Y con ello me refiero al libro que le valió el Pulitzer en 1940. Pero más allá de premios, que al final no son lo que más interesa ni inspira al escritor verdaderamente vocacional, lo cierto es que Las uvas de la ira es una de las mejores lecturas para poner el broche final al verano y, a su vez, aguardar con cierta intriga lo que sea que nos deparen los próximos meses y cambios de estación. El declive del estío, de ese sol que parece esconderse cada atardecer con más prisa, es la perfecta alegoría de la decadencia que en ocasiones asola al ser humano. Tal vez porque pensamos, contemplando la estampa, en el tiempo que se va y en esa parte de nosotros que muere un poco cada día con la caída libre del astro solar. Y eso es lo que nos mata: el tiempo que inevitablemente pasa. Por eso muchas veces, cuando lo pensamos, nos invade el espíritu del conejo blanco de Lewis Carroll, que correteaba de aquí para allá con prisa porque llegaba tarde. ¡Tarde, tarde, tarde! Tarde allá donde él creía que le estaban esperando. Pero que triste, por otro lado, aquellos que tenemos prisa por llegar allí donde no hay nadie aguardando; donde no hay quien esté nervioso, inquieto o emocionado al ver cómo nos acercamos. Entonces las energías se vienen abajo; el brillo que tenían los ojos se opaca como si tuviéramos cataratas, y la ceguera de la desesperanza nos embarga. Aunque pueda parecer dramático, en realidad es realista, y por eso nos escuece tanto o más que el alcohol aplicado sobre la herida ensangrentada y abierta. Y ahí reside, en parte, el peligro de las esperanzas que nos diseñamos; la manera desproporcionada con la que nos proyectamos. Por eso conviene tener cuidado. Ser un poco como Tom Joad y repetirnos aquello que sabia y prudentemente le dice a Madre: «No dejes a tu fe volar tan alto como un pájaro y no tendrás que arrastrarte como los gusanos».
Septiembre no sólo es un mes que viene acompañado de rutina, sino también de nuevos proyectos o cambios, pero sobre todo de vendimia, y en comparación con los anteriores, la de este año parece venir cargada con un vino mucho más enrabietado, pues la apisonadora política y gubernamental lleva meses cogiendo carrerilla y velocidad, allanando y despejando su camino allá por donde va y se dejar ver. Exprimir ya no le basta, y poco falta para que las uvas se descuelguen de sus raíces e iniciar, todas a una, una masiva migración similar a la que se describe en una de las mejores novelas del siglo XX. Tal vez por eso este mes rezuma a Steinbeck mucho más que otras veces. Y tal vez, por esa misma razón, convendría no sólo releer la novela sino aplicar la comunión entre civiles a la que apela en su obra el escritor americano. Recurrir más al “nosotros” y menos al “yo” que tanto gustaba a Unamuno. Pues un “nosotros” siempre será más fuerte y resistirá con mayor arraigo que un “yo”. Y no porque se llegue más lejos en compañía. Tampoco porque la travesía se haga más amena, sino porque anida y despierta en el espíritu del hombre un sentimiento de identificación y alianza difícil de quebrantar. Como dice Steinbeck, «el único resultado de la represión es el fortalecimiento de la unión y la unión de los reprimidos», y éste es un hecho evidente que se repite a lo largo de la historia. En Las uvas de la ira, los protagonistas son los llamados desposeídos y tachados de extranjeros dentro de su propia tierra; los americanos de clase media-baja, hijos de la Gran Depresión, que se vieron forzados a irse de sus casas no hace más de un siglo cuando se les prometió, por medio de panfletos y propaganda barata, un nuevo hogar y un trabajo asegurado y remunerado allá en la costa este, en la ‘tierra prometida’, en el edén californiano. Pese a las dudas, no tuvieron más remedio que hacer acopio de sus bártulos y convertir sus furgonetas en hogares rodantes. O pagaban, o vendían, o se les echaba sin miramientos. Y entonces la emigración, cuando no había alimento que llevarse a la boca, se convertía en el pan de cada día; y paradójicamente, en el sustento a evitar. Y Steinbeck se sirvió de los Joad, del matrimonio Wilson y de todas las demás gentes y familias que convivían en los hoovervilles, para recurrir a la integridad de ánimo y bondad de vida que trae todo hombre cuando nace. Así, por medio de Tom, nos mostró que se puede conseguir el perdón y subsanar los errores y las faltas cometidas, no sólo cumpliendo y respetando la libertad bajo palabra, sino comprendiendo que, a veces, es necesario morir por un ideal y una causa que, en lugar de dividir a los hombres, los reúna, pues, aunque muchos se empeñen en no verlo, lo cierto es que todos son pequeños trozos de un mismo alma. Solos y esparcidos no logran nada, pero cuando reconocen el lazo que les ata, en consecuencia, descubren su grandeza y su fortaleza. Por medio de Madre, exhibió el verdadero matriarcado feminista que sin apología, discursos ni panfletos, calla cuando debe y habla y expresa su opinión cuando existe una razón de peso para hacerlo. Y por ello, sus palabras conmueven y calan, pues no malgasta sus energías, saliva y respiración en palabrería barata. Es la mujer, de brazos y piernas férreas, que levanta el palo y el rastrillo en señal de protesta, amenazando con usarlo si se le lleva la contraria, o si se le ataca lo más sagrado: su casa, su familia y su supervivencia. De Casy, el predicador, la importancia de escuchar la divina voz de la conciencia, y que en los lugares más insospechados podemos toparnos con maestros pensadores disfrazados de hombres y mujeres corrientes que siempre buscamos aunque nos neguemos a aceptarlo. De Padre, el saber apartarse y bajar la cabeza, escuchar a las nuevas generaciones porque ellas también nos enseñan; de Al Joad, la flor de la eterna juventud que es nuestro deber aprovechar antes de que marchite; de Sairy Wilson y la señora Wainwright, la necesidad de ayudar a los demás obedeciendo al altruismo humanitario que en los momentos difíciles nos empuja a arrimar el hombro sin pensarlo, sin escrúpulos ni jucios pues todos somos iguales, todos padres, todos hijos, vengan de donde vengan, sean quienes sean; e incluso de los pequeños Ruthie y Winfield, el juego y la inocencia. Y de Rose of Sharon “Rosasharn”, uno de los mayores actos por los que nos hacemos llamar seres humanos, y por eso nos emocionamos cuando lo leemos o lo contemplamos, porque nos reafirma y nos dignifica como raza y como especie. Un gesto que podría pasar desapercibido por ocupar un espacio mínimo en el corpus del texto, que ni siquiera se describe, pero que se da por hecho: darle el pecho al pobre, mugriento y sediento, desnutrido y asustado, porque sólo tu leche puede salvarle. Esto es lo que define y engrandece al ser humano.
«Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia para aquel que esté sólo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude»
(Tom Joad)
Todas las cualidades humanas que John Steinbeck nos planta como un portazo en la cara no tendrían por qué disimularse o encubrirse, y menos aún exhibirse o presentarse únicamente en tiempos de guerra; en tiempos de crisis económica, existencial e interna. Debieran, en todo caso, servir como recordatorio. O como un manual ante lo que tarde o temprano es posible que suceda, si no a nosotros, a nuestros descendientes. E independientemente de los contextos y las circunstancias, todos merecemos tener algo a lo que aferrarnos. A lo que recurrir cuando no hay referentes en las proximidades y mucho menos a la vuelta de la esquina. Con cada cambio de estación, el tiempo, no lo olvidemos, siempre nos pone a prueba para calibrar lo que estamos haciendo bien y lo que estamos haciendo mal. Lo que no dejamos de repetir o, por el contrario, lo que hace años superamos y ya forma parte de un pasado que hemos preferido olvidar. Quedan menos de dos semanas para que se instaure el equinoccio otoñal y las tormentas que no llegaron en verano están irrumpiendo ahora con relámpagos y fuerza. Desde hace días sólo huele a petricor (a humedad y a tierra mojada) y, dentro de nada, la naturaleza nos hará partícipes del suicidio colectivo de esas hojas de tonos ocres, arrugadas y sin vida, cuyo único consuelo, después de haber brotado en la primavera, es precipitarse y cubrir por entero las calles y las aceras. Nosotros somos como esas hojas. Algunas, caen directamente y son incapaces de levantarse de nuevo, pero otras, tal y como lo describió Hesse en su Siddartha, justo antes de tocar la hierba o el pavimento, son impulsadas hacia arriba por una ráfaga de viento y logran sobrevivir. Todos sabemos qué tipo de hoja somos, pero también hasta qué punto somos capaces de elegir bando y, aun sin conocer el resultado final, marcar la diferencia mientras dure el vaivén o nuestro propio planeo.
Para los nostálgicos como yo, las hojas derramadas de los árboles, las hojas otoñales alimentan nuestra nostalgia convirtiendo el otoño en la estación más bonita del año. hojas que lo cubren todo y, aunque no se remonten con ráfagas de viento, ya han cumplido su función decadente y edificante a la vez.
Hojas que alfombran el suelo de nuestros pensamientos y que hacen estético nuestro caminar. Malditos sean los absurdos y ruidosos maquinoides municipales que, con ruido y agresividad gratuita, arrancan de nuestras calles y caminos esas hojas que tan dulcemente se han depositado en nuestros pensamientos y alimentado nuestra nostalgia placentera.
arrugadas y sin vida pero plenas en su capacidad evocadora y colorista de inigualables tonalidades artísticas de las que solamente es capaz la naturaleza.
Excelente artículo. Sugestivo y… nostálgicamente otoñal.