«Nada es posible sin las personas, pero nada es duradero sin las instituciones». Esta cita de Jean Monnet figura al comienzo del nuevo libro de Sergio Vila-Sanjuán, que Destino publica con el descriptivo título Cultura española en democracia y el exacto subtítulo Una crónica breve de 50 años (1975-2024).
Esta entrevista se mantuvo en Marrakech, a finales de septiembre, durante la XVII edición de las Conversaciones Literarias organizadas por la Fundación Formentor. El entrevistado, el entrevistador y el fotógrafo participamos en un coloquio sobre revistas y suplementos literarios y culturales junto con veintitantos colegas más.
«Estamos grabando», decimos al unísono, según miramos los respectivos móviles. Luego me viene a la cabeza que el siglo pasado perdí una grabadora después de entrevistar a Lenny Kravitz, y Vila-Sanjuán recuerda que estuvo hora y pico hablando sin que se grabara la entrevista que mantenía con Laureano López Rodó, «un ex ministro muy antipático del régimen de Franco». Todo periodista, concluye, tiene una anécdota similar. «Fue muy dramático volvérselo a pedir porque no era nadie que te lo pusiera fácil», añade. Pero lo consiguió. Sin duda hace medio siglo ya encarnaba el seny catalán.
—¿Qué tipo de entrevista te apetece? ¿Una extensa a lo Jot Down, o una corta como si fuera para la contra de La Vanguardia o las que hacía Feliciano Fidalgo en El País?
(El guiño a Jot Down no es casual: las fotos que acompañan a este texto son de Ángel L. Fernández, hombre orquesta y entre otras muchas cosas editor y fundador de esa revista.)
—Generalmente el modelo Del Arco o Feliciano Fidalgo es brillante y da muchos titulares, pero realmente si quieres explayarte el modelo Jot Down es perfecto, sobre todo cuando tratas de temas culturales de una cierta complejidad. Si es una entrevista que trata de cuál es tu personalidad, el formato La Contra es idóneo.
—¿Y para hablar de un libro?
—Pues las dos pueden funcionar, pero a mí me gustan mucho las entrevistas de The Paris Review, porque si tú hablas con alguien que ha leído tu libro, que sabe un poco, se genera una dinámica muy rica. O sea, para la entrevista literaria siempre es mejor el formato extenso. Si tienes espacio, claro. Y para la entrevista de carácter la sintética, de frase corta, es muy buena. Aunque de todas formas siempre hay que tener en cuenta esta frase de Salvador Pániker: «En toda entrevista, el entrevistado se ajusta a los parámetros intelectuales del entrevistador».
—Es decir, la responsabilidad siempre cae sobre el entrevistador.
—Sí. El peso de la prueba siempre está en el entrevistador. Con el mismo entrevistado te puede quedar una entrevista maravillosa… o un cúmulo de tonterías. De hecho, el buen entrevistador mejora el material que tiene, pule lo que el entrevistado ha dicho, lo afina un poco. Y digamos que yo, modestamente, en toda mi etapa de entrevistador siempre he intentado jugar a favor del entrevistado.
—El entrevistador primerizo suele reproducir literalmente las respuestas, para no meter la pata.
—Pero no se puede ser literal, porque el formato de la conversación muchas veces se desvía.
—Sin desviarme demasiado, no he planteado una entrevista biográfica porque creo que en ese caso la conversación, más que publicarse en Zenda, tendría que aparecer en un libro, por tu…
—¿Por mi veteranía, quieres decir? ¿Por la extensión de mi paso por el mundo?
—Por tu gran trayectoria, y podría añadir bastantes adjetivos, elogiosos. Pero sí que me he preguntado cómo plantearía esta entrevista un Vila-Sanjuán recién llegado al periodismo, ese chaval con el que, supongo, a veces dialogas.
—Bueno, es que este libro en concreto, Cultura española en democracia, no existiría si no fuera un poco un diálogo mío con el chaval de veinte años que en 1977 empieza a trabajar, ya en el periodismo cultural, para un medio que ya no existe, Mundo Diario. Y también me acordé de ese chico escuchando el discurso de László Krasznahorkai, premio Formentor de apellido casi impronunciable, que empezaba y acababa con un niño caminando entre baldosas en un pequeño pueblo de Hungría… Este es un libro brevemente recapitulatorio. Llevo en este oficio, en este negocio, en esta profesión, en esta vocación, como quieras llamarlo, porque puedes abordarlo de muchas maneras, casi cincuenta años. Me puse a trabajar dos años después de la muerte de Franco y he visto de primera mano muchas cosas que han ido pasando, he hablado con casi todos los que eran un poco relevantes en el campo cultural y me he ido formando una idea personal de lo que ha ido ocurriendo. Y al ver que se acercaba el cincuenta aniversario de la muerte de Franco, me planteé: en este oficio, ¿qué conclusiones has sacado? Y la cultura española, a la que has dedicado tanto tiempo, ¿qué ha significado?, ¿qué valor ha tenido?, ¿qué tendencias ha dibujado? Esto es lo que he intentado contar aquí, muy breve y sintéticamente. Realmente, el libro es un diálogo conmigo mismo.
—Cincuenta años abarcan mucho. ¿Por qué no has escrito un tocho de 500 páginas?
—Esa es una pregunta pertinente. Si quieres hablar de cincuenta años de cultura española, o escribes diez mil páginas o haces menos de ciento cincuenta. Yo opté por intentar una obra interpretativa y amena; la gente ya no está para leer libros eternos. Mi primer libro de periodismo cultural, Pasando página, tenía casi 900 páginas, y tengo muy claro que hoy lo haría de otra manera.
—Y se podría decir que este nuevo es una guía.
—Es un libro de periodista, no de profesor. He intentado desgranar las tendencias por décadas. Los puntos clave, los conflictos… Una crisis, un éxito internacional… Voy a las cosas que tuvieron más incidencia, a los trazos dominantes.
—Y no has cedido a la tentación de escribirlo en primera persona.
—Aunque la tuve, porque como te decía fui testigo de muchos episodios. Y también tengo una vida como novelista: barajé darle un tono más narrativo. Pero al final me dije «intenta ser útil». Cuando era joven, cuando estudiaba, había mucho libro corto de Ariel o de Anagrama con visiones muy sintéticas de panoramas históricos y culturales complicados, y a mí como estudiante me sirvieron. Pensé que de esta forma podía ser de más utilidad, sea para estudiantes o cualquier otro tipo de lector.
—Al leer el título del libro me acordé de mi madre. Cuando íbamos a veranear a su pueblo, siempre que pasábamos al lado de Villanueva de las Carretas decía que es el pueblo de las tres mentiras: ni es villa ni es nueva ni tiene carretas. ¿Cultura española en democracia es el título de las tres verdades? Cultura, España y democracia son palabras con peso, aunque hay gente que podría darles la vuelta.
—Estuve pensando mucho el título. Lo hablé con mi mujer, que es la que siempre me ayuda, decisivamente, y constatamos que a veces funcionan títulos poéticos, como El infinito en un junco. Pero si hablas de cultura española en democracia, desde 1975 a 2024, ése es ya el título, ¿no? Y hay otro punto importante: en los últimos años ha habido una tendencia a deslegitimar todo el periodo. Y me ha pasado lo que me pasó con la monarquía. Yo soy monárquico, y en el año 2020, en plena pandemia, hubo una crisis muy fuerte. Se descubren cosas muy comprometedoras para Juan Carlos I, Felipe VI tiene que asumir una posición cara al público muy complicada… y en ese momento creo que es cuando tiene sentido defender la institución argumentadamente y escribo un libro que se llama Por qué soy monárquico. Tiene sentido hacerlo cuando el viento va en contra. La situación ha ido cambiando en estos cuatro años, y la gente hoy ve que es una institución que funciona gracias al buen hacer de Felipe y Letizia. Y de forma paralela, contra la cultura española ha habido distintas cargas de bastante profundidad, a pesar de que en los primeros veinticinco años de la democracia ha vivido una edad de oro. Probablemente desde el Siglo de Oro no se había vivido algo así, porque la llamada Edad de Plata del 98 y el 27 no tuvo la gran trascendencia internacional que ha tenido la cultura de la democracia. Y esa pequeña edad de oro que los veteranos hemos tenido la oportunidad de vivir, y que se estaba deslegitimando mucho, merecía destacarse.
—Los capítulos abarcan cada una de las décadas de este periodo, pero podías haber dividido el libro sólo en dos partes.
—Sí. De hecho del 75 al 2000 claramente es un periodo muy ascendente, con mucha proyección y creatividad, y un cierto pacto implícito de olvido de las partes peores del franquismo. Eso lo argumenta muy bien Jorge Semprún, a quien traté en varias ocasiones. Sus memorias son clave para entender ese periodo. Semprún dice que hubo un pacto para que el peso del pasado no se cargara la promesa del futuro. Eso pasó, fue así.
—En el libro leemos que fue una transición de terciopelo.
—Es una frase de Semprún, retrospectiva, porque se aplica a la Revolución Checa. Pero Semprún, que era amigo de Václav Havel, la retrotrae y en sus memorias señala que lo que pasó en el 75 y en adelante en España se asemeja a lo que ocurrió en Checoslovaquia en el 89. Se intentó no ir a bofetadas, hubo pactos y cesiones, y el país entró en la modernidad política, la modernidad europea. Cuando me dan la beca Fulbright en el 91 y voy a Estados Unidos, encontré que en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Boston el caso de España se analizaba como gran ejemplo. De cómo desde una dictadura se puede pasar a una democracia que funciona, que reincorpora el país a organismos internacionales y genera una nueva cultura.
—¿La transición es un caso de éxito?
—Lo es, y no inventado solo por la derecha, como se nos ha intentado vender, sino reconocido de forma internacional. No había un guión previo, los actores tuvieron que improvisar mucho, pero al final salió.
—Y pasamos del terciopelo al trapicheo, cuando dejas los 70 y entras en los 80 y hablas de la Movida.
—Sí, pero déjame que diga otra cosa sobre los 70. En la Transición se potenció la cultura, pero no ingenua ni desinteresadamente, hubo una voluntad estratégica. Funcionó lo que George Yúdice llama «el recurso de la cultura». Se utilizó la cultura para vestir el cambio.
—¿Querían cambiar España?
—La cultura era un emblema y no se usó solo para mejorar a la humanidad o crear más lectores, que también, sino con intenciones políticas y socioeconómicas. Era lo que tocaba.
—¿Vamos a los 80?
—Sí, claro, los 80. España quiere entrar en la modernidad europea y cultural, y entremedio se cuela algo que nadie imaginaba: la posmodernidad, un fenómeno internacional. Y entonces España tiene que lidiar con las dos cuestiones al mismo tiempo, y eso produce ciertas disfunciones intelectuales, como ha recordado mi amigo Basilio Baltasar. Por un lado quieres entrar en Europa, quieres que tu pensamiento sea homologable en ámbitos europeos, pero por otro lado en el ámbito creativo se cuece la posmodernidad, que quiere decir despolitización, ironía, juegos con todos los estilos, una visión dandista. Y llega la Movida.
—¿La viviste, o la observaste desde Barcelona?
—Entré y salí. En España hay dos focos principales de posmodernidad. Uno caliente, el madrileño. La Movida es punk, marchosa, divertida. El otro foco, el barcelonés, que viví muy de cerca, es frío: el diseño, la arquitectura, la gente más estirada y elitista, todo muy pulcro. Y lo de Madrid es más popular. La Movida no es un fake, como se ha llegado a decir, sino uno de los fenómenos más creativos que han pasado aquí. ¿Quién es el cineasta más internacional que ha dado España? Almodóvar. Y hay pintores, muy buenos músicos… mientras que de la Barcelona del diseño sale toda la estética urbana que acompaña a los Juegos Olímpicos del 92.
—Llega la nueva narrativa…
—Sí, el boom de los Mendoza, Ferrero, Montero, Marías, Fernández Cubas… Todo ello coincidiendo con que España está intentando construir el Estado cultural, inspirado en la tradición francesa, la idea de André Malraux, heredada por los socialistas de Mitterrand, de que el Estado tiene que apropiarse de la cultura porque es identitaria. Toca invertir mucho dinero y también ponerse las medallas de los grandes éxitos.
—Y la idea se despliega por toda España a través de las comunidades autónomas.
—Y de los ayuntamientos. Hay un momento que el gasto de Cultura aumenta muchísimo, aunque los datos son muy complicados de manejar, porque España pasa a ser un país descentralizado y el presupuesto público cultural se reparte entre el estado, las autonomías y los ayuntamientos.
—Aparecen muy pocos números en el libro.
—Intento dar los mínimos, por esta dificultad de obtener los datos de conjunto. Pero sabemos que entre 1978 y 1984 se multiplica por cinco la inversión en cultura. Y a fines de esa década el 50% del gasto es municipal, el 30% es autonómico y sólo el 20% es estatal. Así se está construyendo el estado cultural. Y hay un acelerón que además da resultados, que genera que en los 80 haya muchísima actividad y se proyecte fuera.
—Luego te detienes en el sida y en el Congreso de Intelectuales.
—Tanto en la Movida como en la Barcelona del diseño hay un momento en que entra la heroína. Y la gente se empieza a morir. Toda mi generación lo vivió. A un amigo le encontraron con una jeringa en el coche, uno de tantos casos. Llegó además el sida, y eso deja a la gente muy descolocada. Puede quedar ahora como algo del pasado, pero dejó una fuerte huella. En otro orden de cosas, en 1987 cubrí en Valencia el Congreso de Intelectuales, que sirvió para que me cogieran en La Vanguardia, por cierto. Ese congreso es muy interesante, primero porque no ha vuelto a celebrarse en España uno con tanta gente relevante, y por la gran paradoja de que allí los temas que se tocan son el comunismo, Cuba, la posmodernidad, los cambios en la información, pero no se habla de terrorismo. Y justo el día que se clausura, ETA, de la que no se había hablado, pone la bomba de Hipercor en Barcelona. Para la izquierda, que cortaba el bacalao en la cultura en ese momento, ETA no era un tema. A partir de ese momento, de esa bomba, la izquierda empieza a discutir qué hacer con el terrorismo vasco, que amenaza con cargarse la propia democracia.
—Ya que hablas de política, eres muy claro al señalar que el PSOE en estos años ha impulsado la cultura, mientras que al PP le ha importado poco o menos. Tan poco, que incluso ahora llega a ceder la gestión cultural a Vox en algunos casos.
—Al volver la vista atrás, y sin ánimo partidista, es un hecho constatable que el PSOE intenta implantar el Estado cultural, y que en buena medida lo consigue. Además hace algo muy inteligente: buscar complicidades poniendo al mando a gente del sector. Los trabajadores de la cultura ven como unos de los suyos a gente como Semprún, Solé Tura o Carmen Alborch, a quienes no les tienen que empezar a explicar desde cero lo que significa un cuadro, lo que significa una novela o lo importante que es para España que todo esto tire. El PSOE lo entiende y lo hace muy bien Felipe González.
—Y lo usa.
—Claro. Son medallas que se pone, abona prestigio. Como decía, el recurso de la cultura. Y Zapatero en cierta medida también lo cultivó. Con el PP, e incluso después de escribir este libro, no acabo de entender qué pasa. Porque es evidente que en el PP hay gente culta, que entre los conservadores españoles hay gente leída, pero el PP comete un error garrafal después de otro en el tema cultural. Aznar presumía de ser lector de poesía, pero sube al poder y lo primero que hace es suprimir el Ministerio de Cultura, colocarlo en el paquete de Educación y poner al mando a Esperanza Aguirre. Que tendrá sus virtudes, pero evidentemente no es una persona del mundo de la cultura.
—Hay que recordar el televisivo Caiga quien caiga, persiguiéndola para intentar que metiera la pata, y lo de Saramago.
—(Se ríe. Corría el rumor de que la entonces ministra había dicho que Sara Mago era una pintora, no el futuro Nobel portugués.) Yo creo que lo de Sara/mago no es verdad, pero para mucha gente podría haberlo sido. Y el segundo ministro de Educación y Cultura del PP es el señor Mariano Rajoy, del que se sabía que era sobre todo lector del Marca. Esto da una sensación de poca seriedad por parte del Partido Popular respecto al mundo de la cultura. Luego, con la guerra de Irak, todo el mundo del cine se pone en contra, por razones de de pacifismo. Y cuando Rajoy es presidente de Gobierno y empieza la crisis, cometen errores objetivamente tremendos, como dejar la cultura a los ministros de economía, que suben el IVA cultural. Efectúan una serie de maniobras que parecen directamente dedicadas a provocar al mundo de la cultura, en vez de intentar ganárselo, y que culmina, como acabas de decir, en los pactos de esta década del PP con Vox, en autonomías y ciudades de mucho peso. Les regalan la cultura. Y Vox rápidamente hace algún estropicio que perjudicó, creo yo, a Feijóo en su campaña. Para mí es un error, y un gran misterio: ¿cómo es posible que el PP no haya entendido esta lección? El recurso de la cultura es una asignatura muy clara en política. Los conservadores franceses o alemanes siempre la han cuidado muy bien. Y el Partido Popular y el mundo conservador, que tendría banderas que desplegar, como el patrimonio o el idioma, pues tiende a lavarse las manos.
—Volviendo al pasado, ¿1992 es el año más importante de estos últimos 50?
—Sí, claro. El 92 es el año de la gran confluencia, en el cual el Partido Socialista quiere lanzar al mundo el mensaje de que España se ha modernizado de verdad, que es un país competitivo, democrático… y culto y moderno. Al celebrar el quinto centenario del descubrimiento de América, muy delicado por el tema del colonialismo, se hace una revisión del pasado en clave progresista y de convivencia. Y tenemos la gran eclosión del 92 en los Juegos Olímpicos de Barcelona los primeros de la historia que incorporan en su acto inaugural una carga cultural muy fuerte, con la Fura dels Baus y los cantantes de ópera, y que fueron tremendamente influyentes en otros posteriores, como los de Londres o los de París este año. El de Barcelona llega a 2.000 millones de espectadores, con una impregnación internacional brutal. Por otro lado, un año antes, en el 91, en la Feria de Frankfurt se produce la eclosión internacional de la nueva narrativa española.
—¿Qué es la nueva narrativa española?
—Si hablabas entonces con con Vila-Matas, Muñoz Molina, Marías o Mendoza, te podían decir que no tenían nada que ver unos con otros, pero para periodistas y críticos cuajó la idea de que la España democrática lanzaba una literatura moderna, no tan dura y agria como la del franquismo y que llegaba al público. La idea cuaja, y a partir de la feria de Frankfurt de 1991 se multiplican las traducciones. Javier Marías, por ejemplo, cosecha un gran éxito. O Almudena Grandes. O nuestro amigo Arturo Pérez-Reverte, que es un caso aparte.
—Ya que le mencionas, igual te metes en un berenjenal, porque después de señalar que Arturo es el escritor español vivo más traducido, aseguras que una de sus creaciones, Zenda, es la revista literaria digital más seguida ahora mismo, algo que te agradezco.
(Nuestro amigo Ángel L. Fernández entra al trapo. Sergio precisa que Zenda se trata de una revista literaria digital específica, no vinculada a un diario. Si hablamos de revista cultural, se me ocurre una con relevancia, apunto, y entre risas Sergio sentencia: «Jot Down es otra cosa», mientras Ángel destaca las audiencias de ambas publicaciones.)
—Destacas La sombra del viento, de Ruiz Zafón. Aquí en Marrakech se ha debatido sobre la gran Cultura elitista, con mayúscula, y la cultura con minúscula.
—Esta ha sido una batalla mía como periodista cultural, y no sólo en La Vanguardia. Yo estuve también en el consejo asesor en el lanzamiento de Qué Leer, que en su momento cambió un poco las reglas del juego, proponiendo un abordaje desenfadado al hecho literario. Porque la literatura popular merece tanto interés periodístico como la literatura literaria, valga el pleonasmo, ¿no?
—Como dijo ayer en el coloquio Jesús García Calero, si quitamos el entretenimiento de la literatura descartamos el Quijote.
—Así es, entre la gran literatura y el mero entretenimiento hay muchas zonas grises. No se puede escribir la historia literaria de la democracia sin colocar en un lugar muy prominente a Arturo Pérez-Reverte y Carlos Ruiz Zafón. La sombra del viento es la novela española más traducida después del Quijote. Eso es un hecho. Y Pérez-Reverte, con 27 publicadas, es hoy el autor español más traducido y leído. Como intenté argumentar en Código best seller, los grandes autores populares como Dickens o Dumas tienen el gran talento de elaborar un mundo propio de altura literaria que llega a un público amplísimo. Y claro que también tienes que hablar de Marías, Muñoz Molina, Almudena Grandes o Eduardo Mendoza, igualmente muy traducidos y apreciados. ¿Es que la literatura española en época de Franco no viajaba? Pues apenas, se traducían libros de forma muy minoritaria.
—¿Cambiamos de tercio, y de siglo?
—Sí, claro. El primer decenio empieza con ánimo de revisión. Entra una nueva generación en escena. Pongo el caso de Soldados de Salamina. Creo que la literatura realmente sirve para marcar épocas, y la novela de Javier Cercas reintroduce el tema de la Guerra Civil de forma muy clara. Entre 1980 y el 2000, a efectos culturales la Guerra Civil apenas interesaba, porque se había hablado mucho entre el 75 y el 80 y porque la gente tenía ganas de tirar para adelante, de disfrutar y vivir la modernidad. Soldados de Salomina reintroduce una idea ética. Como dijo Juan Goytisolo, hace veinticinco años pactamos un cierto olvido, pero ahora ya toca recordar. Toca airear lo que nos hemos dejado: los muertos de las cunetas, etcétera. Y es verdad. Si se hubiera hecho antes muy a fondo, podía haber paralizado la Transición, pero en ese momento ya toca. Y Cercas da el disparo de salida. La literatura tiene la capacidad de absorber el espíritu de la época y de devolvérselo a la gente. La novela aparece en 2001 y seis años más tarde llega la ley de la memoria histórica, que pone en marcha Zapatero. La primera década arranca con este tono de revisión y acaba con la crisis. Pero a la vez es una década en que se consolidan grandes equipamientos culturales, los CaixaForum, la Casa Encendida, etcétera, y muchas ciudades viven la gran revolución de las bibliotecas públicas. Todo esto representa una importantísima democratización en el acceso a la cultura.
—En el libro figuran tres emes: las del 11M, el 15M y el 8M. Además, la única palabra en mayúscula es CRISIS.
—La pongo en mayúscula, a pesar de que los correctores me decían que no se podía, porque es muy fuerte. Hace un daño brutal. Y rompe una ilusión. Porque en los años 80 y 90 se crea algo que el mundo de la cultura ni se lo cree: la clase media cultural. Las editoriales empiezan a pagar bien y a dar adelantos sustanciosos. Y las cajas de ahorros que hay por toda España financian premios, contratan conferencias… El mercado del arte funciona, con pequeñas galerías. Y de repente llega la crisis, desaparecen cajas y fundaciones. Muchos escritores y artistas que más o menos iban tirando tienen que volver a dar clases o a buscarse la vida. Es una crisis terrible, que genera mucho malestar en toda la población, que explota luego en el 15M. Hay una indignación que marcará toda la década siguiente, con enmiendas a la totalidad. Será en este nuevo clima cuando los podemitas sostienen que el proceso democrático español ha sido una farsa, porque ha estado manipulado por las élites, pero en realidad no ha sido democrático…
—Y el independentismo también lanza sus dardos sobre las tres verdades, o las tres mentiras, del título de tu libro.
—No hay una España, dicen, no hay una España democrática integradora, aunque una de las claves de la cultura en los años 80 y 90 fue la voluntad desde los distintos Gobiernos de integrar el plurilingüismo. Pero a partir del 2008 en Cataluña surge una nueva ola independentista, que hace otra enmienda a la totalidad: aseguran que todo lo que se ha hecho hasta ahora es cosmético, que España sigue siendo un país centralista, que no se toma en serio la promoción del catalán.
—«Pareciera que todo estaba podrido», escribes en el libro.
—Claro, es que en ese momento desde el flanco podemita y desde el flanco independentista se proclama que todo ha sido una farsa. Y este es uno de los motivos que, doce años más tarde, me han animado a escribir esta obra. Maticemos y valoremos.
—Saldremos mejores, se decía durante la crisis, y se volvió a repetir durante la pandemia. ¿Salimos mejores?
—Hemos salido de ambas, esa es la parte buena. Aunque yo creo que hemos salido un poco despistados. Pero, a ver, en el tema del independentismo no vamos a entrar mucho, pero ahora en Cataluña hay un presidente que parece que tiene cierta capacidad de volver a proponer un mensaje de unidad a la sociedad catalana. Transmite la impresión de que el tema se puede reconstruir. Creo que Cataluña está en un buen camino, después de haber pasado por una travesía del desierto muy dura, sobre todo para los que no comulgábamos con aquello, aunque también para los que se lo creían, porque acabó en fracaso. El proceso independentista no ha sido bueno para nadie. Y la pandemia ha generado una experiencia muy atípica para toda una generación, a la vez que ha impulsado la digitalización en serio del mundo cultural español.
—Al concluir, aquí en Marrakech, el coloquio de revistas y suplementos culturales, llegaste a la conclusión de que los asistentes estábamos divididos entre apocalípticos e integrados. ¿Tú qué eres?
—Lo que tú dices salió sobre todo a propósito de la inteligencia artificial, si nos iba a destruir o a abrir grandes posibilidades. Algo que nos vuelve a colocar en el viejo esquema de Umberto Eco. Soy una persona muy de centro, me ponen nervioso las grandes radicalidades, y si tengo posibilidad de intervenir intento llevar las discusiones y los debates hacia puntos donde haya posibilidad de integrarse. Me coge un poco mayor el tema de la inteligencia artificial, pero la miro con bastante curiosidad. Plantea riesgos, pero también ofrece interesantes perspectivas. He sido muy amante de la buena ciencia ficción, y para los que vimos 2001: Una odisea del espacio el riesgo final ya sabemos cuál es. Pero a la vez los que hemos visto Interstellar conocemos la otra parte, los horizontes que abre.
—Le he pedido a una IA, Gemini, de Google, que te haga tres preguntas interesantes. Y aquí van. La primera versa sobre su visión de la cultura catalana: «En su libro Otra Cataluña, usted presenta una visión muy particular sobre la cultura catalana, mostrando su diversidad y complejidad. ¿Cómo cree que ha evolucionado esta visión en los últimos años, especialmente considerando el contexto político actual?».
—Gracias por la pregunta, estimada IA. Por una parte, la situación política parece haberse remansado en Cataluña con la presidencia del socialista Salvador Illa, un gestor templado que busca consensos. Pero por otra, el mismo Illa renuncia a que su partido, el PSC, asuma la consejería de Cultura, que ha dividido y dejado en manos de personas próximas a Esquerra Republicana. Es otro ejemplo que se suma a varios que señalo en mi nuevo libro, en que un partido dominante cede el control de la cultura a un socio político, sin ser demasiado consciente del poder que la cultura tiene en la prescripción de los valores y en el prestigio de los gobernantes. Una cesión de la que los políticos más conscientes suelen acabar arrepintiéndose, porque en este terreno lo aparentemente barato sale caro.
—La segunda trata sobre el papel del periodista en la sociedad: «Como periodista de larga trayectoria, ¿cómo cree que ha cambiado el papel de los medios de comunicación y de los periodistas en la sociedad actual, especialmente en relación a la construcción de narrativas y la influencia en la opinión pública?».
—Se necesitarían varias tesis doctorales para contestar a esto. En síntesis creo que en las tecnologías, horarios y consumo del tabaco y el alcohol hemos cambiado mucho pero en lo básico casi nada: los periodistas siguen construyendo narrativas y siguen influyendo con más o menos éxito en la opinión pública, siempre en intensa competición con otras instancias.
—La tercera, sobre su proceso creativo como escritor: «Sus novelas combinan la ficción con la realidad histórica y social. ¿Podría explicarnos un poco su proceso creativo? ¿Cómo logra equilibrar estos dos elementos y qué busca transmitir a través de sus historias?».
—En las tres novelas que he publicado busqué entrelazar la memoria familiar, de tres generaciones de periodistas, con una crónica histórica de la ciudad de Barcelona en los siglos XX y XXI. Me interesaba reconstruir atmósferas que tenían para mí un peso emocional, y también ofrecer una estructura de fábula, con cierto mensaje. En Una heredera de Barcelona era la idea del intercambio de favores y la preeminencia del entendimiento humano por encima de la política. En la segunda, Estaba en el aire, la lucha de un idealista por salvar un espacio radiofónico, junto al combate paralelo de una mujer por recuperar a sus hijos, para lo que se ve obligada a recurrir a métodos non sanctos, pero difícilmente reprobables. Y también el de un joven sin pasado que quiere recuperar sus orígenes… para acabar descubriendo que tal vez puede pasarse muy bien sin ellos. Y en El informe Casabona traté de ofrecer el retrato lleno de claroscuros de un capitán de empresa, evitando la caricaturización a la que a veces son sometidos. En mis novelas y mi teatro tiendo a interesarme por figuras carismáticas, con influencia sobre la vida de los demás, que afrontan constantemente la ductilidad de los márgenes éticos.
(Estas tres preguntas encargadas a una IA, como en la entrevista a Luis Enríquez, se las envié a Sergio tras la charla y las ha contestado por escrito.)
—Seguimos. En el libro señalas que 2018 transcurre bajo el signo de la reivindicación de la tercera ola feminista, y quería pedirte ahora que me dijeras las tres o cuatro mujeres más relevantes de estos 50 años.
—En el mundo de la política cultural, Carmen Alborch y Carmen Calvo. Almudena Grandes es la escritora más emblemática de la nueva narrativa española. Carme Riera, además de escritora, es investigadora, académica y gestora. En el ensayo, Irene Vallejo. En el periodismo y el feminismo, Margarita Rivière fue muy importante. La editora Beatriz de Moura. Filósofas, Victoria Camps y Adela Cortina. En el campo de la música, Ana Belén y Rosalía. Y en artes plásticas, Cristina Iglesias, Ouka Leele y Cristina García Rodero. Cine, Penélope Cruz e Isabel Coixet. En el teatro, Núria Espert.
—Al final del libro, lanzas muchas preguntas. Preguntas que no has querido responder.
—Porque algunas no tienen respuesta. La vida es flujo, ¿no?
—¿Tiene sentido un nuevo congreso de intelectuales, como el de Valencia del 87?
—Estaría bien. Para volver a plantear los temas importantes. Y habría que volver a hacer algo para fomentar el contacto entre escritores de las distintas lenguas de España, como se consiguió en los famosos encuentros de Verines. Conviene volver a establecer lazos. Creo también que el cine español todavía es muy de individualidades, de individuales que funcionan, pero faltaría dar un paso para que se dé un fenómeno como el de cine francés, que es en su conjunto muy bueno, y no por casualidad. Tanto el ministerio como los distintos departamentos territoriales han invertido mucho.
—La política cultural, es una de las conclusiones del libro, importa mucho.
—Sí, pero en España se ha ido diluyendo. Ahora, por ejemplo, el gobierno del PSOE la ha cedido a Sumar, que está promoviendo debates sobre el colonialismo, o los toros, que a mi modo de ver no son los centrales en estos momentos. Un debate central tendría que ser cómo se puede proyectar fuera la cultura española. Otro, cómo podemos establecer un proyecto más o menos unificado, como en los años de oro de los 80 o 90. Cómo podemos potenciar, desde el Estado, las librerías en todas las ciudades españolas, como hacen los franceses. Cómo se puede conseguir que las producciones de los teatros nacionales con sede en Madrid circulen bien por toda España. Tenemos mucho que aprender de Francia y que copiarles, porque hacen una política cultural muy sólida, y se la creen mucho.
—En el libro, casi llegas hasta hoy. Aquí en Marrakech está Sara Barquinero, autora de Los escorpiones, uno de los principales lanzamientos de esta temporada.
—La cito por un fenómeno que me parece curioso: de repente, en una ciudad española, la cultura se dispara. Doy dos datos. El de Málaga, para elogiar al alcalde Paco de la Torres, que es del PP. Me parece el ejemplo más creativo de este partido en bastante tiempo: coger una ciudad y darle equipamientos y una programación cultural muy fuerte, y convertirla en seña de identidad. Y es el caso de Zaragoza, donde surge una generación de autores aragoneses con mucho peso: Irene Vallejo, Vilas, Gascón, Del Molino, etcétera, con referentes como Mainer y Pisón. Y por último, Sara Barquinero, con una novela muy ambiciosa que ha conseguido ser el libro del que se habla
—La cita final de Goethe con la que concluyes el libro es magnífica. ¿La reproducimos, o la dejamos como anzuelo para los futuros lectores del libro?
—Debo decirte que no la leí inicialmente en un libro de Goethe. Un profesor mío de Boston, un sociólogo muy famoso llamado Peter Berger, la decía en clase: «Gris es la teoría; verde es el resplandeciente árbol de la vida». Y luego la encontré en el Fausto.
—No he podido hacer una entrevista biográfica, porque tendría que haberla preparado durante un mes. Si la hubiera hecho, habría comenzado con esta pregunta: llamándote Sergio Vila-Sanjuán, ¿cómo te llamaban de niño?
—En el cole me llamaban Vila, que es como también llaman a uno de mis hijos. Pero no he tenido apodos. Sí tuve seudónimos en mis inicios periodísticos, como Hugo Pi o Cornelius van Cornelius.
—¿Y ha habido una temporada en la que te decían Sergi?, pregunta Ángel.
—Pues, fíjate, soy un catalán de familia castellano parlante. Mi primera lengua es el castellano y siempre he firmado Sergio, que es mi nombre de pila y de registro civil. En Cataluña la gente me llama Sergio. Cuando salgo de Cataluña y voy a Madrid o a otros lugares de España y, esto me pasa desde hace 30 años, mucha gente me catalaniza el nombre. Y nunca les corrijo, porque creo que lo hacen por cariño. Me gusta que me llamen Sergi fuera de Cataluña.
—Y una última pregunta personal. ¿Es cierto lo que me contaste de la cuenta atrás? A la hora de la siesta cuentas 5, 4, 3, 2…
—Y me quedo dormido. Es un mecanismo biológico, lo usaba Dalí, con unas llaves en la mano que al caer le despertaban. Yo, sin llaves, en quince o veinte minutos me despierto. Mi mujer se asombra, porque soy capaz de quedarme dormido en cualquier sitio. Intento hacerlo en el sofá de casa, pero si hemos comido fuera o estamos en un hotel o un bar, me busco una esquinita y la cuenta interior me funciona, aunque tenga al lado un festival de música o estalle la Tercera Guerra Mundial.
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