Cuando pierdo el sueño en medio de la madrugada, y ya ni siquiera tengo el deseo de no hacer absolutamente nada que no sea demorar este lento desenroscarme de cara al día, me levanto en silencio de la cama —como con el cuidado de no espantar la noche—, me acerco hasta mi biblioteca lamparita en mano y, libre de la obligación del despejado de atender celosamente a un único libro, cojo varios de golpe y rápidamente me vuelvo a meter entre las sábanas, de pronto como iluminado por una familiaridad de contenidos. ¿Soy la misma persona que hace un momento soñaba con jardines y fuentes, el arropado flotante en un pico de sueño, el que creía ser “la rivalidad entre Francisco I y Carlos V”? Tumbado con mis libros en la cama tan sólo soy consciente de una única cosa: así como Ramón ya no iba más al teatro salvo para volver a ver el telón, yo me tumbo con mis libros en la cama para evitar que se descorra demasiado pronto este velo entre la vida y el sueño, y leo lo ya tantas veces leído no como el que quisiera arrancar un sentido más a las palabras tendidas de parte a parte, otra vez oreadas por el lomo abierto, sino como el que, corriendo libro adentro, va hurtándose a la luz de letra en letra, y se oculta detrás de una H o una M mayúscula para ver si así engaña a la mañana, que se acerca de puntillas a su escondite como el ladrón que quisiera despojarle, a punta de afilados cuchillos de sol, de sus últimas y todavía perladas arenillas de sueño.
Mis sueños suelen estar poblados de jardines, de fuentes, de gentes que aún recorren el mundo sobre la joroba de un camello, vendiendo vasijas que antes fueron orejas, de cosas fulgurantes que yo llamo oropéndolas, de desiertos amarillos, con su cimbreante comunidad de oasis. Por eso, siempre que tomo un libro en esta hora del sueño malogrado sé que no voy a equivocarme, y que mi parte de sombra va a elegir por mí lo que todavía me permitirá mantenerme en ese incierto no estar de la vida suspensa. Sería raro que mi sombra condujese mi mano hacia algún libro en el que no pudiera esconderme (si así fuera no sería mi sombra). Por eso me dejo llevar libremente y poso a ciegas la mano planeadora en cualquier percha. A fin de cuentas, ¿quién espera aprender algo verdaderamente valioso si no se hace un poco el ciego a lo que ya conoce? Si el pájaro supiera que es pájaro, estoy seguro de que nunca podría echar a volar.
1
San Juan de la Cruz. Obras completas
A esta hora la luz es una mujer desmayada, a la que nadie reclamó, y por ese motivo fue tan fácil levantarla de donde estaba y convertirla en luz. ¿Qué mejor cosa puede haber que leer en el silencio de los sueños de todos, envuelto como en un armiño en este profundo suspirar colectivo, iluminado por el ya imposible despertar de una mujer desmayada? Luz de la que ignoro dónde empieza la mano y termina el cabello, pero que se arremolina en torno a mí con ese ondular de musgos que se despeinan bajo la corriente del río. Es la mujer elipsis, presenciada tan sólo en su condición de luz, en esta vacilante claridad que me permite escapar a la mañana letra a letra. Para seguir despierto, he cogido entre otros el libro de un hombre pequeñito (medía un metro cincuenta), probablemente mitad morisco, que sobrevivió a una cárcel cuyas humedades acabaron con hombres aparentemente más altos y fuertes que él, y que, despojado de papel y lápiz, escribía versos en su mente que más tarde dio a copiar a unas monjitas tras la celosía de unas ventanas de clausura. “Mi amado las montañas”: elipsis del verbo que abre una nueva vía a la comparación, y deja flotando y como suspendido al ser que, privado de los límites del verbo, se libera, se extiende y se difunde por todas partes: los valles solitarios, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos… Muchos siglos antes de que San Juan introdujese en el poema esta especie de sílaba vacía, por la que sale un viento que peina y que despeina todo lo demás (lector incluido), los pequeños vigilantes de la puerta —privados de sus pies, como San Juan se había privado de sus zapatos— ya hablaban como él. O hacían como que hablaban. Y decían cosas —por ejemplo— como estas:
El que sabe no habla,
el que habla no sabe.
Tapa las aberturas,
cierra las puertas,
embota los filos,
desenreda la maraña,
empaña el brillo,
hecho uno con la suciedad del mundo,
a eso dicen identidad del misterio.
Por eso en Él no puede haber próximos,
ni tampoco extraños;
no puede haber beneficio,
ni perjuicio tampoco;
no puede haber honor,
ni tampoco desprecio.
De ahí que sea lo más noble del mundo.
Si los pequeños vigilantes de la puerta construyeron signo a signo una casa animada de misteriosas contradicciones, San Juan vino a ponerla en lo alto de una montaña y dio las instrucciones para llegar hasta ella. Instrucciones —por ejemplo— como estas:
Procure siempre inclinarse:
no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;
no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;
no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto;
no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso;
no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo;
no a lo más, sino a lo menos;
no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado;
no a lo que es querer algo, sino a no querer nada;
no andar buscando lo mejor de las cosas temporales,
sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuando hay en el mundo.
Por cosas como esta Eugenio D’Ors llegó a decir que, “de todos los embriagados por este misticismo, de la Noche oscura del alma San Juan de la Cruz no es el noctámbulo, sino el sereno”. Él creía que se trataba de una broma. Pero uno mira a todos esos mutilados y descalzos guardianes de la puerta, repara en las coincidencias del sentido y la forma, y se da perfecta cuenta de que no. No lo era.
2
Beowulf
Son muchas las cosas que recuerdo del Beowulf sin tener que leerlo. Recuerdo a mi hermano, que me lo enseñó. Recuerdo la buhardilla y el dormitorio, revestido de libros, donde lo aprendía. Recuerdo, cómo no, a Borges. Recuerdo aquella terrible exclamación, “¡ya poco estaría la vida del noble a su carne atada!”, como también recuerdo esta otra, no menos terrible: “Aquel que quiere ganar duradero renombre desprecia su vida”. Recuerdo los días en que fui por el mundo despreciando la vida, sin el deseo siquiera de ganar renombre, y por eso la amaba todavía más. Recuerdo al joven de la cota de malla que “bajaba a explorar la mansión de los monstruos”. Recuerdo la cabeza cortada de Gréndel, y que vi “derretirse la espada excelente al mancharla la sangre”. Recuerdo a Hródgar, a Sígmund, a Hérmod, a la gente scyldinga. Recuerdo los viajes en barco, el regreso a la patria. Recuerdo haber visto a Odiseo cruzando su barco en el mar con “el buen capitán de la tropa de Helfden”. Al bárbaro Gréndel comiéndose a “un bravo dormido”. A “la reina altanera cayendo en cruel desvarío”. Y “el pendón del verraco”, y “el mordisco fatal del dragón de la cueva”. Y recuerdo —quién no— a Beowulf, “el mejor de los hombres”. Y decirme a mí mismo, en aquella lejana buhardilla vestida de libros: “¡Oh, mejor de los hombres! ¡Yo también quiero un día llenar de grandeza esta casa de huesos!”. Y no menos recuerdo a ese joven que fui, entregándose al mundo como el que alegremente se echa el pico del manto sobre el hombro, con la misma claridad con que me veo aquí, libro en mano, ya la calle cubierta de nieve, esperando otra noche de insomnio a abrirle la puerta.
3
Omar Jayyam. Rubayat
¿Qué significa soñar con alfareros? ¿Y con pedazos rotos de vasijas bajo la arena de los desiertos? ¿Y con cuencos que bajo las fuentes nos miran con ateridos ojos de doncellas? Todo barro es un muerto. Quien más, quien menos, todos hemos oído hablar de esa gente elegantemente vestida que, en las grandes cenas celebradas en mansiones y castillos, se han levantado de un salto al escuchar, en el gorgoteo de una copa o en el chirriar de la cuchara contra el fondo de un plato, la voz de un padre ausente o una tía difunta.
Omar Jayyam nació en el año 1048, en Jorasán. Su padre fabricaba tiendas de campaña hechas con pelo de camello. Omar se familiarizó muy pronto con todas esas cosas que, habiendo estado vivas, ahora tenían una segunda existencia de cosas muertas. El camello que había llevado, solemne, al hombre por el desierto era ahora una casita portátil que en esos mismos desiertos protegía a otros hombres del terrible sol. Después los hombres morían, sus cuerpos eran devueltos a la tierra, la tierra los fundía con los de otros muertos, el alfarero volvía a recogerlos y los mezclaba en el agua que había sido el sudor y el llanto de princesas y esclavos, el borracho y el sátrapa bebían de aquella copa que era al mismo tiempo cantor, mercader, heredero de reinos y ahora, también, poema. Los rubayat —formas métricas que por brevedad y propósito pueden recordar al haiku— son para Jayyam amplios jardines separados en parcelas con su particular floresta de mutiladas orejas, manos, lenguas que todavía entonan la dicha fortuita y pasajera de ser hombre.
Llegó la nube y volvió a llorar sobre la hierba.
¡No hay que vivir lejos del vino tinto!
Hoy esta hierba es nuestro paisaje. ¿De quién será paisaje
la que crezca cuando seamos tierra?
¡Todo el mundo es un resucitado! ¿De quién fueron ojos las rosas del enamorado y de la parturienta, y de la enferma que dormita junto al jarrón todo labios en el frío hospital? Jayyam escribía rodeado de hombres temerosos en un mundo de reparos. “Dicen que no es musulmán quien fabrica tinajas. Pues tú, ¿qué dices del que fabrica calabazas?”. Siglos más tarde, aquel maravilloso Ramón que al teatro sólo acudía a admirar la extraña vida de los telones lo escribió de otra forma: “El que nos trajo los ángeles es tan importante como el que nos trajo las gallinas.” Rubayat-haiku: ¿sombras de greguería?
4
Poesía de trovadores, trouvères y Minnesinger
De niño siempre creí que aquel libro de la biblioteca de mis padres, con un grabado de flores de lis en la cubierta y letras de un oro deslucido, decía en su lomo “minisingers”, y desde entonces el libro siempre habló para mí de cantores pequeñitos que recorrían los bosques y los caminos en caballos minúsculos, y se detenían en las fondas y los castillos para entonar baladas con sus laúdes de juguete. La miniatura que descubrí años más tarde, procedente del Códice Manesse (Pareja escuchando a un músico), no refutaba esa idea: el músico de la miniatura era verdaderamente pequeñito. Con el tiempo aprendí que los Minnesinger podían ser criaturas de estaturas perfectamente normales. Lo que en mí no ha cambiado desde entonces es el encanto de saberme paseante de la vida como a lomos de un caballo de madera, igualmente provisto de un laúd de juguete, y de todos los paseantes que con su canto iban, como los gallos, “quebrando albores”, y como otros gallos “burlando damas”, si tuviera que decidirme por uno siempre preferiría ser ese insigne poeta de la nada llamado Guillermo de Peitieu.
Una floresta. Un hombre ataviado con una capa y un gorrito de pluma. El río en el que se detiene a beber su caballo (¿puede inclinarse a beber un caballo de madera? En el mundo de los trovadores y los minnesinger, los “cantores del amor”, sí que puede). Junto al río hay una dama desesperada que solicita amores al poeta. Es una dama de algún castillo cercano, o una campesina bien vestida, pero para el poeta repentinamente enamorado es la señora del bosque que con sus largos cabellos hace nacer los ríos. Así que el poeta bebe de sus cabellos, y cómo no, agradecido como es, no duda en ofrecerle sus amores. Ella le habla en una lengua desconocida y él le responde en un idioma inventado por poetas —la langue d’oc—, pero en este mundo de damas desesperadas y cabellos que hacen nacer los ríos ni ella ni él necesitan nada más para entenderse. Después las risas, los besos, las manos buscadoras de piel, la dama que parece convertirse en niña cuando, pudorosa y resuelta, se despoja lentamente de sus ropas. “Llevadle esta canción a mi querida, y decidle que soy más suyo que su manto”. ¿Qué de más fluido hay que una jovencita que se entrega de esa manera, y qué mejores humedades que estas? Por último el regreso a los caminos en el alba, las nubes de purpurina como ropa escurrida, y bajo los árboles la damisela dormida, recién lavada en el río. ¿Se ama a la doncella o al amor que ella encarna? Al trovador nunca deja de maravillarle que todo ese trenzarse y destrenzarse sobre una capa arrugada encaje después en la forma perfecta de la rima y la suma regular de sílabas.
Haré una poesía sobre absolutamente nada.
No tratará de mí ni de ninguna otra gente.
No tratará de amor ni juventud,
ni de ninguna otra cosa.
Habrá sido compuesta durmiendo,
sobre un caballo.
Guillermo de Peitieu escribió estos versos hacia el año 1090 o 1100. Omar Jayyam, en esas fechas, escribía sobre orejas convertidas en vasos, sobre reyes hechos añicos contra el suelo por culpa de la torpeza de un borracho. En unos años se empezarán a levantar en Europa las fachadas de las primeras catedrales. Desde el oriente vendrá Parzival, revestido de Adonis. Ahora, mientras tanto, Guillermo se cruza en su camino con otros como él, enfermos del amor de las muchachas que a pleno pulmón van cantando: “Me quejo del amor, que me ha robado de mí mismo y no quiere retenerme consigo”. “El brotar de las flores y de las hojas, y el aire primaveral, impulsan a los pájaros hacia viejos cantos, pero yo puedo cantar cosas nuevas, aun cuando hiela, gentil dama, y aunque no me recompenses”. “El mundo era amarillo, rojo y azul, y el bosque y otros sitios eran verdes”. “Tampoco el canto es fácil. Día y noche, nada es fácil sobre la tierra. El rocío es el cansancio de los ruiseñores que cantaron sin cesar toda la noche”.
Entre las flores ribeteadas de rocío, la dama desenmarañada que hace nacer los ríos, dormida hasta otro nuevo piafar de los caballos. ¿A ella quién la reclama? Sólo el abrazo de pasajeros cantores, que un día y otro día la encuentran, la desencuentran, la desvelan en el poema iluminado. Está en todas partes donde haya orillas, límites, presagios. Ella es en realidad el borde y no el lugar. Es el rumor del río pero no el río, el arrullo del viento pero no el viento. No se encuentra al tocarla sino al presentirla, al echarla de menos. Y como aquello sucedió una vez, ya es siempre.
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Autor: San Juan de la Cruz. Título: Obras completas (dos tomos). Editorial: Alianza (2015).
Autor: Anónimo. Título: Beowulf y otros poemas anglosajones (ss. VII-X). Traducción: Luis y Jesús Lerate. Editorial: Alianza (2017).
Autor: Omar Jayyam. Título: Rubayat. Traducción: Clara Janés y Ahmad Taherí. Editorial: Alianza (2013).
Autor: AA.VV. Título: Poesía de trovadores, trouvères y Minnesinger. Traducción: Carlos Alvar. Editorial: Alianza (2018).
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