Contar es una manera de poner en orden. Y en estas páginas muchas cosas buscan su sitio. Todo arranca en el barrio de San José, Zaragoza. Un escritor regresa al instituto donde estudió para hablar a un grupo de estudiantes. Son bastante mejores que él a su edad, piensa. En su época no eran tan espabilados, tampoco sonreían, ni siquiera prestaban interés. Sólo tenían a la mano la niebla, las pipas, los porros y las letras de Barricada. El paisaje era opaco, grasiento, residual … hasta la llegada de un personaje: el profesor de filosofía Antonio Aramayona, el hombre que emerge en la memoria del escritor. El mismo personaje que ha decidido morir mientras estas páginas se escriben. Así arranca Sergio del Molino La mirada de los peces (Literatura Random House), su más reciente novela. Así.
Sabemos de Sergio del Molino (Madrid, 1979) lo que él nos ha contado. Que la peor orfandad es aquella que sufren los padres; lo escribió en La hora violeta (2013). Que la memoria de las familias se vacía, de la misma forma en que los pueblos pierden habitantes. Sea o no progreso, el paso del tiempo deja a su paso zonas extintas, clausuradas. Es eso lo que busca Sergio del Molino en sus libros: testimoniar ciertas demoliciones; propias o ajenas. Por eso, cada vez que Del Molino se cuenta, el lector pierde su centro. Se desplaza empujado por la fuerza que cobra la No ficción cuando se usa como novela, ese mecanismo en el que la historia de alguien más parece la de quien lee. El artificio de la literatura que propicia el escozor y la empatía. Mejor dicho, la empatía. A secas. Lo que no duele no está vivo.
En las páginas de La mirada de los peces (Literatura Random House), Del Molino ejecuta un retrato de sí mismo a la vez que relata la vida de Antonio Aramayona, docente partidario de la educación pública, el laicismo y el derecho a una muerte digna. Una narración que se alterna entre el pasado y el presente, más como interpelación que como diálogo. Tanto en la vida de Sergio del Molino como en la estructura de esta novela, Aramayona disipa la niebla. Sopla sobre un mundo gris y pequeño. Aparece para romperlo todo. Para demostrar que se puede elegir, incluso la propia muerte. Del Molino traza el perfil de este personaje decisivo en su vida y su vocación, al mismo tiempo que se cuenta. La biografía de alguien que llegó a una ciudad a la que no pertenecía y de la que ansiaba escapar, incluso veinte años después… mientras escribe este libro.
Metido en el mogollón de la promoción, Sergio del Molino atiende a la quinta entrevista del día; ésta, pues. Luce relajado. Habla como escribe. Con un humor ácido y no del todo pretencioso, esa ligereza de los que sueltan una ironía y aprovechan la nube de humor negro para abrir una brecha con algún guijarro mordaz. Todo eso lo hace sin solemnidad. Acicaladito, educado, correcto, pero no por ello inofensivo. O no del todo. Tras el éxito de su ensayo La España vacía (Turner) y sus once ediciones, Del Molino ha ganado notoriedad. Se ha convertido en experto en la fantasmagoría. Un especialista de la ausencia. Lo suyo son las muchas muertes. Esas ausencias que sólo cobran sentido cuando se ponen por escrito: la de los padres, la de los hijos, la del lugar en el que se fue niño y la de aquel en el que habrá que envejecer. Del Molino habla de aquello a lo que cuesta darle orden y lugar. Él ha conseguido hacerlo, escribiendo.
I
Escribir es una manera de poner en orden y en estas páginas hay muchas cosas buscando sitio. ¿Cómo se comporta y qué ordena este libro?
Quiero pensar que se comporta como la vida. Así como hacen las grandes religiones, que poseen un relato con el que intentan darle un sentido al mundo, la literatura hace lo mismo con las personas, con las vidas individuales. Intenta dotar de sentido algo que no lo tiene. Escribo, como creo que escribimos casi todos los escritores: desde la conciencia de que eso es imposible y sabiendo que vamos a fracasar en ese empeño. Pero no por eso vamos a dejar de escribir. La literatura es, al final, el producto de ese empeño fracasado de antemano por dar sentido a la vida.
Este libro cuenta, en parte, cómo alguien decide morir. El narrador lo relata, al mismo tiempo que desea evitarlo. ¿Cómo condicionó eso la escritura?
Hay dos niveles en el libro: el del relato ya concebido, que corresponde a mi adolescencia; y luego el otro, lo que sucede, el presente, que corresponde al tiempo de escritura. Eso hace aflorar las contradicciones. Al no mediar tiempo entre la experiencia y el relato, entre el tiempo vivido y el tiempo escrito, los dilemas que se manifiestan en la vida manchan la escritura. Condicionan su estructura, oscilante entre pasado y el presente.
Según sus editores, propone un diálogo con el pasado. ¿No se trata, acaso, como Lo que a nadie le importa, de una interpelación? ¿Un ajuste?
Probablemente La mirada de los peces sea un libro… ¿más político? Un libro que tiene más deudas por pagar, porque se enfrenta a un pasado vivo. Lo que a nadie le importa se enfrentaba a una memoria familiar. Interpelaba al relato, no a sus protagonistas. Aquí me estoy interpelando a mí mismo, a mi propia biografía, mi entorno, mi ciudad. Hay un montón de factores con los que tengo fricciones y esos conflictos están en el libro. Son conflictos vivos. No son conflictos de gente ya desaparecida, son cosas que me afectan en mi vida cotidiana. No era el todo consciente, pero sí, hay una interpelación. Claro que interpelo.
San José representa la insatisfacción. Sin embargo, cuando usted regresa a su instituto, años después, y habla con los estudiantes que ocupaban su silla, encuentra redención.
Porque veo algo mejor. El mundo que yo evoco en el libro es sensiblemente peor. En muchos momentos incluso es más violento, más triste y más lento. Los estudiantes que encuentro son más empáticos con el otro. Son más sensibles y más intolerantes con la violencia, con el desprecio al otro, con respecto a lo que éramos nosotros.
Este libro comienza y acaba con una sensación de soledad, un aislamiento. En el fondo, ¿usted jamás llega a pertenecer al sitio del que escribe?
En este libro hay incomprensión de un mundo que yo percibo como hostil. En ese sentido hay aislamiento, una soledad inevitable. Esta es la crónica de un desclasamiento. Un personaje que no se sentía en su lugar cuando estaba en el barrio y que sigue sin sentirse en su lugar una vez que lo abandona. No se siente parte de ningún sitio, porque no puede desarrollar pertenencia. De ahí vienen los cabezudos, el rechazo al gregarismo, el rechazo a la militancia política como forma de colectivismo. Hay un individualista que no lo es por vocación, sino porque no le ha quedado más remedio. Esa soledad viene del desclasamiento.
¿Qué es lo crepuscular en este libro? ¿La sociedad española, Antonio Aramayona o su generación?
Las tres cosas. Mi generación, y mi clase, creció en lugares que ya no existen. En ese contexto, Antonio es el signo de la desaparición. Su propia lucha por la enseñanza laica tiene que ver con aferrarse a un mundo que ya no existe. Este es un libro de desubicados, de gente que ya no entiende el mundo: unos porque son anacrónicos y pertenecen a otro tiempo y otros porque nos hemos movido. Hay incomprensión y desencuentro con el mundo, en todos. La mirada de los peces está retratando el final de un país, de un paisaje urbano que ya no existe: los barrios del extrarradio formados por el aluvión de la gente del campo y que eran todos más o menos parecidos. Barrios como San José los hubo en toda España. Los podemos trasladar a Vallecas, a Hospitalet de Llobregat. Sin embargo, eso ha desaparecido. Se lo llevó la burbuja inmobiliaria y la inmigración.
Las alusiones políticas, en especial a la izquierda representada en el PSOE, no son pocas ni mucho menos indulgentes. ¿Eso también es demolición?
Creo que el PSOE es el espejo negativo de la izquierda, lo que la izquierda-izquierda –el doble sustantivo alude, acaso, autenticidad-. Era el símbolo de la España acomodada, la del pelotazo. Era lo más odioso. Hay algo que esa izquierda no perdona al PSOE y es, justamente, que se siga presentando como un partido de izquierdas. Eso está presente en el libro con la casa de acción social para jóvenes, porque el PSOE fue uno de los que intentó hacer ese tipo de trabajo en barrios como San José. Al final, esa acción se vuelve en su contra: acaba siendo elitista. Sólo tiene incidencia en los chavales que iban a salir por sí solos de ahí.
En un capítulo del libro, siendo apenas adolescente, usted y un grupo de amigos queman una bandera de España. Más por hastío que por convicción. ¿Qué ilumina esa imagen?
El discurso político que está por detrás en el libro busca rescatar un relato que en España se nos ha olvidado pero que estaba muy presente. Yo lo recuerdo. Normalmente, los chavales intentan provocar y canalizar su rabia haciendo cosas que saben que van a fastidiar y romper la calma del status quo. Cuando elegimos eso y elegimos coquetear con la estética abertzale, lo hicimos porque sabíamos que molestaba, pero a la vez que molesta, había conciencia de que estaba legitimado.
No había ocurrido el asesinato a Miguel ángel Blanco
En esos gestos todavía permanecía un halo de romanticismo. El escándalo era de postín. Podía entenderse, y se entendía creo, como parte de una reacción adolescente. Eso retrata el clima político: una izquierda que no ha hecho autocrítica, que no ha sido lo suficientemente introspectiva. Hemos olvidado la fascinación política que generaba el mundo abertzale en los barrios obreros y no porque evocaran tanto a ETA o los atentados, sino a la Nicaragua Sandinista, a la guerrilla. Evocaban todo el romanticismo latinoamericano. Eso era lo que fascinaba.
II
“Estamos en el menos dos. Menos dos, faltan dos días para que me mate”, dice Antonio Aramayona a Sergio del Molino en La mirada de los peces, una novela cuyo ritmo avanza en dos direcciones. Una, la muerte de Aramayona, un desenlace que está siempre a punto de llegar y para la que él mismo dispone de un proscenio: hace partícipe a sus discípulos de ella; convoca a Jon Sistiaga para rodar un documental al respecto e incluso hasta olisquea el libro, éste, que Sergio del Molino escribe sobre él. El otro plazo avanza en la descripción que hace Del Molino de su adolescencia y que transcurre al mismo tiempo que el envejecimiento de Aramayona. Ese proceso en el que uno camina hacia la vida y el otro se despide de ella.
El lector encuentra en el Antonio Aramayona que retrata Sergio del Molino a un hombre excepcional y al mismo tiempo insuficiente. Contradictorio y acaso por eso extraordinario. Alguien que pedía a sus alumnos que lo convencieran, que le dieran una razón, una sola, para no matar seis millones de judíos con el botón imaginario; alguien que igual la liaba colocando a sus alumnos en disparaderos morales como sostenía durante más de un año un escrache del que no extraería nada excepto el empeoramiento de su salud. El Aramayona de La mirada de los peces es capaz de organizar un concurso literario para demostrarle al joven alumno que podía aspirar a tal cosa como ser escritor, incluso en un barrio como San José. Ese billete arrugado que Sergio del Molino recibe como premio metálico por su relato escolar es una creación de Aramayona. Y puede que sea una de las grandes metáforas de este libro. Propiciar una vocación, la elección implícita entre lo que se es y lo que se puede llegar a ser.
Todo esto podría resultar empalagoso y hasta moralista, de no ser por el hecho de que La mirada de los peces narra muchas cosas al mismo tiempo: la aparición de un profesor de filosofía que inoculó la capacidad de decidir entre quienes parecían tener la elusión como única alternativa; un elogio a la educación como proceso vital, la capacidad real de hacerse preguntas y cuestionar cosas tan obvias como el hecho de que se puede aspirar a ser algo distinto en lugares donde nada es propicio. Lo singular, acaso, es la huida de todo sentimentalismo. Las pocas ganas que tiene Del Molino de convertir a este hombre y su gesta educativa en un relato tranquilizador. Del Molino no se pone sinfónico para contar la decisión de alguien que, achacado por la enfermedad, elige matarse. Lo que cuenta en verdad es cómo esa muerte actúa cual última gran creación. O, por qué no, como la última gran lección.
La muerte y la pérdida que ya ha trabajado en otros libros regresan. No sabría decirle cuántos duelos hay en este libro…
Pienso mientras escribo. Todos los temas se van entretejiendo. Hay una conexión evidente con La hora violeta, porque para Antonio fue importante ese libro. Prefiguró su propia muerte o comenzó a diseñarla a partir de ver cómo enfrentábamos nosotros el duelo. Y ese interés que tenía y esas preguntas estaban relacionadas con cómo estaba metabolizando y tomando forma su decisión. No creo que lo decidiera por eso, pero la forma en la que se despidió tuvo cierta influencia en lo que me ocurrió a mí con mi libro.
La elección es un elemento transversal en La mirada de los peces. En un lugar en el que todo es atávico, San José, Aramayona enseña a elegir.
Planteo a Antonio como el reverso tenebroso del Club de los poetas muertos. Alguien que no ha venido a explicar el Carpe diem, sino el hecho de que hay otros horizontes fuera de ese barrio. Alguien que señala cosas que nadie esperaba de nosotros pero que podíamos hacer.
Su magisterio llega bastante lejos. ¿Matarse fue la última gran lección?
Y mucho más que eso. Es la forma que él tiene de darle sentido a la vida. A diferencia del narrador, Antonio sí considera que la vida tiene un sentido. Aunque él es un ateo profundo, hay un fondo religioso en su forma de entender el mundo, que es teleológica. Para él, la vida tiene que estar dotada de sentido. Antonio ha intentado ser un escritor, un intelectual, un filósofo y no lo ha conseguido. No ha conseguido crear la obra que quería. Y ocurrió así, porque no quiso dar el paso de romper el pudor. El narrador y la voz de sus libros era muy distinta de su propia voz. No se le reconocía. Parecían escritos por otra persona. Para él, que su referente es Nietzsche y la idea de que el arte es la propia vida, al final consigue que ese acto resuma esa idea. Su muerte es su gran obra, le permite toda la trascendencia que en sus otros empeños no ha conseguido.
Sergio del Molino coloca la mirada ahí donde algo ya no está. Ya sea personal o colectivo. ¿Por qué siempre mira hacia las estelas, los restos?
Lo que me quieres preguntar es… ¿para qué cojones escribes? –estalla la risa, por aquello de desengrasar con humor lo que ya se pone muy solemne-.
Hombre, no. El asunto sería acaso… ¿por qué es tan sensible al lugar donde algo ya no está? ¿Qué no está resuelto? ¿Qué busca resolver con la escritura?
Es una querencia natural en mí buscar en los huecos, en las ausencias, en los fantasmas. Es mi lugar de introspección. Primero, porque es ahí donde se producen las catarsis. Cuando eres consciente de que algo ha desaparecido, la catarsis crea una lucidez que a mí me incita a escribir y a preguntarme qué ha sido eso, por qué ha sido importante para mí y qué significa. Me atrae esa estela, ese humo que dejan las cosas al irse. Mi literatura se mueve por ahí, porque es justo cuando cobro conciencia de esa ausencia cuando me pregunto por ellas y por mí mismo. Ese es el motor. No es el lugar al que quiero llegar sino lo que me hace sentarme a escribir.
¿Cómo se relaciona este libro con la literatura que le interesa?
Soy muy desordenado como lector y me interesan muchas cosas que no necesariamente tienen que ver con la literatura. Tengo una bipolaridad entre mi yo lector y mi yo escritor. Me gusta mucho Joseph Roth, el que anticipa a los grandes cronistas. El que mezcla intimidad y crónica, que sería el de Judíos errantes, que es un libro menor suyo, pero que me parece maravilloso. Y te diría Joseph Roth porque es una maravilla en tanto escritor que duda y sigue estelas de cosas que han desparecido. Alguien que está asistiendo a la desaparición de lo que más le importa. Y puede que tenga que ver con eso: con buscar estelas y la fascinación que ejerce en mí en mí todo el mundo austrohúngaro: Zweig, por supuesto, pero también Musil; Joseph Roth; quizá Kafka un poco menos, pero toda esa literatura que incide tanto en lo crepuscular, que es tan consciente de que su mundo está desapareciendo y escribe mientras se desvanece es algo que me fascina. Me reconozco en esa actitud. Encuentro un correlato y puede que tenga mucho que ver con mirar lo que desaparece mientras está desapareciendo. No tanto en Lo que a nadie le importa, que es algo que ya ha desaparecido pero sí en La España vacía o en La hora violeta. Son desapariciones que yo he visto.
Una forma de ver pasar la demolición…
E intentar reconstruirla, literariamente.
Los peces como imagen que da título al libro rezuma tristeza y resignación.
No quisiera hablar demasiado de ella, porque se supone que los libros se explican.
Ya sabe usted que las entrevistas están sobrevaloradas, pero hay que pasar el mal trago…
Es una imagen muy pensada y es un símil devastador y eficaz. Condensa la sensación de asfixia, de que no vas a poder salir nunca de esa vida.
III
Sergio del Molino hizo la primera comunión para que le regalaran cosas. Más que una Fe, quería obsequios. Su familia, que era atea y de sobra descreída con estos asuntos, no vio el tema con buenos ojos. Pero el chico, muy convencido de su laico objetivo, se salió con la suya. Entre los regalos cayó una colección de los viajes de Julio Verne. Los leyó uno a uno, sin parar. El niño, pues, no iba para monaguillo; o al menos así lo sugiere la postal infantil. Además de un sentido demoledor de la practicidad,Del Molino tenía una predisposición hacia lo libresco. En nombre de la literatura uno se presta a cualquier cosa, desde hacerse feligrés hasta matricularse en periodismo, la opción profesional más sensata para poder vivir de la escritura y a la que él, claro, recurrió.
Del Molino publicó su primer libro en 2009: el volumen de relatos Malas influencias (Tropo Editores). A ése siguió su primera novela No habrá enemigo (2012) y el ensayo Soldados en el jardín de la paz (Prames). Sin embargo, el punto de inflexión, en su vida y su obra, lo marca La hora violeta (2013), en cuyas páginas Del Molino describe el año de vida de su hijo Pablo desde que le diagnosticaron un raro tipo de leucemia hasta su muerte. Del Molino nunca quiso que aquel libro titulado con un verso de de T.S Eliot fuese entendido como una terapia o una sublimación, sino como la forma más directa de hacer algo con su rabia y dolor. La angustia de un padre que ve morir a su hijo, sin poder hacer nada. El libro fue abrazado por los lectores y la crítica, que vieron en sus páginas una obra literaria conmovedora. Sintieron ese vacío como propio. Eso es lo que ocurre con sus libros, justo eso: algo derriba. La mirada de los peces no escapa a esa lógica y por eso clava el anzuelo en quien lee y al acabar el libro no puede evitar sentirse, también, un pez que boquea.
Premio Ojo Crítico y Tigre Juan, Sergio del Molino publicó también Lo que a nadie le importa (2014) y el ensayo La España vacía (2016), Premio de los Libreros de Madrid al Mejor Ensayo, Premio Cálamo al Libro del Año y uno de los diez mejores libros de 2016 según el diario El País. A la luz de la historia de Aramayona que desgrana en La mirada de los peces, piensa el lector cuánto dan de sí juntas las vocaciones y los agitadores cuando la vida los consigue… y los separa.
¿Cuál es su primer recuerdo lector?
Julio Verne .
¿A qué edad?
A los ocho años, el día de mi primera comunión.
Caramba
En contra de la opinión de toda mi familia, que son ateos y no querían saber nada de estas cosas, yo quise hacerla. Viviendo en un pueblo, y al ver que a todos los niños que hacían la primera comunión les daban regalos, pues yo también quise. Un tío mío me regaló Los viajes extraordinarios, la colección entera de Julio Verne. Me senté a devorarlos literalmente. Uno tras otro. En plan bulimia. Es mi recuerdo más temprano de lectura como tal.
Asumo que en su casa la biblioteca sería amplia.
Relativamente. En casa había libros. Una pequeña biblioteca típica de la generación de mis padres: Cortázar, Gabriel García Márquez, el Boom.
En el libro describe su primer premio literario. El billete arrugado. Vamos, una invención de Amarayona
Sí, totalmente
En otras palabras, el primer premio literario que usted ganó estaba amañado
Sí -ríe, poco pero ríe-.Tampoco creo que se presentara mucha más gente.
Hablando en serio. Fue un gesto de Aramayona para propiciar su vocación literaria.
Sí, yo escribía. Me gustaba, pero en mi mundo no se planteaba la escritura como una forma de vida, entre otras cosas porque nadie se dedicaba a eso. Ni se planteaba. La escritura jamás entraba como una forma de ganarse la vida. Antonio no es sólo la persona que tiene una ambición literaria, porque escribe, es articulista y tiene una relación con la letra impresa, sino que es el primero que ve en mí lo importante que es escribir e intenta animarme a que lo haga. Es la primera persona por la que me siento comprendido, porque hasta entonces ni siquiera yo sabía lo que estaba haciendo. Está ligado radicalmente a lo que soy ahora. Si en esos años decisivos y en los posteriores yo decido ser escritor es, en parte gracias a él. Me meto a estudiar periodismo no porque tenga vocación periodística, sino porque era una forma de ganar dinero escribiendo. Tuve claro, a partir de Antonio, de que yo lo que quería hacer era escribir.
¿Existen profesores como él en el mundo de hoy?
Sí, claro. Pero son muy raros y el sistema lo que intenta es hundirlos en lugar de promoverlos. Son elementos muy diseminados, muy extraños y muy testarudos. A él su vocación docente sólo le trajo disgustos. Unos tras otros. Incluso jubilado, cuando hace el escrache por la educación pública, su salud se va a la mierda. Se resiente un montón. Ese año de intemperie para alguien que tiene la salud muy frágil, lo afecta por completo. Agrava sus dolencias. Durante su trayectoria esa vocación docente le trajo inspecciones ministeriales, enfados con otros compañeros, traslados, sanciones, disgustos por todas partes. El sistema lo que intenta es acallar la vocación en lugar de propiciarla. Es muy raro que haya Antonios, pero los hay. La gente es muy testaruda. La vocación es muy testaruda.
El éxito de La España vacía, ¿envanece?
Comienzo a ser un poco viejo para esas cosas –un aire de autosuficiencia se hincha en el pecho de Sergio del Molino al soltar la frase-. Hay expectativas pero, como están implícitas, nadie viene a decirte lo que espera de ti. No hago mucho caso porque no se explicitan y porque intento obviarla. La única expectativa de un escritor es lo que espero de mí mismo: seguir escribiendo libros que yo pueda defender.
Sergio del Molino carraspea. No le queda voz y la conversación acumula ya cincuenta minutos, acaso demasiado tiempo para un libro que habla por sí solo. La más elemental educación invita a cerrar la libreta y dar por terminada la quinta entrevista de la tarde; entre otras cosas porque al escritor le falta, además de saliva, una entrevista más en la televisión. En fin… que Del Molino no iba para monaguillo. En él lo de esparcir incienso, pues como que no. Tampoco le va rociar con gasolina o señalar con el índice, todo sea dicho. Lo suyo es entender el volumen que ocupa el vacío en la vida de los hombres y mujeres y, acaso, buscarle un nueva dimensión en la escala del lenguaje. Asistir a la desaparición de lo que más importa, para convertir esa ausencia en un nuevo lugar. Uno que consiga durar más, encuadernado en el artificio de la literatura.
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