[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LVIII: SEPULCRO
Aún hoy, cuando ha pasado más de medio siglo, mi corazón se resquebraja por el dolor y la culpa cuando pienso en mi querida Emilie, mi adorada hermana. Su bello retrato, aquel que Madre encargó para su fiesta de presentación, preside todavía la pequeña sala en mi modesto apartamento, única nota de riqueza en mi maltrecho universo, un pálido recuerdo de una época dorada de felicidad, de lujo y despreocupación que ya nunca volverá. Desde la desconchada pared, los ojos azules e inocentes de Emilie me contemplan y, quiero creerlo así, me perdonan. La miro durante horas, invadida por la nostalgia. Observo sus largos cabellos, su elegante porte de bailarina, sus manos de porcelana, su magnífico y vaporoso vestido nuevo, estrenado para la ocasión. La miro, eternamente detenida en la frescura de sus quince años y ruego por su alma y por la mía.
Mi casa es pequeña, fría y húmeda, toda fealdad y miseria, llena de tristeza, de polvo y de fantasmas. Mi casa es como yo misma y, sobre todo, es vieja. Hace más de dos meses cumplí ochenta años. Es mucho tiempo. Demasiado tiempo. Son demasiadas noches de insomnio, demasiadas horas de soledad y remordimiento. Creo que he tenido más que suficiente. Mi condena ha sido larga, mi penitencia despiadada. Estoy lista para irme, para afrontar lo que me espere en el más allá. La ira de Dios, la condenación eterna. Quizá clemencia. ¿Podría tal cosa ser posible? Solo el Buen Padre lo sabe. Pero no habrá misericordia sin confesión, sin mi último acto de honestidad. El Altísimo conoce la negrura de mi pecado, mas debo contárselo al mundo. Debo romper mi silencio cobarde. Debo dar testimonio de mi atrocidad, del triste destino de mi hermana. Y permitir que la humanidad me juzgue. Así pues, al pie del elegante retrato de Emilie, bajo la luz de las velas, procuro reprimir el temblor de mi mano ajada y dejar por escrito esta trágica historia, mientras la oscura y ávida Parca me espera paciente, oculta en las sombras.
Siempre fui una desdibujada criatura, un tosco e imperfecto bosquejo de lo que Emilie era. Su extraordinaria belleza, su dulzura, su gracia y sus múltiples talentos me eclipsaban por completo. Fui una niña huraña, esquiva, torpe, fea y enfurruñada. Mi infancia transcurrió entre libros y láminas, barruntando futuros de grandeza que contaba a mis amigos imaginarios. Madre prefería a Emilie, un exacto reflejo de sí misma. Padre me adoraba, me encontraba divertida, curiosa, como uno de sus adorados fósiles, aquellos seres extraños y deformes que él atesoraba y estudiaba, los mismos que yo aprendí a amar por el mero deseo de complacerle. Pero la predilecta, también para él, era la encantadora criatura de exquisitos ademanes y sonrisa desbordante de miel. Siempre tuve unos enfermizos celos hacia ella. Sólo en una cosa logré aventajarla. Mi salud era de hierro. Mi hermana, en cambio, padeció de una preocupante fragilidad desde su nacimiento. Sufría de asma y de frecuentes desvanecimientos, un mal que la Ciencia no era capaz de explicar satisfactoriamente en aquellos días.
Con los años, me centré en mis libros y mis estudios, cada vez más aislada. Emilie, por su parte, practicaba con el piano, recibía clases de canto y danza, y era solicitada en todos los bailes y festejos de la ciudad. Tenía docenas de amigos y pretendientes. Pero siempre, desde que era una niña, tuvo claro que su corazón pertenecía a Matthew. Aquel verano, poco después de anunciarse el compromiso, Madre dio una magnífica fiesta. El flamante novio había sido elegido por un prestigioso catedrático para acompañarle a Egipto, en un estudio sobre una excavación arqueológica. Todos estaban entusiasmados con el viaje, que duraría seis meses y tendría enorme importancia en la carrera de Matthew. Padre estaba pletórico. Su secreta decepción por no haber tenido hijos varones se veía compensada con el ingreso en la familia de un aplicado joven que compartía sus pasiones y seguía sus pasos. Yo, por mi parte, sentía un dolor lacerante. Habría hecho cualquier cosa por ser Matthew. Por encarnar al hijo perfecto que Padre soñaba, por disponer de aquella extraordinaria oportunidad que la vida le brindaba y que, a mí, habiendo nacido mujer, jamás me ofrecería.
Naturalmente, no me sentía con ánimos para celebraciones. Nunca me gustaron demasiado, en cualquier caso. Odiaba verme rodeada de gente, dar pábulo a charlas insustanciales, responder a preguntas maliciosas sobre mis intereses académicos, y escuchar por enésima vez lo maravillosamente bella que estaba mi hermana. Contrariada, postergué mi arreglo cuanto pude, en actitud desafiante. Ya sonaba la música y habían llegado varios invitados cuando decidí que no podía retrasarme más. Me vestí con desgana y me dirigí al salón.
Apenas había recorrido la mitad del corredor cuando oí extraños susurros en el estudio de Padre. Supuse que él y Matthew estarían allí, rodeados de pequeños huesos, observando con sus lupas, teniendo una de aquellas charlas de las que solían excluirme. Por eso me sorprendió escuchar una risa de mujer. La puerta estaba entreabierta. Atisbé con curiosidad y la escena me dejó boquiabierta. Matthew estaba allí, arrinconado contra una pared, balbuceando todo tipo de excusas y tímidos alegatos, pero ferozmente preso entre los brazos de Jessica Davenport, la íntima amiga de mi hermana, que, despeinada y ruborizada, besuqueaba frenética a mi futuro cuñado. Me escabullí sin ser vista y, sin dudarlo un instante, volví sobre mis pasos en dirección al dormitorio de Emilie que, tal y como yo esperaba, terminaba de acicalarse frente a su tocador. Y allí, con todo el veneno de mi corazón, con toda mi monstruosa maldad y mi pérfida envidia, le conté a mi hermana lo que acababa de presenciar, añadiendo cuantos escabrosos detalles fue capaz de inventar mi retorcida mente. Su reacción fue terrible. Lloró desconsolada, derrumbándose sobre la cama. El gusano de la culpa empezó a retorcerme por dentro al escuchar sus desgarradores sollozos. Impresionada, confusa, haciendo alarde de mi innata cobardía, huí.
Aún no había amanecido cuando Madre, desencajada, vino a buscarme. Me llevó al cuarto de Emilie, donde yo esperaba ver a mi hermana, triste, quizá furiosa, tal vez deseando reprocharme el disgusto que le había causado. Entré en el dormitorio, y lo que vi me hizo caer de rodillas. Emilie, la hermosa Emilie, mi bella y bondadosa hermana, yacía muerta sobre su lecho, pálida como la cera, los labios azulados. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, sosteniendo tres rosas frescas. Las sirvientas la habían amortajado con su vestido de novia, el que ya nunca luciría. Los criados estaban allí, contritos y llorosos en un rincón. El Doctor Jameson, nuestro médico, cabizbajo e impresionado. Padre, al pie de la cama, ausente, como ido. Matthew, que hipaba como un niño, ni siquiera me miró. No hubo reproches, ni acusaciones. Mi hermana se había ido sin explicar la causa de su congoja.
La enterramos aquel mismo día, en medio de una repentina lluvia torrencial. Toda la ciudad acudió a dar su último adiós a Emilie, a la que dejamos en el panteón familiar. Recuerdo que pensé que haría un frío terrible allí dentro. Y casi me alegré del intenso frío que se había instalado en mi corazón. De ese modo, compartía un poco el destino de mi hermana.
Nuestra casa se convirtió en una tumba. Matthew partió hacia Egipto, tratando de olvidar, y, salvo por los numerosos libros que escribió a lo largo de su solitaria vida, jamás volví a saber de él. Padre perdió su alegría. Madre, simplemente, dejó de vivir. Yo empecé mi penitencia negándome a probar bocado, enclaustrada en mi dormitorio, dejando pasar los días con la vista clavada en el techo, mortificándome. El doctor Jameson habló con Padre para recomendarle que me enviara una temporada a un sanatorio. Padre accedió. Supongo que, en realidad, le daba igual si yo me recuperaba o no, si me quedaba allí o me llevaban lejos. Nada le importaba ya.
Transcurrido un mes y medio en aquel remanso de jardines y silencio, el doctor se presentó de improviso. Al ver su estado de estupor comprendí que algo terrible había ocurrido. Desolado, el médico me contó que mi casa, el hogar de mi familia, había sido pasto de las llamas en un incontrolable incendio, seguramente accidental. Sólo una pared había sobrevivido. La pared en la que descansaba el magnífico retrato de mi hermana, como el triste vestigio de un naufragio. Padre, Madre, nuestros criados, todos habían muerto calcinados.
El doctor Jameson se encargó de los trámites y fue mi única compañía en el cementerio. Nuestros amigos y vecinos declinaron acudir. Imagino que debían sentir una enorme inquietud, quizá preferían evitarme. No les culpo. Probablemente procuraban rehuir a aquella jovencita esquiva y malhumorada que parecía atraer el infortunio a cuantos la rodeaban. Concluidos los rezos, se abrió el panteón familiar para albergar los restos de mis padres. Yo, con la cabeza gacha, miraba el suelo sin verlo, perdida en la neblina que era mi vida. De pronto, oí una exclamación ahogada de labios del doctor Jameson, que se aferró a mi brazo con fuerza descomunal. Le miré, sorprendida. Tenía los ojos desorbitados y su rostro mostraba una palidez extrema. Seguí la dirección de su mirada y comprendí el motivo de su espanto.
—¡Virgen Santísima! –gritó el sacerdote, persignándose.
Los obreros del cementerio prorrumpieron en alaridos, corrieron, se encomendaron a Dios y a los Santos. Recuerdo que uno de ellos cayó sin sentido a tierra.
—Camile, no mires… —musitó el médico, con voz ahogada.
Pero era tarde. Ya no podía dejar de mirar. Ya nunca, jamás me abandonaría aquella imagen, siempre presente en mis pesadillas.
El ataúd de mi hermana estaba abierto, la tapa astillada y llena de golpes. Y ella, mi Emilie adorada, yacía sobre la fría piedra, en el suelo, las uñas arrancadas, el dorado cabello desparramado, el gesto desencajado de terror, el blanco vestido de novia abierto como una inmensa flor salpicada con la sangre de sus manos.
Volví a caer de rodillas, como la noche de su muerte, de su primera muerte, de su falsa muerte. Me golpeé la cara con los puños, demente, loca, histérica. Los recuerdos acudieron en tropel, sus innumerables desmayos, sus ataques, sus desvanecimientos, el modo en que su delicado corazón parecía detenerse, su respiración imperceptible, el pánico que provocaba su mal a nuestros padres, siempre temerosos de perderla en una de sus crisis. A mi lado, el pobre Doctor Jameson sollozaba, maldiciéndose por no haberlo visto, por no haberlo comprendido, repitiendo que él la había matado.
Pero no, Emilie, mi dulce y hermosa hermana. Yo te quité la vida. Te la arrebaté dos veces, con inhumana crueldad. Sé que me has perdonado, como hacías siempre, y que no lo merezco. Sé que me espera la condenación eterna, y eso me conforta. Aunque ni el fuego del infierno, adorada Emilie, podrá lavar la atrocidad de mi crimen. No hay penitencia en este mundo, ni en el otro, que pueda compararse a la agonía que te provoqué. No existe castigo que pueda ajustarse al escarmiento que merezco, que pueda compensar lo que te hice: tu terrible soledad, tu pavor y tu frío.
Descansa en paz, querida mía. Ahora apagaré las velas y seguiré a la negra Parca. Saltaré al mar, rogando a Dios para que nunca me encuentren. Para que mis huesos malditos jamás se mezclen con los tuyos, ni perturben tu sueño.
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