obra tan deslumbrante como reveladora. Ella dejó la lámina en blanco y le dijo:

—Míralos —dijo señalando hacia los mortales, hombres y mujeres, que afanosamente esculpían el Panteón en el cual habitaban—, son ellos los que nos han creado, y los que acabarán dando respuesta a todas las preguntas.

El dios la contempló como si lo hiciera por primera vez, y le entregó su corona. Ella rehusó el ofrecimiento y le detuvo. 

—No he sido yo quien ha vencido, ha sido tu vanidad la que ha perdido. ¿No lo ves? Hemos caminado en igualdad de contratiempos y ventajas. No he luchado para combatir contra ti. Lucho por combatir junto a ti. No soy igual que tú, tú no eres como yo. Pero juntos hemos intentado resolver un enigma que ha precisado de nuestro ingenio. Hemos empleado esfuerzo e inspiración en erigir construcciones eternas, y puesto a prueba nuestra fortaleza física peleando a espada y lanza. Y hemos sido libres en nuestras elecciones. 

La diosa se retiró dejando al dios intrigado mientras se preguntaba si aquellos humanos que trataban de explicarse su existencia a través todas las deidades comprenderían un día lo mismo que ella acababa de enseñar a quien creía ser su rival.

***

15

Sueños de trapo

Por Claudia R. Niño

Juana levántate y alcánzame un cigarrillo. Juana ve pronto o te castigo. Juana banana la más enana.

     Nunca te mueves, nunca me miras. Me cuesta tanto recorrer el espacio que hay entre mi cama y el estante de la cocina. Verónica dejó ayer las tres pacas de cigarrillos, las tostadas, la mantequilla, las chocolatinas, las telas, los hilos y la caja de ron, dijo que tienen que durar toda la semana, que no va a volver hasta dentro de ocho días, que no vendrá aun cuando la llame. Va a estar difícil que me alcance el ron.

     Juana recuerdas cuando estudiaba en la universidad, entonces era feliz, me daba pereza ir a clase de siete, siempre llegaba tarde y tenía que conformarme con el último caballete en el peor lugar, creo que por eso no aprendí a dibujar. Juana tráeme la libreta roja, muévete, estás gorda, despeinada y tan vieja como yo. Recuerdas a mis amigos: al bajito ese que tanto me gustaba, el que sólo pintaba molinos y que ahora vive en Holanda, y de aquel que heredamos unos libros porque se suicidó, y aún tenemos por ahí los dibujos del que nos llevaba plátanos y mazorcas, el más querido y fugaz.

     Fúmate un cigarrillo y sirve ron para que brindemos por los viejos tiempos, allá cuando creíamos en la Libertad, en la Igualdad y en la Fraternidad. Brindemos por el muchacho de la dulzaina que terminó en la primera página de El Espacio:Dados de baja universitarios en la toma de Pacho, te acuerdas Juana, nos sorprendió que detrás de tanto candor hubiese un guerrillero; luego vino el miedo, los allanamientos, los interrogatorios, las torturas, las desapariciones. Todos andaban en algo y nosotras mientras tanto de libro en libro, de cine en cine, fabricando sueños de trapo. Yo, provinciana, asustada por las bombas y las balas, y viviendo tan cerca del Palacio de Justicia. Ese semestre se cerró la universidad y no supimos qué pasó ni por qué. A la maestra de historia le entregaron el cuerpo calcinado de su esposo el magistrado, del cual dijeron en el noticiero que había salido ileso de la toma. Yo tenía miedo, pero no tanto como el de mis compañeros de apartamento, te acuerdas Juana, que desaparecían cuando había problemas.

     Mientras se reanudaban las clases me fui a mi casa, a esa fría ciudad de niebla, lloviznas y vientos; de iglesias coloniales y beatas que madrugan a rezar el rosario por la calle; del tinto a las seis de la mañana y el pan francés fresco. Tráeme pan francés Juana y un tinto bien cargado como el que hacía mi madre, y no me hagas llorar que voy a dibujarte.

     Han matado a tanta gente y otra se ha muerto sola, y nosotras aquí Juana, en este breve espacio sin tiempo.

     Otra vez Verónica ha olvidado los botones, pero si la llamo va a enojarse y a amenazar con no volver, mejor será pedírselos a la chocoana del frente, no a la que trabaja en la universidad sino a su hermana, la de la taberna; o a la muchacha de al lado, la has visto Juana, yo la espío cuando llega porque siempre sube cantando, es rubiecita y espigada, vive con el novio y su gato, precioso, como le dice al salir. Tiene una falda de flores como la tuya Juana y se parece a ti, a la Juana de hace veinte años. Seguro ella tiene botones redondos de muchos colores, los necesito con urgencia, no quiero dejarte así, ciega por siempre, Juana banana la más enana y vieja de mis muñecas.

***

16

Cuidar el hogar

Por Abel Díaz Castaño

Todo el día por delante y la casa por hacer.

Lo primero es lo primero, despertar al rey de la casa y darle el desayuno con tranquilidad, lejos de las carreras tempranas antes de salir para el trabajo. Mientras se toma el biberón, le recuerda con voz dulce cuánto le quieren papá y mamá, lo guapo que es y la de cosas fascinantes que le esperan cuando sea mayor. Pero tras este momento tan íntimo le toca quedarse jugando solo en el parquecito, que, recordemos, está la casa por hacer.

Con la radio encendida desde el móvil, empieza a limpiar y recoger la cocina, donde el olor a café ya ha desaparecido pero no las tazas sucias. Después se dirige a hacer el baño, que siempre le ha dado asco pero, como vio a su madre hacer cientos de veces, con unos buenos guantes, agilidad y menos tontería tampoco es para tanto.

Al rato se cansa de la tertulia sobre política y sucesos y cambia a una emisora musical para darle un poco de alegría a la mañana. La rutina de la limpieza diaria hace que ya ni se fije en los títulos de los libros de las estanterías del salón ni apenas en los objetos de decoración comprados en los viajes. Al principio sí se detenía a evocar recuerdos de la época universitaria cuando se aficionó a la lectura, las horas de trabajo para permitirse las escapadas y el pequeño universo que evocaba el corazón de la casa; pero hacía ya varios meses que había dejado de trabajar para criar al pequeñajo, cuidar la casa y construir familia, y se centra en zanjar el asunto lo antes y lo mejor posible.

La colada es su gran punto de aprendizaje, ha mejorado de manera formidable y disfruta oliendo la ropa recién salida de la lavadora. Y deja para el final la planta de arriba, las habitaciones, que ya estarían más que ventiladas y es bastante rápido de terminar.

Vámonos que nos vamos al parque a aprovechar el sol primaveral. Pese a que le encanta pasear y que le dé el aire al niño, no acaba de acostumbrarse a algunas miradas que le acechan. Muchos en el pueblo saben que ha aparcado su carrera profesional para dedicarse al cuidado del hogar, pero, ¿quiénes son los demás para darle lecciones de igualdad? Tiene claros sus motivos y trata de hacerse fuerte frente a aquel tiroteo de ojos silenciosos.

Es cierto, piensa, que no es normal que sea el hombre quien cuide de la casa y a un bebé, pero fue su decisión y está contento con ella. Es cierto, también, que a veces siente miedo. ¿Será fácil incorporarse al mercado laboral tras tantos meses en blanco? ¿Y si se divorciaba, serviría todo este sacrificio por la familia? O peor, ¿y si se quedaba viudo sin apenas ahorros ni un trabajo para cuidar a su tesoro? Le es difícil depender de su pareja, la inseguridad trepa por él en muchos momentos pero siempre se mantiene firme. Además, ella es tan brillante en lo profesional que sería imperdonable abandonarla al feroz estancamiento social que envuelve a tantas mujeres sobresalientes que, sin apoyo de empresas ni instituciones, retrasan, o quizá frenan para siempre, su éxito laboral.

No puede evitar que estos pensamientos le acompañen durante el resto del día hasta que un ruido metálico lo saca de sí. Se cierra la puerta cuando llega a la entrada con el niño en brazos para saludar a mamá, quien abre los brazos para ofrecerle todo el amor del que le priva durante tantas horas, durante tantos días. Y él sólo necesita ver a su mujer abrazando a su hijo para que la sonrisa desdibuje sus miedos y siga apostando por ser amo de casa.

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17

Ella lo entendió tarde

Por Abril Camino

La llamaron Ella porque nació en un día de verano que olía a jazz.

Ella no creía en la igualdad porque nunca pensó que fuera necesario hacerlo. Ella no se sentía ni diferente ni inferior a los hombres, así que la igualdad era un hecho. Una realidad tangible. Algo en lo que no es necesario creer, como no se cree en el cemento armado, los macarrones con tomate o las flores del campo. Existen. Punto.

Ella sintió la igualdad desde niña. Desde que vestía pantalón corto en vez de falda. Desde que escondía sus tirabuzones con cortes a lo chico. Desde que prefería el fútbol a las Barbies.

Ella no entendía qué reivindicaba el feminismo. Sentía que la victimizaba. Que reclamaba para las mujeres cosas que podrían conseguir por sí mismas, sin deber luego nada a nadie. Si tenía que estudiar el doble que un hombre, lo haría. Si tenía que demostrar su valía por mil medios diferentes, lo haría. Si solo había una mínima rendija por la que una mujer podría colarse, sería para ella. Así que… a otra perra con esas cuotas.

Ella no creía en el acoso sexual en el trabajo. Quizá si sus compañeras dedicaran menos tiempo a los pintalabios, los tacones de aguja y el Chanel nº 5, nadie las acosaría en la oficina. Ella se enfundaba a diario su traje pantalón de corte masculino, y nadie se había atrevido jamás a propasarse.

Ella se reía de sus amigas cuando tenían miedo al volver a casa por la noche. Sentía que era ridículo, que las mujeres nunca serían libres mientras estuvieran asustadas. Ella sabía que no había un método más eficaz para evitar los sustos que mantenerse alejada de los escotes de vértigo y las copas de más.

Ella desconfiaba de las cifras sobre brecha salarial. Ella cobraba lo mismo que sus compañeros. Se lo había ganado. Solo los jefes tenían salarios más altos. Y sí, eran todos hombres, pero nadie tiene la culpa de que las mujeres prefieran la vida familiar a la profesional, ni de que sean demasiado ambiciosas cuando alcanzan puestos de poder. Nadie quiere una jefa mujer, eso es de dominio público.

Ella tenía su propia opinión sobre el maltrato doméstico. Les pasaba a otras. A mujeres pobres, sin formación, sin apoyo familiar. Pobres. Inmigrantes. Una mujer preparada no permitiría que le ocurriera algo así. Denunciaría. Huiría.

Ella no era feminista. No creía que fuera necesario etiquetarse como tal. Las feministas solo eran unas pobres trasnochadas, nostálgicas de Woodstock y Sylvia Plath. Ella no quería acabar con la cabeza metida en el horno por perseguir fantasmas que ya no existían.

Ella lo entendió todo cuando ya era demasiado tarde. Entendió que igualdad habría sido tener que luchar lo mismo que un hombre para llegar al mismo lugar. Habría sido no tener que renunciar a su femineidad para ser respetada. Entendió que los fantasmas sí existían, y que a veces tomaban forma corpórea. Entendió que toparse en la vida con la persona equivocada era un error que los hombres se podían permitir casi siempre, pero que a una mujer podía costarle caro. Podía costarle todo.

Ella lo entendió cuando dejó de ser Ella para convertirse en una más de ellas. De las ellas de cada año. De las setenta y tres de 2010. De las sesenta y una de 2011. De las cincuenta y dos de 2012. De las cincuenta y cuatro de 2013 y 2014. De las sesenta de 2015. De las cuarenta y cuatro de 2016.

Para algunos, ellas son solo una estadística. Ahora nos toca a nosotras ser su voz.

***

18

La mudanza

Por Lourdes Andrés

Dos joyas de la literatura de viajes, para mí. Uno, Noticias de Tartaria de Peter Fleming; y, el otro, Oasis Prohibidos de Ella Maillart. El mismo recorrido, dos miradas. Igual osadía.

Viajar desde Pekín hasta Srinagar en la década de los 30 era un acto de valor.

Que hayan aparecido después de tantas mudanzas es un pequeño milagro.

Cuesta encontrar información de Peter Fleming. El famoso fue su hermano Ian, el creador de la saga de James Bond. Pero, se pueden deducir ciertos aspectos de la vida de Peter, gracias a lo que sabemos de Ian. El padre fue un parlamentario inglés que murió en acto de servicio durante la Primera Guerra Mundial. Lo que no impidió que sus hijos se educaran en Eton College, una de las escuelas más elitistas de Inglaterra.

Ella Maillart también pertenecía a una familia acomodada. Era hija de un peletero suizo y una danesa. Dicen que él era un hombre de mente abierta y ella una apasionada deportista, y Ella Maillart fue las dos cosas. Como velerista participó en las Olimpiadas y perteneció al equipo suizo de esquí. Fue modelo, viajó y decidió que la mejor forma de ganarse la vida, sin dejar de vivir a su manera, era escribiendo.

Peter empezó sus andanzas literarias en el colegio, fue el editor del Eton College Chronicle. Estudió en Oxford y fue corresponsal de The Times. En su categoría de periodista del diario británico viajó por Asia y entrevistó a importantes figuras políticas de la región.

Ella Maillart convenció al editor de Le Petit Parisien para que la enviase a cubrir lo que pasaba en Manchuria, el estado fundado por los japoneses en China. Fue en esas circunstancias que Peter Fleming y Ella Maillart se conocieron y se embarcaron en la misma aventura en febrero de 1935. Mi perspectiva occidental geográficamente ignorante necesitaba de mapas cuando leía esos libros. Se me desdibujaban las fronteras y las nacionalidades. China, Rusia, India. Siberia, Turquestán, Mongolia, Manchuria, Cachemira. Supongo que por eso, Peter Fleming, para aglutinar todo ese viaje, optó por un nombre más antiguo y más genérico como Tartaria. Y Maillart por uno evocativo.

Que el prestigio de The Times no lleve a engaño: Le Petit Parisien no era poco relevante entonces. La circulación del periódico francés había llegado a un millón de ejemplares vendidos en 1900, más de dos millones a finales de la Primera Guerra Mundial. Dicen que el día después de la victoria (12 noviembre 1918), superó los 3 millones. Se podría decir que Ella Maillart colaboró con Le Petit Parisien en sus últimos años de gloria, años previos a la Segunda Guerra Mundial.

Posiblemente serían corresponsales igualmente importantes para sus lectores.

Tiendo a pensar que ella era una mujer excepcional, que, en su tiempo, era más de esperar que un hombre fuese aventurero. Y que, aún así, el coraje es una condición interna que no se mide por las expectativas que tengan los demás.

Serían igual de valientes, de cultos, de viajados. Bienvenida igualdad.

No recuerdo cual leí primero, si Noticias de Tartaria o el relato de Ella Maillart. De las sensaciones sí tengo memoria. Al principio la narrativa despiadada de Fleming me molestaba. A poco andar, empezó a cautivarme su humor, su falta de diplomacia y cero preámbulos. Oasis Prohibidos de Maillart, en cambio, me atrapó enseguida. Su ternura, su curiosidad, su tolerancia.

Y aquí estoy, desempacando, sacando el polvo a libros y recuerdos,  encontrándome con cajas olvidadas en bodegas de amigos. Retrasando lo inexorable. Imagino a Ella a mi lado, acariciando mi gata y a Peter fumando y mirando por la ventana, con un chaleco de esos de los fotógrafos con muchos bolsillos, como uno que tenía Ignacio que me encantaba.

Preparo café. Mi último capricho (o el primero): Una cafetera que sí da olor a café.

No sé cuántas veces me he mudado. Tendría que ver las casas primero, en mi cabeza, después tratar de ponerles años y así me acercaría a la cifra.

Imagino que Ella tendría los ojos grandes y azules como mi gata; y Peter a medio camino del verde al marrón, como los míos.

No sé cuántas maletas he hecho. Las de ellos serían pesadas, antiguas, bonitas.

Ella era unos años mayor que él. Peter tendría un aire un poco arrogante, al menos, en una primera impresión, Ella sería amable.

Pongo fin a mi vida con Ignacio y pienso en ellos. Los releo, en medio del polvo y los objetos rescatados de mi naufragio.

Siete meses duró su viaje por esos parajes que me resultaron tan ajenos, tan complejos y sus sentimientos tan próximos.

Sospecho que Peter sería un hombre distante, quizá difícil como compañero de viaje. A veces, me parecía que Ella Maillart mantuvo intacta su capacidad de asombro y me identificaba con ella. Con los años, creo que soy más parecida a él.

Ahora, le pediría un cigarro a Peter y le explicaría que estar con alguien que no cree en ti es contagioso. Que dejas de creer en ti, que no crees en el otro y que, sin darte cuenta, estás metido en una espiral de desesperanza. Y empezaría a toser porque no fumo y sus cigarros son fuertes y él se reiría. Ella me traería un vaso de agua.

Me he ido yo. Nuestra casa no era mi casa. Su mirada estaba en otra parte. Ya no viajábamos juntos. Ni literal, ni metafóricamente. Mi abuela dice que los jóvenes no aguantamos nada, que no luchamos. No estoy de acuerdo. Ya no somos jóvenes y sí aguantamos, demasiado.

El nuestro podría haber sido un hermoso viaje de exploración mutua, de haber seguido interesados el uno en el otro. Podríamos haber sido como dos viajeros extranjeros en territorio desconocido, viviendo la aventura de nuestras vidas. Pudimos correr riesgos.

El nuestro pudo ser un viaje épico y la nuestra pudo ser una historia fascinante.

***

19

Plantilla desajustada

Por Paco Pérez

–¡Elaine!– gritó el capataz Sánchez al intercomunicador que tenía sobre la mesa.

–Yes, sir?– respondió de inmediato la imagen de Elaine que apareció recortada en la pantalla.

–¿Por qué aún no tenemos en plantilla a todo el personal necesario para la obra de Luna-17?– preguntó enfadado el capataz Sánchez.

–Señor, no se han presentado suficientes solicitudes para cubrir las plazas–, respondió Elaine.

–¡Pero cómo demonios va a ser eso posible!–, estalló el capataz Sánchez, gritándole a la etérea pantalla donde se encontraba Elaine arrugando la frente y los ojos. – ¡Elaine, eres la responsable de recursos humanos de una empresa de cinco mil trabajadores!, ¡mi empresa!, ¡hay más de nueve mil millones de habitantes en la Tierra, una tasa de desempleo del 7%!, ¿y no eres capaz de encontrar 12 solicitudes para cubrir los puestos que necesitamos para construir una mina estándar en Luna-17?

Al capataz Sánchez parecía que las venas del cuello y de la sien le reventarían en cualquier momento provocándole una muerte inmediata.

–Señor, ya tenemos cubiertas siete de las doce solicitudes, podríamos cubrir las cinco que faltan con hombres…

–¿CÓMO?, ¿CON HOMBRES?– gritó el capataz Sánchez.– ¡Elaine, sabes perfectamente que tenemos que cumplir la resolución 5050 de la ONU de 2030, revisada en 2080, si nos la saltamos y nos hacen una inspección, nos pondrán una multa que nos costará mucho más de lo que vamos a ganar construyendo una simple mina de sílice en Luna-17!

–Señor, ya lo he comprobado–, respondió Elaine intentando mantener la calma–, lo he consultado con el Departamento Legal y podríamos contratar a hombres como sustitutos de las cinco plazas que nos faltan siempre y cuando podamos justificar que no hemos recibido suficientes solicitudes para cubrirlas según indica la Ley.

El capataz Sánchez bajó un par de puntos su nivel de ira.

–Entonces, ¿podríamos llevar a cabo el contrato con una plantilla desajustada?–, preguntó.

–Sí, señor–, respondió Elaine con aplomo–. La obra requiere 120 trabajadores. Según la resolución de igualdad 5050 de 2030 revisada en 2080, esta plantilla debe constar de un 45% de hombres, un 45% de mujeres y un 10% de androides. Los 54 hombres y las 54 mujeres las hemos cubierto sin dificultad en el plazo habitual, pero por algún motivo, sólo se han presentado 7 androides para este trabajo. Si cubrimos las 5 plazas restantes con hombres sustitutos, sólo tendremos que negociar su sueldo con el sindicato, puesto que no aceptarían cobrar el salario de un androide, pero creemos que no será un gran problema.

El capataz Sánchez inspiró un momento.

–Está bien, adelante–, dijo asintiendo levemente–. Pero tenga mucho cuidado con las repercusiones, hable con la gente del Departamento de Medios Sociales y que vayan preparando los memes correspondientes. Los primeros los tienen que lanzar nuestra gente externa, así tendremos el control sobre las bromas que van a generar hombres sustituyendo a androides.

–Ya lo he hecho, señor–, respondió Elaine.

–Gracias, Elaine–, dijo el capataz Sánchez–. No sé qué haría sin ti–. Y cortó la comunicación antes de que ella pudiera responder.

Elaine sonrió a su pantalla gris.

***

20

Desigualdades

Por Patricia Collazo

– Mamá, ¿es cierto que Juan y yo somos iguales?

Cerré el grifo del fregadero y me sequé las manos para mirarla y prestarle atención.

– Pues… a ver… ¿por qué me lo preguntas?

– La profe dice que los niños y las niñas somos iguales, pero yo no quiero ser igual a Juan. ¿Has visto que siempre le cuelgan los mocos de la nariz y se los limpia con la mano?

– Cariño, lo que quiere decir la profesora, con eso de la igualdad entre niños y las niñas …

Detrás de los ojos preocupados de Cecilia, atisbé la pila de ropa para planchar a punto de desmoronarse desde la silla y la figura de su padre desparramado en el sofá con los pies sobre la mesa de centro, y la atención absorta en la pantalla del televisor.

Volví a mirar el rostro expectante de mi hija y no fui capaz de preocuparla más.

– Es que… lo que intenta decir la profe… – dudé – es que no importa si eres niño o niña en lo que se refiere a tus derechos, tus oportunidades…. Antes las mujeres teníamos menos derechos que los hombres, no podíamos decidir, no podíamos trabajar,  no podíamos manejar nuestro dinero…

– ¿Pero eso ya no es así, no, má? – preguntó con la boca fruncida por la inquietud.

– No, claro que no – la tranquilicé, y salió corriendo detrás del gato hacia el balcón.

Miré la hilera de ropa, la presencia ausente en la sala, los platos a medio aclarar en el fregadero, la sartén chisporroteando con lo que sería la cena, mis manos pálidas y arrugadas.  Y antes de volver a abrir el grifo, me pregunté cuál sería la edad adecuada para explicarle a Cecilia que los reyes magos no existen.

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