Con toda lógica, como volaba a Medellín y luego a Cali, me compré en el aeropuerto Montevideo, la última novela de Enrique Vila-Matas. En las salas de embarque, como es costumbre (aunque parecía una costumbre ya del todo acelerada, quizá porque hacía mucho que no pisaba yo un aeropuerto) abundaban las tiendas y comercios y uno diría que aquello era un campo de concentración de la compra, con precios, por tanto, totalmente aleatorios hacia arriba, disparatados y fascistas. Había que comprar algo para sobrevivir. Había que dejarse robar por una botella de agua. Yo busqué libros, porque me sonaba que en las estaciones de tren, los aeropuertos y algunas de autobús (estaciones quedó atrás, pero confiamos en el zeúgma) los había, en Relay o cosa así. No había Relay, no había libros, los libros habían muerto y etcétera: me entregué con usual alegría a la muerte de libro, sí. Ya me estaba dando por satisfecho con que en Barajas no hubiera libros cuando vi una tienda que los ofrecía, arrinconada al final del corredor. Se llamaba VHSmith.
Con Montevideo en la mano, me sentí perfecto para festivales literarios. Los festivales literarios sólo le sirven para algo a Enrique Vila-Matas, porque a veces empieza las novelas con una invitación a un festival literario. Para los demás, un festival literario es vanidad, dinero, ligar, ir de copas y tener quince años. Luego estoy yo, que me quedo solo en mi habitación.
Oiga Mire Lea se llamaba el de Cali. Me extrañó que me invitaran, porque en general el circuito de festivales literarios es como todo: un coto. Siempre que voy veo a los que van saludarse con muchos de los que han ido, porque se han visto antes en el otro festival, y así los festivales se organizan, sobre todo, como sistema citas que paga un país o una empresa hotelera. Para un autor español, un festival en América es como una nominación al oscar (se me acaba de ocurrir): pareces mejor autor en España si te llaman de allá. Da glamour, dolor de cabeza (el vuelo), dólares, contactos y, como les digo, noches de quinceañeros en viajes de fin de curso.
Resumiendo, volé a Cali. El avión estaba lleno de colombianos, y no de escritores, lo que siempre es agradable. Ponían películas malísimas en la pequeña televisión del asiento. Antes ponían películas mejores. La mascarilla ayudaba a aborrecer la experiencia levitante. La comida era también peor que hacía quince años, cuando volaba yo mucho a Japón, sorteando también un largo trozo de planeta. Las instrucciones por si caíamos al mar me irritaron. Pensé en hacer una columna. A cada paso que daba, pensaba en hacer una columna, lo cual indica lo echado a perder que estoy. La de las instrucciones diría: ¿por qué siguen explicándonos lo de los toboganes-balsa y lo de las mascarillas que caen del techo, y que debes ponerte tú antes de ayudar a ponérsela a tu propio hijo, y lo del salvavidas que inflas y luce y te salvan si, de hecho y con toda certeza, el avión, o llega a destino, o mueres, pues nunca he visto la noticia de que un avión caiga al mar y nadie muera, gracias a los llamativos toboganes-balsa y a los simpáticos salvavidas lumínicos? No.
Como es obvio, llegué a Medellín. Llegué Cali. Los aviones no se caen y, cuando se caigan, nadie recordará veinte años de instrucciones para salvar la vida, porque estaremos un poco nerviosos cayendo en picado sobre el Atlántico.
Cali no tiene aeropuerto. Esto era bonito de pensar. Cali no tiene aeropuerto y volé hasta Cali. El aeropuerto lleva el nombre de un señor, seguramente muy digno de que bauticen con su nombre un aeródromo. Pero es el aeropuerto de Palmira, según me dijo el chófer, de modo que su nombre por lo largo y lo explicativo es “Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Palmira que sirve a Cali”. Ahí ya tocaba uno con las puntas el ribete idiomático de nuestros hermanos: “sirve” a Cali.
A los escritores los suelen recoger en coche en los aeropuertos, como a tanta otra gente que no paga nada en un viaje. Es señorial. Una vez volé a Seattle y no había chóferes (también se dice “chándales”; el idioma español tiene sus fallos), y los escritores que me acompañaban cogieron un taxi y pasaron la factura, mientras que yo me fui en transporte público. Esto lo digo para seguir insistiendo en que soy mejor que ellos.
Le pregunté al chófer cuánta población alcanzaba Cali, y me dijo una barbaridad desmentida de inmediato por la Wikipedia, en el hotel, con Wifi, que era un hotel español, Ibis, perfectamente espantoso. Era como un hotel en cualquier sitio del mundo. Mientras estabas dentro del hotel, no estabas en ninguna parte.
Lo primero que hice al entrar en la habitación fue poner la tele. La tele de los hoteles me gusta porque tiene muchísimos canales y te sientes internacional, CNN, Al Jazeera, BBC. Parece que va a uno a vender imperios mediáticos y no a hablar de un libro que ha escrito. En la tele local, justo a la hora que yo encendí el aparato, había un programa donde tres mujeres explicaban “el kit de la atracción”, que vendían justo en ese momento con un 45% de descuento. Era interesante. Con este kit, podías conseguir enamorar a cualquiera. Había que asperjarse el producto sobre el cuerpo, según explicaba una de las presentadoras. Luego también podías utilizar tu perfume habitual. Una de las señoras, que iba en bata de científica, concedía que además podías tomarte una copa. Sobre sus explicaciones sobrevolaba un adverbio secreto: antes. Todo esto era antes de conseguir que un hombre (se entendía la prelación amorosa) cayera en tus brazos simplemente porque le habías noqueado las hormonas con este producto. Me pareció muy bien todo esto.
Cali. Me dijo alguien, con el que cruzaba mensajes esos días, al referirle yo mi primer paseo por la ciudad, que (cito) “América Latina es toda por el estilo”. La frase rezumaba algún prejuicio y clasismo, pero me resultó encantadora, muy castellana. Resumir un continente entero, de punta a punta, en que es “todo por el estilo”.
En realidad Cali me recordaba a Xalapa (México), donde había ido yo a lo mismo, hacía años. Aceras agrietadas, árboles abundantes, desorden inmobiliario, olores a medio camino entre la alimentación y la alcantarilla, no poca basura por el suelo y la sensación de que siempre habría alguien circulando con el coche por cualquier vía pública. Alrededor del hotel, de hecho, giraban los coches como si ese fuera su trabajo, rotar incansablemente durante las 24 horas del día por las calles y contaminar y hacer ruido. Dentro del hotel, estaban muy contentos con su decisión de salvar el planeta Tierra al no cambiarte las toallas a diario. “En nuestro hotel las toallas plantan árboles”, decían unos cartelitos. Pensé columna: cómo las grandes empresas recortan servicios o prestaciones o atenciones (con el consiguiente ahorro para ellos y nunca para el cliente o usuario) dizque por el bien de nuestros nietos. Si el mundo se salva, será por una toallas no cambiadas en Cali, en efecto.
El festival literario era maravilloso: no vi ni a un solo escritor. Estos festivales literarios donde el único escritor eres tú me encantan. Me hacen sentir importante. Fui a Cali a hacer yo solo un festival literario. En el hotel no escribía nadie más.
La cosa es que no juntaban decenas de escritores en el mismo hotel los mismos días, porque el programa se alargaba durante varios, y muchos apenas estábamos en la ciudad el día en que actuábamos, como dice Trapiello (actuar). Esto evitaba que asistir al festival pareciera, como les vengo diciendo, un viaje de fin de curso a Italia de cincuenta adolescentes.
Más de Cali. Busqué dónde ir y había que ir a un barrio llamado San Antonio, con casitas. Había bares, restaurantes, las casitas mismas y gente con chaleco y porra. Muchos bares y restaurantes parecían cerrados, porque lucían reja atrancada en la puerta de acceso. A mí me daba todo un poco igual porque no llevaba dinero local, y nadie aceptaba tarjeta por una coca cola. Lo mejor de Cali eran las pinturas en las paredes, me dije. Había muchas, muy bonitas.
Al segundo día me pastoreó un señor, al que no nombro por no perjudicar. Me explicó que esos de las porras, que además no parecían muy formados en artes marciales, ataque y defensa o, en fin, retención y captura de delincuentes, eran asalariados de gente con dinero que les pedía que les cuidaran el coche mientras comían o hacían gestiones. Yo pensaba que era como una policía popular, una brigada vecinal de seguridad para el barrio. Y no. También me dijo que las rejas eran, a su vez, por prevención. Estábamos en un sitio coqueto llamado Casa Alebrije, y me tenían que abrir la reja para salir a fumar y para volver a entrar. Daba todo mucha tranquilidad. Mi amigo (cómo no querer tener un amigo en Cali) me dijo que él no pisaba la calle, iba de casa a donde fuera en coche, y pedía taxis a la puerta misma de donde estuviera, un restaurante, por ejemplo, y casi lamentaba que le coche no le recogiera mismamente en la mesa donde acababa de terminarse el café. Ya por rizar el rizo de mi estupidez, le pregunté cómo veía que me fuera yo esa noche solo por las calles de Cali, y me dijo: “Yo no lo haría”. Luego me explicó que la burundanga (o “escopolamina”, apuntó muy técnico) era cosa común, que (chiste propio) en Cali te ponían el café con azúcar y todo lo demás, con burundanga. Consiguió darme todo el miedo del mundo, sí.
En el hotel, busqué Cali en google news y el día antes de que yo llegara habían matado a ocho personas en la ciudad. Me quedé, porque soy frívolo, con que cuatro o cinco de esos asesinatos habían sido “sicariales”.
El festival en sí era en una hermosa biblioteca de prestancia grecorromana. Habían puesto retratos enormes en lonas colgadas de las columnas de entrada. Hice foto de mi cara ahí colgada, porque daba mucha impresión, y muy buena. Había dos decenas o más de escritores ahí bamboleándose, pero yo no vi a ninguno nunca, cosa que hacía más imponente aún mi propia colgadura.
Luego la sala de la charla era hermosa, con sofás, fondo verde (plantas), público en gradas de mucha pendiente y un presentador fantástico y entusiasta. Hablaba de mí como si yo fuera alguien, por Irene y el aire y los artículos de El confidencial. Por un rato, me creí de veras que yo era alguien en Cali. Hablé de mí y parecía que eso podía tener algún interés. Lo más fascinante de las charlas como escritor es que consisten en hablar de uno mismo, y te pagan. No es como que tengas que saber nada sobre algo.
Luego en los pasillos de la biblioteca se vendían libros, incluido ese mío, Irene y el aire, editado por Seix Barral en España en otoño de 2020. Me suena que exportan ejemplares a América Latina, un puñadito, y pensé que ahí estaba, el puñadito. Pero amables caleños compraron mi libro y hube de dedicárselo. Quiere decirse que debían retirar el retractilado que cubre allí todos los libros, y así vi que Irene y el aire estaba publicado en Colombia en diciembre de 2021, cosa que me encantó, a pesar de que nadie en la editorial me hubiera dicho que eso había sucedido, como creo que es de rigor.
La cosa mejoró cuando una lectora compró mi libro y la librera le dijo que era dos por uno. Nunca había visto que comprando un libro te dieran otro gratis. Fue como si la literatura y Primark por fin pudieran vivir juntos, en ese 2×1. La lectora, que tenía un novio tan encantador como ella, pidió el mismo libro, o sea, el mío, dos veces. Este gesto me tocó el corazón: ser gratis, pero ser elegido.
Luego conocí alguna gente majísima de entre el público y el staff del festival. Me llevaron a tomar unas cervezas atravesando una vía pública, la calle 5, que podemos emparentar con la Castellana de Madrid. Quiere decirse que atravesamos la calle 5 con coches, por las bravas y toreando tráfico. Tomando la cerveza (Club Colombia, que contra toda lógica no me embotó el ánimo, sino que me lo aclaró: volví a la biblioteca ya por un paso de peatones que estaba algo más arriba), tomando, digo, pregunté de nuevo si podía uno salir por la noche por Cali, y les comenté lo que me había contado mi mejor amigo en la ciudad: que me iban a echar burundanga en la copa, robarme, matarme y dejarme tirado en una cuneta. Se rieron. Se rieron como madrileños a los que les contaran eso mismo: que en Madrid violan, matan, burundaguean o pinchan en discotecas a la menor oportunidad. “Na”, vinieron a decirme, “si tienes sentido común, no te va a pasar nada, hombre”.
A la vuelta, corrió un poco el aire. “Ventea sabroso”, dijo un colombiano. Dios los bendiga.
En el hotel, puse la tele, puse la local, ponían un debate parlamentario, y estaban en la ronda rogatoria: diversos diputados se dirigían al presidente y solicitaban soluciones. El primero que vi habló de un pueblo donde habían matado a catorce; el segundo, de una ciudad donde habían matado a cinco; el tercero, de una zona donde se contaban en ochenta los asesinados; el cuarto, de cabezas cortadas en otro pueblo… Era la sesión plenaria de la cámara de representantes del día 6 de septiembre de 2022, que, por lo que sea, emitían el día 10. Lo brutal no era, siéndolo, los muertos. Lo brutal era que después de ocho o nueve intervenciones en las que escuchabas cuántos muertos y dónde, las siguientes intervenciones con muertos y dónde te dejaban indiferente.
En Cali no fumaba nadie en la calle. No entendí por qué.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: