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Semillas de Betelgeuse

Semillas de Betelgeuse

Al escritor August Derleth (1909-1971) le debemos probablemente que hoy podamos leer los relatos de aquel gran mago de la literatura que soñó con la guerra entre los dioses primigenios y las marionetas. Como admirador suyo que fue —con semejantes pistas no creo que haga falta que mencione su nombre, pero por si acaso lo diré: hablo de Lovecraft—, Derleth recopiló tras la muerte de su amigo una selección de los mejores relatos que había publicado en la revista Weird Tales y peregrinó con ellos de editorial en editorial, hasta que, harto de que le diesen con la puerta en las narices, decidió crear su propio sello y publicar en él aquel libro tan maltratado y, casi a renglón seguido, muchos más. Arkham House, de hecho, debe su nombre a la prodigiosa inventiva de Lovecraft, que reimaginó Nueva Inglaterra con los paisajes que a menudo aparecían en sus sueños. Un hombre menos radicalmente materialista que él se hubiera convencido de que sus sueños evocaban alguna vida pasada, dada la profundidad y la viveza de detalles que aparecían en ellos. Relatos como “El clérigo malvado” o “El testimonio de Randolph Carter” son, literalmente, copias casi al trasluz de su diario de sueños, incluido el “teléfono móvil” (en realidad un teléfono con un cable extralargo) con el que se comunicaba en una enrevesada pesadilla con su amigo Loveman, y que pasó a las manos de Carter en uno de los relatos más claustrofóbicos e imaginativos de cuantos llegó a escribir en vida o a coescribir póstumamente. Pero Lovecraft entendía que los sueños no eran nada excepto una puerta abierta a la prisión del inconsciente, y que con soñar tenía que bastarnos, porque no nos aguardaba a nuestra muerte ningún otro más allá que aquel: el producido por la imaginación del artista horrorizado ante la pesadilla de su propia existencia. Su amigo epistolar Robert E. Howard discrepaba con él: como prueba de que la vida a la que nos ateníamos en nuestro revestimiento mortal no podía ser todo tenía las historias de Conan, que había escrito en un estado de semidelirio, abrumado por la sensación de que las hazañas que relataba habían ocurrido realmente; “y a veces”, agregaba, “he llegado a preguntarme si no será posible que ciertas fuerzas desconocidas del pasado o del presente, e incluso del futuro, actúen a través del pensamiento y de los actos de los vivos”. Para Lovecraft, sin embargo, todo concluía con una penosa caída del telón, un triste apagón de los sentidos que destruía cualquier partícula de eso iluminado que llamábamos conciencia.

Desde que estudiaba en el instituto, Derleth se carteó de manera frecuente con el alegre Lovecraft, que era a su vez un corresponsal verdaderamente prolijo. Un sobre suyo podía contener del orden de treinta o cuarenta cuartillas, escritas a máquina con tachones y pequeñísimas añadiduras en los márgenes, letritas diminutas que zigzagueaban hoja arriba y abajo sin compasión alguna hacia sus destinatarios. Sus contenidos demostraban, cuando era posible interpretarlos, un conocimiento apabullante de la historia antigua y algunas aficiones de diletante, aparte de un inmenso respeto (muy propio de sus antepasados sajones) por sus corresponsales, independientemente de la edad que tuvieran. No es absurdo pensar, por otro lado, que ese respeto provenía de un motivo añadido a su educación aristocrática: como para cualquier escritor, sus cartas constituían un largo y abigarrado monólogo interior —lo que vienen a ser todas las cartas y toda la literatura, a fin de cuentas— accidentalmente exteriorizado en la forma del corresponsal, pero el verdadero destinatario, el corresponsal que se ocultaba bajo tantas máscaras, no era otro que él.

"Derleth también escribió una gran cantidad de relatos inspirados en lo que llamó, sin la completa aprobación de Lovecraft, dicho sea de paso, los mitos de Cthulhu"

Derleth, que se convirtió en el heredero del patrimonio literario de Lovecraft, recopiló cuanto pudo de esas cartas y publicó cinco tomos de fabulosa correspondencia en Arkham House, junto con las obras que Lovecraft pudo ver editadas en vida —buena parte de ellas en la revista Weird Tales— y muchas otras que quedaron inéditas o inconclusas. Su afán por no dejar nada de su amigo sin publicar le llevó a concluir por él algunos de sus esbozos para relatos, a veces reducidos a una línea con un título provisional y un par de nombres de pila, sin apenas la alusión a un argumento, y esa tarea, que muchos consideraron en parte pura depredación y en parte necrofilia, le valió la enemistad, o por lo menos la reprensión, de algunos de los escritores que conformaron el llamado Círculo de Lovecraft. (No está de más recordar aquí que uno de los mejores de ese círculo, Clark Ashton Smith, se sumió en una profunda depresión y dejó de escribir porque no le veía sentido a hacerlo en un mundo en el que su amigo Lovecraft se hallaba dolorosamente ausente).

Más allá de esas colaboraciones post mortem, Derleth también escribió una gran cantidad de relatos inspirados en lo que llamó (sin la completa aprobación de Lovecraft, dicho sea de paso) los mitos de Cthulhu. Se trata de una mitología flexible, un “constructo estético”, en palabras de S. T. Joshi, uno de los mayores especialistas en lovecraftiana, que levanta su inmemorial panteón de monstruosidades en un universo del todo indiferente a la vida consciente, y que a veces utiliza los sueños, o el poder de antiquísimas reliquias, para recuperar su lugar en este pequeño claro en la oscuridad que somos todos nosotros durante un tiempo, pese a toda su magnificencia, generalmente breve: lo que tarda ese pobre desgraciado que ha encontrado por casualidad un misterioso ídolo o ha soñado con un ser que apesta a peces podridos en lanzarse por un acantilado o volverse irrecuperablemente loco. La primera categorización de los mitos apareció en 1943 en la antología Beyond the Wall of Sleep, de Arkham House —la segunda obra que recogía oficialmente relatos, poemas y colaboraciones de Lovecraft, tras The Outsider and Others—, y consistía en un erudito glosario escrito por Francis Towner Laney, editor de la revista de fantasía y ciencia ficción (más bien fanzine) The Acolyte.

"Esa tonalidad de Derleth, tan alejada de los registros con los que más familiarizados estamos los lectores de Lovecraft, puede resultar bastante disuasiva cuando uno espera encontrarse con los territorios conocidos, incluso en el revestimiento formal"

Al contrario que Lovecraft, cuyo estilo debía mucho a los góticos ingleses y americanos y a postgóticos y, cabría decir, simbolistas al estilo de Lord Dunsany, con sus arcaísmos y sus repeticiones adjetivales aparentemente pobres (y reitero lo de “aparentemente” porque sus efectos van mucho más allá de la mera apariencia), Derleth es un escritor más desnudo y menos preciosista, más apegado a una narrativa de descripciones pálidas y a menudo elementales. Esto no lo digo como una nota negativa sino para confrontar su estilo con el de Lovecraft, pues entiendo que la mayoría de los lectores que hayan conocido a Lovecraft pero no a los seguidores y continuistas de sus mitos pueden creer, equivocadamente, que los pastiches lovecraftianos lo son en términos de escenario pero también de estilo, cuando rara vez es así. (Por ejemplo, el autor que más cerca podemos encontrar del punto de vista de Lovecraft, Thomas Ligotti, posee unos recursos estilísticos de espectacular belleza y un talento imaginativo que no se veía desde el propio Lovecraft, mientras que otros se limitan a reproducir, sin ninguna originalidad y de forma puramente imitativa, lo más superficial de sus relatos. Un irregular continuista que personalmente prefiero sobre los más conocidos es Stephen King, en relatos como “N”, “La niebla”, “Soy la puerta”, “Jerusalem’s Lot”, hasta cierto punto “Los Langoliers” y ese turbador perro de Tíndalos que es “El perro de la polaroid”; pero en general Stephen King siempre me ha parecido mucho mejor escritor de lo que la crítica ha querido reconocer en él). Esa tonalidad de Derleth, tan alejada de los registros con los que más familiarizados estamos los lectores de Lovecraft, puede resultar bastante disuasiva cuando uno espera encontrarse con los territorios conocidos, incluso en el revestimiento formal. Pero a medida que vamos respirando la peculiar cualidad de su atmósfera nos damos cuenta del acierto que supone no descartarlo a la primera, como, me temo, puede ser la intención de los más lovecraftianos de sus lectores (y no nos equivoquemos: sus lectores lo somos en calidad de invitados de Lovecraft).

"Pero el problema de Derleth no se encuentra en su talento, sino en la desafortunada circunstancia de que los lectores rara vez llegan hasta él después de haber trabado contacto con Lovecraft"

La semilla de Cthulhu no es una obra sino tres, que reúne todos los cuentos que Derleth escribió sobre los mitos sin apoyarse explícitamente en líneas argumentales iniciadas o esbozadas por Lovecraft: La máscara de Cthulhu (1958), El rastro de Cthulhu (1962) y Otros mitos de Cthulhu, que no es un libro originalmente escrito por Derleth como tal sino que recopila todos sus relatos de tradición lovecraftiana publicados en las antologías Something Near (1945) y Dwellers in Darkness (1976: “La defunción de Eric Holm”, escrito en 1939) y en la revista Weird Tales (“Algo de allá afuera”, 1951). La antología titulada Otros mitos de Cthulhu casi podría considerarse un Mitos de Ithaqua, por el protagonismo que adquiere en todos los relatos que contiene —salvo dos— el “Ser de la Nieve”, al que adora “un extraño culto ancestral”. Pero es precisamente el relato titulado con su nombre, Ithaqua, el que nos hace ver que en el estilo de Derleth hay algo que se nos había pasado por alto en los relatos anteriores. Ese algo empieza por su semejanza con el género negro de los años 30 del siglo pasado, y con esa facilidad con la que Derleth amalgama los registros de la novela de detectives con el horror cósmico (a la manera en que Lovecraft fundió la ciencia ficción con la fantasía en sus propias historias), una técnica que surge de las necesidades argumentales y que irá perfeccionando en relatos posteriores. Los más conocidos son los que se integran en la segunda antología, La máscara de Cthulhu, en particular “La casa del valle” y “El sello de R’lyeh”, en los que no faltan yacimientos y libros misteriosos y ciudades tan conocidas del imaginario lovecraftiano como Innsmouth y Miskatonik. Sinceramente, no es fácil mantenerse como un detractor de Derleth sobre todo tras la lectura de esta segunda recopilación. Pero el problema de Derleth no se encuentra en su (mayor o menor) talento, sino en la desafortunada circunstancia de que los lectores rara vez llegan hasta él después de haber trabado contacto con Lovecraft. A mí me parece que su tercer libro del volumen, El rastro de Cthulhu (casi la novela de una vida en el misterio, en la que lo ordinario se ha excluido del retrato completo), no tiene menos valor que, por ejemplo, el maravilloso ciclo de historias oníricas de Randolph Carter.

El volumen se completa con un breve estudio sobre los mitos de Cthulhu, que resume no sólo el panteón de los dioses caídos de Betelgeuse y de los libros que se escribió sobre ellos (los verdaderos y los que no sabemos todavía si lo son) sino también el pensamiento irreductiblemente cruel hacia la especie humana —estamos solos, somos marionetas para un universo que nunca nos tuvo en cuenta— del propio Lovecraft. A Derleth le gustaba recordar la frecuencia con la que Lovecraft se veía en la necesidad de explicar a sus lectores que aquellos dioses eran criaturas de su propia invención. Kenneth Grant, un discípulo de Crowley que creó toda una religión mágica apoyándose en la cosmogonía de los dioses primigenios, discrepaba de ello. Derleth, a veces, también. Esos dioses podían no llamarse Cthulhu, podían no llamarse Nyarlathotep. Pero acechaban en la oscuridad de nuestras noches, en los delirios que provocaba el contacto con una enigmática talla de madera o una efigie de barro. Quizá la mejor manera de abordar estos relatos sería no olvidando el sereno y perturbador comienzo de uno de ellos: “Fue un filósofo chino quien dijo que la verdad, por más obvia y simple que fuera, resultaba siempre increíble, pues la vida del hombre en sociedad había adquirido tal grado de complejidad que cada vez era más difícil determinar dónde residía esa verdad”.

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Autor: August Derleth. Traductores: Borja García Bercero, Ricardo Mosquera Martínez, Francisco Torres Oliver y Nazaret de Terán Bleiberg. Título: La semilla de Cthulhu. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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