Pablo ingresó en el hospital con una leucemia muy agresiva a los diez meses de vida y murió cuando estaba a punto de cumplir dos años. Su padre, el escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979), quiso poco después convertirse en donante de médula para contribuir a salvar a otros, como también otros se habían ofrecido para salvar a su hijo. Pero, debido a una psoriasis que padecía, no le dejaron. «No pude hacer nada por mi hijo y ahora me dicen que tampoco podré ayudar a otro niño», escribió en La hora violeta (Alfaguara), las emocionantes memorias que publicó en 2013 sobre las circunstancias que le habían llevado a convertirse en «un padre huérfano».
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—Leí La hora violeta hace diez años y me sobrecogió, pero la relectura ha sido una experiencia completamente distinta, casi, te confieso, insoportable. La diferencia, claro, es que hace diez años yo no era padre y ahora sí. Después de una década, ¿has reflexionado sobre lo que le hace tu libro al lector?
—Procuro no pensar mucho en eso, aunque a veces la realidad se me impone. Pero ni con este ni con ningún otro de mis libros me ha preocupado en exceso qué le provocan al lector. Sí me sigue sorprendiendo el efecto que causa La hora violeta en el lector más vulnerable, cómo se siente acompañado al hacerlo porque ha pasado por algo similar a lo que he pasado yo. Tal comprensión tiene mucho que ver con el hecho literario en sí, por las razones por las cuales leemos todos. Y es verdad lo que dices: muchos padres me han dicho que después de cerrar el libro se han ido corriendo a darles un beso a sus hijos.
—Dices en el epílogo, que por cierto es magnífico, que te has negado desde el principio a calificar tu escritura como «terapéutica», que al contrario, lo escribiste en un estado de guerra contra el mundo, que en realidad se trataba de un ejercicio de masoquismo. ¿Es quizás en libros como el tuyo donde resulta más ajeno y estúpido pedir razones?
—Me he preguntado precisamente eso con la reedición. ¿Por qué lo escribí? ¡Y no lo sé! Para mí escribir es lo natural. Vamos a ver, si escribo chorradas constantemente, ¿cómo no iba a enfrentarme con la escritura a lo peor que me ha pasado en la vida? Algo que cuando ocurrió me dominó por completo, sin ser capaz de pensar, ni sentir nada acerca de cualquier otra cosa. Sí, nos pasamos la vida buscando razones de una forma un tanto adánica, como si pudiéramos reinventar la literatura, como si fuera la primera vez que abordáramos la confesión de un padre que habla de su hijo muerto.
—Confiesas que tal vez el único error que cometiste en La hora violeta fue «intentar defenderte». ¿Por qué?
—Porque entonces era un escritor mucho más frágil y condicionado por el qué dirán de lo que lo soy ahora. Me puse la venda antes que la herida porque tenía miedo a ciertos reproches moralistas que cundían entonces, y aún ahora, en torno a la literatura del yo. Intenté defenderme de ataques que creía que iba a recibir, ataques que, de hecho, recibí. Y hoy no me importa, hoy soy un escritor al que todo esto le da más igual. Fíjate que cuando ahora discuto con editores sobre las pruebas de un nuevo libro y me señalan un párrafo diciendo «¡esto te hacen un pantallazo en Twitter y te hunden!», yo les contesto que me tendré que arriesgar, qué se le va a hacer. Confío en la benevolencia de los desconocidos lectores. Si has llegado a la página 147, ¿cómo vas a servirte de un párrafo para descontextualizarlo todo?
—Periodistas, críticos y, ojo, también académicos, somos, como bien sabes, tenaces etiquetadores, y las etiquetas, desgraciadamente, empequeñecen el mundo. ¿Ocurre también con la llamada «literatura del duelo»?
—Sí, esas etiquetas lo que hacen es, paradójicamente, sacar la obra del hecho literario, explicarla desde parámetros extraliterarios. En la literatura cabe todo. Si partimos del hecho de que la literatura y la vida van unidas, lo que anda buscando un lector tiene mucho que ver con lo que busca en la vida. Muchas razones te llevan a un libro y no tiene ningún sentido que acotemos territorios, que delimitemos, que abramos vías secundarias para descongestionar las carretas principales de la mayoría.
—Tres referentes literarios te sirvieron «para no perder pie»: Francisco Umbral, Susan Sontag y Thomas Mann. ¿De qué manera te sujetaron cada uno de ellos?
—Umbral fue la referencia seminal. Había leído Mortal y rosa a los dieciocho y su relectura después de la muerte de mi hijo Pablo lo resignificó todo, haciendo que lo entendiera —y lo sintiera— de forma muy distinta. Tengo entonces la sensación de haber leído antes un libro en lengua extranjera, aunque sonara muy bien, cuyo sentido sólo se me muestra ahora. Porque ahora entendía lo más importante, los silencios de Umbral, todo aquello que dejaba fuera. Y me sirvió también para afianzarme en una postura contraria a la poetización que encarnaba Umbral, quien busca transformar a su propio hijo muerto en una alegoría y así sublimarla. Sontag, por su parte, le da el tono militante a mi libro en algo, por lo demás, en lo que a mí no me cuesta militar: la lucha contra el eufemismo. ¿Y Mann? La montaña mágica es el libro de todos los que he leído en torno a la enfermedad que es una auténtica obra cumbre, una referencia. De hecho, es la obra total en la que el mundo se percibe a través de la enfermedad, una enfermedad que va a siendo apartada poco a poco, trascendiendo así la trama y las propias ambiciones literarias de su autor.
—La hora violeta, escribes, se ha convertido en algo «muy alejado de lo que imaginaste» cuando lo escribías. ¿En qué sentido? ¿No es eso lo que ocurre siempre cuando un libro deja las manos de su autor y vuela solo?
—Claro, es lo que ocurre y lo que debe ocurrir. ¿A qué me refiero cuando menciono ese alejamiento? En primer lugar, a que el libro ha llegado a mucha gente, algo muy difícil de imaginar cuando lo escribí. Y en segundo lugar, ha llegado a generar debates en lugares en los cuales la literatura no suele llegar, en la profesión sanitaria, por ejemplo.
—A propósito de esto último que dices, suele mencionarse La España vacía como el libro de los tuyos que ha suscitado un debate público y cambios sociales reales, pero tú crees que lo hizo aún más La hora violeta. Sobre todo en lo que respecta a un asunto que no suele citarse en España cuando alabamos, con razón, la sanidad pública: la soledad en la que quedan los familiares en la muerte del ser querido, como os ocurrió a vosotros cuando murió vuestro hijo Pablo.
—Cuando se publicó el libro, apenas existían en casi ningún sitio de España cuidados paliativos pediátricos. Los niños como Pablo podían morir en su casa, pero morían solos. Ahora todos los hospitales de referencia tienen programas así. Esto se ha debido a un cambio no solo en la sensibilidad de los políticos sino también en la de los profesionales sanitarios. Hay que entender que los pediatras son unos médicos raros a los que no se les suelen morir los pacientes. Cuando muere Pablo y viene el pediatra a certificar su muerte no sabía rellenar los papeles, porque nunca le había ocurrido algo así. Es normal que les haya costado acabar de entender todo esto. Y creo de verdad que la lectura de mi libro ayudó a que todo esto cambiara. Yo estuve presente, casi como padrino o mentor, en la fundación de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos Pediátricos, que tuvo lugar en Murcia. Ese es uno de mis mayores orgullos como escritor, cuando sentí que por primera vez había influido para bien en la sociedad.
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