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Sentencia de muerte

El cielo arreciaba tormenta; las nubes se apretaban chocando entre sí para crear una sinfonía de truenos y un centellear de relámpagos. Las aves lo sabían, y esa mañana, bien temprano, habían comenzado su peregrinación, pintando con sus siluetas de colores oscuros coreografías imposibles en el cielo plomizo. Todas buscaban un lugar seguro, todas menos una bandada que aún revoloteaba alrededor de una casa. Era la casa donde hacía quince años se habían establecido dos jóvenes enamorados y en donde ahora una mujer madura y madre de cuatro hijos se tambaleaba flotando en medio de la que en otro momento fue la estancia nupcial. La soga atada en la viga de cedro que partía el techo a dos aguas que coronaba la estancia estrangulaba su cuello, mientras escuchaba el crujir de sus vértebras, y a su cabeza llegaban los recuerdos de sus cuatro hijos frente a una hoguera en invierno y de ella contándoles historias para dormir. Se dio cuenta de que ya no los vería crecer, de que no conocería a sus nietos, y en ese preciso instante se arrepintió, pero ya no podía hacer nada; era demasiado tarde. La muerte le susurraba al oído para que su alma abandonara su cuerpo y comenzara su peregrinación hacia el Hades. Mientras tanto, sus hermanas, que revoloteaban alrededor de su casa, graznaban de desesperación. Aquellas mujeres que ahora eran semejantes a las aves habían sido metamorfoseadas siendo jóvenes por la diosa Artemisa, al compadecerse de su sufrimiento por la muerte de su hermano Meleagro. Las únicas que no fueron transformadas fueron dos hermanas: Gorge y ella, Deyanira, a la que ahora veían morir desde la ventana.

"En la lucha en la que el río se transformó en diferentes seres ganó aquel joven musculoso y potente al que perseguía una amarga historia y la muerte"

Las meleágrides, que así se las conocía en la comarca, no podían entender por qué su hermana acababa de terminar con su vida. Ellas habían revoloteado a su alrededor, acompañándola desde el momento en que fueron transformadas. Se habían sentido orgullosas al ver cómo esa niña de pelo oscuro y mirada inquisitiva crecía fuerte, independiente y, sobre todo, feliz. Le gustaba el bosque y disfrutaba montando a caballo y conduciendo carros de guerra, algo insólito para el resto de las mujeres. Se alegraron cuando dos hombres lucharon por el amor y la mano de Deyanira. Aqueloo, el rey-río al que su padre la había prometido, luchó contra un extranjero que había venido de tierras lejanas para participar en una cacería en Calidón; Hércules era su nombre. En la lucha en la que el río se transformó en diferentes seres, ganó aquel joven musculoso y potente al que perseguía una amarga historia y la muerte. Le ofreció como regalo de bodas el cuerno que le arrancó a su contrincante y ella cayó rendida a sus pies.

Fueron felices, todo lo feliz que una mujer puede ser cuando su vida está unida a la de un hombre atormentado y que debe pagar sus penas con la fuerza de la violencia. Al principio, antes de quedar embarazada de su primer hijo, Deyanira acompañaba a su esposo en sus aventuras, y vagabundearon juntos por el mundo. En una de esas andanzas la pareja llegó al río Eveno, donde vivía el centauro Neso, que se dedicaba a cruzar a los viandantes de un lado al otro del río. Como la barca del centauro solo tenía espacio para una persona, Heracles le dijo que cruzara primero a su mujer. El caudal era ancho y se tardaba en cruzar de un lado a otro bastante tiempo. A Neso la muchacha le pareció muy atractiva, y en medio de las aguas su naturaleza feroz y agreste salió a flote. El centauro, fuera de sí, con los ojos idos, la boca seca y el miembro erecto debido a sus pensamientos lascivos, se abalanzó sobre ella, la besó y palpó su cuerpo voluptuoso, mientras la muchacha gritaba el nombre de su esposo, que aún no se había percatado de nada.

"La mirada de hielo traspasó sus profundos ojos azules y se instaló en su mente para no ser olvidada jamás. El centauro con el último hilo de voz le habló"

Los gritos de Deyanira llegaron a los oídos de Heracles movidos por el suave Céfiro, casi como un susurro. Se dio la vuelta y miró hacia el horizonte, allá donde la barca de Neso se mecía violentamente. Heracles no lo dudó, sacó de su aljaba una flecha, cuya punta había sido cubierta con la sangre de la misma Hidra de Lerna y disparó. La flecha silbó a través del éter y, certera, se clavó en el corazón de Neso.

Deyanira, que tenía el rostro de su agresor sobre ella, no vio cómo aquella flecha impactaba en el centro de la diana, el corazón de Neso. No sintió cómo aquel corazón que batía acuciado por la sangre inflamada de sus venas se paraba. No percibió los últimos suspiros del centauro sobre su mejilla; simplemente cayó al suelo empujada por el cuerpo moribundo de aquel ser. Abrió los ojos de par en par para ver los de él abiertos sobre su cara. La mirada de hielo traspasó sus profundos ojos azules y se instaló en su mente para no ser olvidada jamás. El centauro, con el último hilo de voz, le habló.

"Mientras los ojos de Neso se apagaban a la vida, Deyanira recogía en un paño la sangre envenenada y firmaba así su sentencia de muerte con el destino"

—Mujer, ahora yo muero, y todo por sucumbir a tu belleza. Es tu marido el que me mata. Ahora eres joven y bella, pero dejarás de serlo y el que termina ahora con mi vida terminará con la tuya cuando deje de quererte. Si quieres que esto no suceda, guarda la sangre que brota de mi herida y el semen caído a tierra, donde se concentra el amor que he sentido por ti. Ese amor reavivará el de él cuando la vejez y la monotonía lleguen.

Deyanira miró incrédula al centauro. No entendía cómo y por qué ese ser le decía todo aquello. Pero sus últimas palabras terminaron de convencerla. Neso dominaba el sutil arte de la persuasión, y también quería una venganza que él nunca podría saber si llegaría. Sabía que su sangre estaba envenenada. ¿Cómo, si no, hubiera podido terminar con su vida una simple flecha? Deyanira escuchaba atenta sus últimas palabras. El centauro le dijo que él solo había sentido una gran pasión por ella, que no solía sentirla por ninguna mujer (mentiras), por eso su sangre aún bullía de amor y pasión y que ellos, los centauros, eran seres mágicos cuya sangre era muy codiciada. La instó a que preguntara, a que se informara, y con esas súplicas la convenció. Mientras los ojos de Neso se apagaban a la vida, Deyanira recogía en un paño la sangre envenenada y firmaba así su sentencia de muerte con el destino.

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