Sergio C. Fanjul nos conquistó —es asturiano— a base de entradas incisivas e ingeniosas en su muro de Facebook. Este ovetense de vida madrileña nació inaugurando década ochentera y se gana la vida escribiendo en periódicos —El País, El Asombrario—, haciendo radio y divulgando ciencia y cultura. Astrofísico de formación, maneja prosa con cálculo e ingeniería, un trabajo cuyo resultado es una voz que viene de la estirpe de Julio Camba y de Cansinos Assens, tal como apunta Sergio del Molino en La vida instantánea, libro que Fanjul acaba de editar con Círculo de Tiza y que recopila esas entradas o columnas de Facebook donde lo conocimos.
En La vida instantánea hay tiempo para divagaciones políticas, reflexiones culturales, sátira y humor. Páginas en las que este autor, poeta y columnista recorre una época montado en una prosa abundante de personalidad y de registro propio, donde la mirada y la expresión siempre nos reservan el apunte original y agudo, la palabra certera. Lo mismo en el barrio de Lavapiés que en el despacho de Blesa. Lo mismo en los grasabares —como suena— que en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Aquí nos interesa cómo llega a ser el escritor que hoy día es, nos interesa indagar en la persona que hay detrás de este nombre que cuenta con premios y con lectores de varias generaciones, ya sea en el quiosco o en el timeline. Los primeros dejan un euro y pico en el mostrador; los segundos, interacciones y estímulos. Aquí nos interesa el criterio político, cultural y periodístico de quien ha heredado la sede vacante de los cronistas, de los columnistas, de los escritores sin los que no se comprende un tiempo, la historia. Y ahí vamos.
—En este libro, en este diario de Facebook que ahora publicas, la mayoría de los textos hablan de Madrid, ciudad en la que vives desde hace casi veinte años. Me pregunto si seguimos en esa socorrida expresión de Baroja, la de que hay que irse a Madrid y hacer cola para ser escritor.
—No tengo ni idea de si hoy en día hay que irse a Madrid para ser escritor; supongo que para ser escritor hay que escribir. Luego está todo el tema industrial. Es cierto que las grandes capitales, como Madrid y Barcelona, aglutinan buena parte de la cosa cultural, y de las demás cosas del mundo, y supongo que es algo natural, y que tampoco hay nada malo en ello. Pero al mismo tiempo creo que las zonas más periféricas también pueden y deben sostener sus propias estructuras culturales de peso, que den bola también a lo local. En este sentido hay lugares que son un páramo y otros, como Sevilla, Málaga, Cuenca, Bilbao, Segovia… donde he visto que se mueven las cosas, que hay cultura. Además, con el tema digital, supongo que es más fácil estar conectado desde cualquier sitio. Otra cosa sería si es importante participar del mundillo literario capitalino, que eso depende de cómo se lo monte cada cual. Ahora hay Facebook, que es casi lo mismo.
—No sé, ¿tú crees que tu trayectoria en el periodismo y en la literatura hubiese sido la misma en Oviedo?
—Lo primero es que yo ni siquiera me vine a Madrid para ser escritor. De hecho, no tenía ni idea de que lo acabaría siendo. Yo me vine a estudiar Astrofísica, cosa que conseguí hacer y finiquitar a pesar de las múltiples distracciones que la capital ejerce en un chaval recién llegado, puros cantos de sirena. Luego el devenir de las cosas me llevó a hacer lo que hago. Pero, desde luego, de haberme quedado en Oviedo las cosas hubieran discurrido por otros derroteros. O no, ¿quién sabe? Cuando era joven leía unos cómics de la Marvel llamados What if donde se planteaban cómo hubieran sido las cosas si hubieran sido de diferente manera. Estaría bien leer uno sobre mi peripecia ovetense, si se hubiese dado. Podría haber acabado como alcalde de la ciudad o muerto en un descampado…
—Pero veo la cultura muy centralizada en Madrid y en Barcelona, aun con un medio tan útil como Facebook para hacer contactos. Parece que todo cambia mucho, pero sigue más o menos igual que hace un siglo, y dos, y tres. Donde está el poder económico, está la cultura.
—Claro, pero ya te digo que hasta cierto punto me parece algo natural, sobre todo desde un punto de vista económico, como dices. Las editoriales, por ejemplo, prefieren estar donde está el mondongo, donde se concentran los medios de comunicación, las instituciones. Lo importante es que luego los otros lugares también alimenten una vida cultural fructífera, que se genere una red con nodos de diferente tamaño, pero una red al fin y al cabo. Por ejemplo, que las compañías teatrales que estrenan en Madrid puedan hacer giras potentes por toda España.
—En estos breves artículos que recopilas de tu muro —la imagen es ridícula, disculpa— de Facebook, apuntas el número de likes que tuvieron. Muchas veces tenemos la sensación de que la interacción es calidad.
—Lo de poner los likes me parecía divertido, como una especie de broma sobre esa inevitable adicción al like, y también importante para señalar esa fuerte interacción que se da en las redes sociales, y que ni siquiera se daba en otros medios semejantes, como el blog.
—Sí. Pero me inquieta que los autores os dejéis llevar por un criterio tan arbitrario. Que muchas veces el like manipule vuestra percepción sobre lo que habéis escrito. Si tiene muchos “me gusta”, es bueno.
—Yo no creo que lo que tiene muchos likes es “bueno”; en definitiva podría ser, mutatis mutandis, el equivalente digital de los libros vendidos en el mundo de carne y hueso. O a los aplausos. Hay libros malísimos que son best sellers, veáse algunos de los parapoetas surgidos de las redes sociales. Lo que pasa es que los likes no generan pasta para el autor, pero sí otras cosas, como repercusión y visibilidad. En general, me pareció interesante escribir “en serio” en Facebook porque hay ahí un público cautivo, un público yonqui, de cuya adicción te puedes aprovechar. Aprovechar para que te lean, vaya. Además, me gusta la idea de que el público de Facebook, al menos el que yo tengo, no es estrictamente literario: hay familia, hay amigos, hay compañeros de trabajo, hay gente random que aparece por ahí, y mucha de ella ajena al mundillo literario e incluso gente que no es aficionada a la lectura, que no lee habitualmente. Pero en Facebook llegas a ellos.
—Podrán decir que es lo mismo que cuando alguien lee un libro y publica una reseña. Pero entiendo que los estímulos a los que responde el crítico o el lector son distintos del usuario de Facebook. ¿Nunca has dado ese “me gusta” a una publicación sin saber muy bien por qué? Por una lectura distraída y de pasada.
—Claro, no creo que tenga que ver nada con una reseña, es un simple gesto de aprobación, una palmadita en el hombro. Y es cierto que muchas veces das likes por inercia, porque alguien te cae bien, porque quieres aproximarte a alguien, porque es tu jefe o porque quieres que se fije en ti. Es gracioso también el fenómeno de cuando alguien pone algo tremendo, o triste, o rabioso, y tú das un like, no porque te guste lo que dice, sino por solidaridad o por darte por enterado. A priori parece que “te gusta” su desgracia, pero es otro lenguaje. Ahora eso se ha resuelto parcialmente con los “me enoja” (que ha recuperado la bella palabra «enojar»), “me asombra”, etc.
—El tono del volumen intenta ser coloquial, superficial y frívolo. Pero no lo consigue. Como escribe Sergio del Molino en el prólogo, nos estás engañando. Ahí hay mucho trabajo. Se nota. Si se lee y entran ganas de imitar el estilo al escribir, suele ser bueno.
—Coloquial sí que trato de ser, no tanto frívolo, porque siempre trato de dar la importancia que se merecen a las cosas que creo que tienen importancia, y suelo hablar de cosas que me parecen muy importantes, aunque a veces lo haga con humor. Por lo demás, dado el medio de las redes sociales, sí que creo que hay que escribir con agilidad y punch para que la cosa funcione.
—Lo de imitar seguro que te ha pasado con otros autores que admiras. Los lees y, al escribir, te sale su eco.
—Creo que para escribir hay que imitar, e imitar bien. Es muy difícil escribir partiendo de la más pura nada. Yo a lo largo de los años he tratado de imitar a Cortázar (como tanta gente), a Carver (como tanta otra), a Marías, o, periodísticamente, a Umbral o a Julio Camba, entre muchos otros, con desigual fortuna. No es que sean mis autores favoritos, pero sí que tienen estilos muy particulares e imitables, estilos que se te pegan, muy musicales. De la superposición cuántica de todas las imitaciones, sumada al carácter del que escribe, sale el estilo propio. Creo que el nuevo libro de Agustín Fernández Mallo, Teoría general de la basura, que no he leído aún, trata precisamente sobre cómo se va reciclando la cultura con elementos del pasado o de otros creadores, y creo que eso es inevitable. Si no imitas lo anterior de alguna manera, acaban saliendo esos poetas de frase de carpeta adolescente, sin ningún referente.
—No recuerdo quién dijo que iba a Facebook a entrenarse en la escritura. Sospecho que a ti te ha pasado al revés: vas al periodismo a entrenarte, pero tu estilo, tu personalidad, está en este libro, en esas entradas de tu red social.
—Ahora tengo una columna en El País llamada Bocata de Calamares (que, por cierto, surgió un poco de los escritos de Facebook), donde escribo con el estilo que me sale natural y donde hablo de Madrid. Pero, claro, en el resto de trabajos periodísticos tienes que atenerte a cierto estilo, porque son más informativos que opinativos o literarios, y el yo queda en segundo plano (aunque siempre se infiltre de alguna manera el yo del periodista). Yo al periodismo, más que a entrenarme, voy a buscarme los garbanzos y las birras. Donde me he sentido más libre siempre ha sido escribiendo en Facebook, en blogs, en Internet en general o en mis libros de poemas, pero ahí está el corsé de la poesía, claro, que tú también conoces de cerca. Si le añades el hecho de que el libro tiene grandes dosis de diario, resulta que este libro es donde soy más yo mismo, o más mi personaje.
—O también te entrenas en los libros que has escrito para otros. ¿De verdad está tan extendida esa práctica?
—He trabajado como “negro literario” (ghostwriter, en inglés, suena mejor) para varias editoriales y en ya unos cuantos libros. La verdad es que no conozco a ningún otro ghostwriter, supongo que somos como células terroristas o espías de la Guerra Fría: cada uno conocemos exclusivamente nuestra parcela, así si uno cae no compromete a la organización. Solo sé que no se nada: cumplo órdenes.
—Tengo curiosidad por cómo funciona ese rollo. ¿Contactan contigo? ¿Mandas un currículum y te seleccionan? ¿Haces un casting como los de OT?
—En mi caso siempre han contactado conmigo. Se conoce que tu nombre circula por ahí, y por casualidades y contactos acabas apareciendo. No creo que exista una especie de bolsa de trabajo para este tipo de curros. Es extraño.
—Venga, da nombres de autores que llevan tu voz pero no tu firma. Que sé que lo estás deseando.
—Va en el propio negocio la confidencialidad, así que no te puedo decir autores ni editoriales. Lo que sí te puedo decir es que en mi caso nunca he escrito libros de “creación”, novelas y así, solo autobiografías, ensayos… libros donde el autor es el verdadero autor aunque tenga una ayuda al redactar, que soy yo. Por lo general soy solo un medio para que el personaje se exprese, una muleta, un procesador de textos. También es natural: hay mucha gente que tiene grandes historias que contar pero no sabe escribir bien, ni tiene por qué: un político, un deportista, un “emprendedor”. Es ahí donde entra este trabajo. Lo de escribir novelas para otros es más rollo vientre de alquiler, en mi caso es más periodístico.
—¿Muchas veces son nombres incluso inventados? He leído que la editorial inventa un pseudónimo para vender libros. Pero esa persona no existe.
—No tengo ni idea de eso. De pseudónimos se me ocurren el Benjamin Black que utilizaba John Banville para sus novelas policiacas, y los de los escritores pulp españoles, como Silver Kane. Hay gente que usa un escritor que le ayuda y se dice abiertamente: es el caso de la biografía de Willy Toledo, que redactó con Pascual Serrano, o el último libro de Albert Boadella, que redactó Jaume Vives. En Estados Unidos también funciona así, no se tiende a ocultar al autor. Por ejemplo, el mismísimo Donald Trump ha escrito varios libros con escritores que aparecen nombrados en la portada como coautores. A mí me gustaría haber redactado la biografía de Ana Obregón, pero no sé quién lo hizo…
—¿No se siente que se está malgastando el tiempo?
—Es cierto que no es un trabajo de autor porque, literalmente, tu nombre no figura y el autor es otro, el que proporciona la información… pero da dinero. En eso se parece al trabajo de la gran mayoría de la población. Es trabajo.
—Sí, pero… entregando talento y trabajo en detrimento propio. No sé, quizá escribir para otros es una forma de quitarle tiempo a la obra que quieras construir.
—¡Que no es para tanto!
—Bueno, bueno, vale. Visto de otro modo, puede ser un ejercicio similar al de la traducción. Que enriquece tus registros y tus recursos.
—Es parecido a escribir una novela, con la ventaja de que el material te lo dan y no tienes que inventarlo. Solo buscar una voz creíble para el autor (cada uno debe “hablar” de una manera personal) y saber estructurar. En ese sentido, claro que se aprende. Lo peor, como siempre en este oficio, es transcribir la grabación de horas y horas de las entrevistas que se realizan para preparar un libro.
—Hasta se vivirá mejor escribiendo para otros que para uno mismo. Tal como está montada la industria editorial, el autor, que elabora la materia, es el que menos gana de la venta del ejemplar.
—Lo cierto es que he ganado más escribiendo para otros (tanto autores como periódicos) que para mí mismo: los márgenes para los autores son muy pequeños. Curiosamente, la mayor parte del pastel literario se lo llevan las distribuidoras…Y ya sabes que con la poesía no se hace uno rico. Espero que esto cambie con La vida instantánea.
—¿Qué hacías en el despacho de Blesa, Sergio? Cuentas en el libro que estabas allí. Pero, ¿por qué?
—(Risas). Yo tampoco sé qué hacía allí muy bien. Y ya hace tiempo que no era el despacho de Blesa. Fue una casualidad de la vida periodística.
—Pensé que era para sacarle un reportaje en El País. O para escribir su biografía a cuatro manos, ya que estamos. Que por cierto, ¿tan competitiva está la cosa que hay que recurrir a la astrofísica para hacer periodismo?
—Mi idea original era ser investigador en Astrofísica, pero mira… La Física era muy difícil y los curros que se me ofertaban tenían que ver con la programación y cosas así. Ahora el Big Data, las finanzas y demás dan mucho trabajo a los físicos, porque los físicos sirven tanto para un roto como para un descosido. Mi madre también se pregunta por qué estudié esa cosa. A mí me viene bien para escribir de ciencia en periódicos, no con la frecuencia que querría, porque me he especializado en cultura, pero para algo sirven esas toneladas de conocimiento que almaceno. Y para pensar más científicamente, que falta hace hoy en día.
—El cansino debate sobre si el periodismo precisa más de oficio que de academia o de títulos. Qué me cuentas.
—Yo no estudié periodismo, así que no tengo experiencia directa de cómo es la carrera, pero muchísimos compañeros me dicen que se arrepienten de haber hecho eso y no otra carrera y luego un máster, como fue mi caso. Estoy de acuerdo en que el periodismo es un oficio que se aprende haciendo. Lo importante es la curiosidad.
—¿Te has sentido intruso en la profesión?
—Nunca me he sentido intruso y siempre he estado rodeado de compañeros (rodeado es un decir, porque trabajo solo y no en una redacción) que han estudiado otras cosas: Derecho, Políticas, Economía, Medicina, Historia o Ciencias Ambientales…
—Incluso sospecho que es mejor, algunos periodistas lo confiesan en privado, no haber pisado un aula. Mejor una redacción.
—Supongo que en la vieja escuela ocurría mucho así, el que empezaba llevando cafés y acababa de columnista. Pero ahora que hay tanta titulitis (como vemos en los CVs de los políticos) no estoy seguro de que siga pasando.
—¿Se impone el freelancismo?
—Ya he visibilizado tanto mi condición de freelance (por ejemplo, en mi poemario Pertinaz freelance, que publica Visor) que creo que nunca me van a ofrecer un contrato: estoy encasillado. Pero bien está así: creo que ya me he acostumbrado a mi precaria condición, aprendido sus mecanismos, y no me va mal. Ahora me apunto a veces a coworkings, porque con el tiempo la casa se te cae encima y he llegado a padecer trastornos de ansiedad que rayaban con la depresión. Pero hay una medicación excelente.
—Veo en ese modelo una consecuencia de prácticas neoliberales en el periodismo. Y que repercuten en la vida del periodista: cada vez más solo, precario, vulnerable y aislado.
—En efecto, y creo que la cosa va en aumento. Creo que vamos a un modelo con menos periodistas en las redacciones y más plumillas externos. Pero eso pasa en todas partes: fíjate en los escándalos laborales de Deliveroo, Glovo y otras hipotéticas empresas de la hipotética economía colaborativa. Con la llegada de la robótica y la inteligencia artificial parece que los trabajos van, directamente, a desaparecer. Está por ver si la tecnología nos libera del trabajo y vivimos en un mundo feliz (tal vez con la renta básica) o acabamos todos en la pobreza dominada por las máquinas.
—¿Qué ha sido de la gran esperanza contra la política neoliberal, Podemos? Recuerdo una de tus entradas en Facebook en la que contabas que al fin alguien hablaba en nombre de los que nunca tuvieron nombre. O algo así.
—Podemos fue una gran esperanza cuando empezó: yo salí de la cama y me quité el pijama, muy metafóricamente, cuando sacaron los cinco escaños en Europa, para ir al mitin que se celebraba delante del Reina Sofía. La apoteosis. Luego estuve en los dos Vista Alegre, escribiendo crónicas, aunque nunca me he inscrito en el partido. Solo estoy apuntado a Filmin, a Greenpeace (para quien trabajé hace muchísimos como predicador callejero) y al sindicato CNT, una buena mezcolanza que da idea de por dónde transcurre la vida contemporánea del freelance. También al paquete Office de Microsoft. Ahora, pasada la pasión inicial, Podemos es un partido más con el que comulgo en muchas cosas y en otras cosas no, pero con el que siento afinidad ideológica, claro.
—¿Y te han decepcionado?
—Cuando se desinfló la burbuja de Podemos sí que hubo cierto desencanto, con aquellos furibundos ataques mediáticos que sufrieron, cuando durante unas semanas mágicas Pablo Iglesias había sido el niño mimado de toda la prensa, que recibía a Ana Rosa en casa peinándose la melena tras salir de la ducha. Recuerda que hubo momentos en los que lideraron las encuestas, parecía una cosa generacional, un momento de cambio después de tanto sufrimiento propiciado por el descontrol de los poderes financieros. Luego vinieron las típicas y ominosas luchas intestinas, el proceso de institucionalización, el desgaste propio de la política. La guinda del pastel, para mí, fue el ostentoso (porque es ostentoso) chalet de Galapagar. No soy furibundo defensor del partido pero, pese a todo, sí simpatizante y votante, porque creo que es importante que estén ahí, sobre todo ahora mismo, apoyando a un frágil gobierno de izquierda que parece, por fin, proponer políticas que en algunos aspectos tienden a la socialdemocracia en medio de tanto neoliberalismo rampante y de tanto nuevo “sentido común” pernicioso.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: