Frank Serpico (que aún está vivo, tiene 87 años) fue un policía de Nueva York que a finales de los 60 se convirtió en el primero que denunció la muy extendida corrupción en el cuerpo, en concreto en temas de pagos en metálico por hacer la vista gorda o permitir determinadas actividades delictivas. Con esa manga ancha, casi todos los agentes de la ciudad se sacaban un sueldo extra que, dependiendo de la comisaría que te tocara, podía ser de cientos o miles de dólares. En 1970 el New York Times publicó un detallado reportaje que obligó a reaccionar a los jefes y a los políticos, y las cosas, según los que saben del tema, lograron cambiar bastante. En 1973, con las ramificaciones del caso aún extendiéndose, el periodista Peter Maas escribió un libro, que a su vez se usó para rodar esta película in situ por más de cien lugares diferentes de la ciudad, que hizo llegar la fama del caso a todas partes del país e incluso del extranjero. Fue aplaudida, fue criticada, recibió dos nominaciones a los Oscars (Al Pacino como actor, Waldo Salt y Norman Wexler al guion adaptado) y ha quedado como una de esas películas que cada año que pasa resulta más relevante y recomendable.
[Aviso de destripes con pinta de hippie en todo el texto]
Tener a mano una historia verdadera para ilustrar un problema frecuente y de gran calado siempre ayuda mucho a visibilizarlo, porque así nunca se podrá decir que es una fantasía de guionista, alejada de la realidad. De hecho, en Estados Unidos el apellido de Serpico (pronunciado esdrújulo, «Sérpico») ha quedado como apodo común para referirse a cualquiera que quiera ir por el libro y se niegue a pisar al otro lado de la raya legal: «mira el Serpico este», o «¿de qué vas, Serpico?». El agente real nació en Brooklyn en 1936, hijo de inmigrantes napolitanos (su madre nunca llegó a hablar inglés bien) y tras pasar por el ejército, entró en la policía, destino frecuente de muchos italianos e irlandeses, a los 24 años de edad. Parte de su tiempo, como se ve en la película, lo pasó en una unidad de identificación (estudiando huellas dactilares, etc), pero la actividad donde acabó fue antivicio, vestido de paisano. Estando como estábamos en la primera mitad de los años 60, fue de los primeros que se dio cuenta de que ir de paisano y mezclarse de verdad con la manera en que vestía la gente por la calle en esta década requería dejar a un lado los utensilios de afeitar, las tijeras de peluquero y los zapatos negros con calcetines blancos, de forma que mientras que así empezó a moverse mejor por la calle, comenzó a separarse de la manera en que se vestían sus compañeros de las comisarías.
Estar en contacto con la calle también te hace saber más de cerca cómo vive y reacciona la gente de verdad, no por lo que te cuenten o te imagines, y en una de las primeras escenas de la película, cuando Frank (más tarde Paco, como lo llamaban sus vecinos latinos, de los que aprendió español) aún es novato y barbilampiño, se ve cómo intenta conseguir una confesión de violación usando mano izquierda y argumentos sensatos en lugar de una silla, unas esposas y una guía de teléfonos. Serpico no es ningún creyente en que todo el mundo es bueno y capaz de reformarse, pero sí que cree que las normas están ahí para cumplirse. Y una de ellas es no aceptar sobornos, regalos, favores o cualquier otro tipo de prebendas y apaños. El primero de ellos que se le presenta es el típico de no pagar el desayuno en el bar… a cambio de dejar al dueño aparcar en doble fila. Una nadería. El segundo es la paguita semanal por dejar operar a proveedores de cosas como drogas, prostitución y juegos de azar, considerados por algunos como «crímenes sin víctimas», donde los clientes gastan el dinero como les parece sin dañar a nadie (habría que ver qué piensan las prostitutas sobre eso). Y cuando Paco decide no cobrar es cuando empiezan los problemas. Alguien que no se mancha las manos es porque eso no le gusta, y una vez que no lo tienes controlado de esta forma, el día menos pensado puede denunciarte en vez de simplemente callarse. Y esto es lo que le va a pasar a Serpico. De hecho, si los demás corruptos lo hubieran dejado en paz, quizá él no habría dicho nada nunca y simplemente habría hecho la vista gorda ante los que hacen la vista gorda, pero la constante insistencia y desconfianza con que lo tratan es lo que al final lleva a que Frank decida dar el paso de hacer una denuncia, aportando pruebas fehacientes.
Esto fue en 1967, tras siete años ya en el cuerpo, y de ahí no salió nada. Durante los cinco siguientes nuestro hombre se las ve y se las desea para a) seguir sin aceptar sobornos, b) intentar que sus denuncias lleguen a algún sitio y c) continuar vivo y empleado dentro de la policía neoyorquina, todo ello al mismo tiempo. Bueno, y d), habría que añadir, llevar una relación sentimental con una mujer. En la película esto se simplifica a dos parejas: la artista y viajera Leslie (que lo lleva al ballet y a fiestas molonas en dúplex con músicos en directo y conversación intelectual, y que al final se casa con un tipo de Texas) y la más hogareña Laurie, que es la que se come la mayor parte de los cinco años de estrés que siguen, y que rompe con él ante la imposibilidad de llevar una vida normal y tener hijos. En la vida real todavía habrá dos mujeres más (Mary Ann y Marianne).
Uno de los temas que menciona la película es cómo de factible es que la propia policía sea capaz de investigarse a sí misma. Como él mismo dirá más tarde, no puede haber corrupción policial sin que esté permitida, al menos en buena parte, desde arriba (y esto parece confirmarse con cada caso nuevo real que se descubre año tras año, como se ve por ejemplo en We Own This City, la última serie de David Simon). Así que, si se permite que ocurra desde arriba, ¿cómo va a poder arreglarse desde arriba también? Serpico se pasa los minutos (y los años) siguientes dándose de topetazos contra compañeros de trabajo, superiores inmediatos y responsables más altos en el escalafón, que entre darle largas, no cumplir sus promesas y tenerlo arrinconado donde no estorbe le van dejando sin otra opción que recurrir a «agencias externas». Porque además, con cuanta más gente habla del tema más gente sabe que él es «de los que rechazan la tajada», y por lo tanto más desconfianza provoca, por si sus pintas de hippie callejero no fueran suficientes. Y este salir al exterior a lavar los trapos sucios es lo que provoca el verdadero revuelo, culminando con la publicación en abril de 1970 en el New York Times de un sonado artículo, que llevó al alcalde de entonces, John Lindsay, a nombrar una comisión de investigación (su nombre, como veremos después, no se menciona en la película).
¿La victoria está cercana? Pues depende. Menos de un año después, en febrero de 1971, con Serpico re-destinado a Brooklyn, lo mandan a una redada antidrogas que acaba con el agente sufriendo un disparo en la cara que milagrosamente no lo mata, porque era del calibre 22 y entró justo por debajo del ojo y se alojó en la parte superior del maxilar, pero lo deja sordo de un oído y con fragmentos de bala que le llegan a tocar el cerebro (y que aún siguen ahí, provocándole dolores de por vida). Como se ve en la película, la sospecha, nunca probada del todo, es que esa redada era una encerrona preparada para que Frank entrara el primero en el piso franco, se quedara atrapado con el brazo metido en la puerta, nadie lo ayudara (había otros tres agentes con él que ni acudieron en su auxilio ni llamaron a una ambulancia, lo tuvo que hacer un vecino), y uno de los de dentro lo despachara (y sí, uno de los polis que estaba con él está interpretado en la película, sin aparecer en los créditos siquiera, por F. Murray Abraham, el futuro Salieri de Amadeus y Bernardo Gui de El nombre de la rosa). El plan, si es que lo fue, no funcionó, y el hombre que efectuó el disparo, un tal Edgar Echevarría, fue condenado por intento de asesinato. El alcalde fue a visitar a Serpico a su cama en el hospital, en mayo la New York Metro Magazine publicó un artículo sobre él titulado «Portrait of an Honest Cop», y a la semana siguiente Paco declaró contra un teniente acusado de aceptar sobornos. En octubre y diciembre testificó ante la comisión del alcalde, usando las palabras exactas que se ven al final de la película: «espero que nadie en el futuro tenga que pasar por lo que yo», «el ambiente existente no permite actuar a un policía honesto», «la corrupción viene de arriba» y «es esencial que haya comisiones de investigación independientes». Seis meses después, en junio de 1972, a los 36 años de edad, Frank Serpico se retiraba de la policía de Nueva York recibiendo su condecoración más alta, la Medalla de Honor, entregada, según el mismo ha contado, sin ceremonia ninguna, «así por encima de la mesa, como si fuera un paquete de cigarrillos», y sin el certificado enmarcado que normalmente la acompaña. Esto no se rectificó hasta febrero de 2022, cuando efectivamente se le dio, a los 85 años de edad, y él acompañó el evento haciendo su propia salva celebratoria de 21 cañonazos… usando plástico de burbujas.
Tras su retiro, Serpico se mudó a Suiza (eso es lo que pone el rótulo final de la película, estrenada a finales de 1973), y luego a Holanda y Gales, y durante el resto de los 70 solo volvió esporádicamente para cuestiones relacionadas con el rodaje de la película. Por un lado, su presencia fue determinante para convencer a Al Pacino (que ya había rodado El Padrino, pero aún no El Padrino II) para aceptar el papel (pasaron varios días juntos conversando en una casa en Montauk), pero por otro lado, tras asistir al rodaje un par de veces y empezar a poner objeciones, se le ordenó/convenció que no fuera más, «para evitar que Pacino se sintiera demasiado tenso por su presencia». Fue invitado al estreno del film, pero se salió antes de terminar, y dice que solo llegó a verlo entero en 2010. En Holanda se casó, y cuando su esposa, Marianne, murió en 1980, volvió a Estados Unidos a vivir en el estado de Nueva York, pero fuera de la ciudad. Cada cierto tiempo aparece en público y en academias de policía para hablar de temas sociales y de libertades civiles, y en 2015 incluso llegó a intentar hacer carrera en política local, pero perdió las elecciones a las que se presentó.
En cuanto a la película en sí, el plan inicial era que la dirigiera Sam Peckinpah y la protagonizaran Robert Redford y Paul Newman, pero uno de los problemas que ya empezaban a plantearse era el riesgo de querellas si alguna de las personas reales veía algo en la película con lo que no estuviera de acuerdo, especialmente si se había aplicado algún tipo de «libertad creativa», así que todos los personajes excepto Serpico aparecen con nombres diferentes. Uno de ellos es el abogado David Durk, el principal apoyo de Serpico, el que conoce aquel día en que, por órdenes del sargento, fuman marihuana en la comisaría «para que aprendan cómo huele y qué efectos provoca», y que en el guion aparece convertido en un tal «Bob Blair». Entre varias dudas y renuncias, quien al final dio el empujón definitivo al proyecto fue un italiano, Dino De Laurentiis, que acababa de mudarse a Nueva York aprovechando las nuevas leyes que facilitaban rodar en el estado, y compró los derechos del libro de Maas. De Laurentiis dijo incluso que a los productores estadounidenses les faltaba coraje para hacer esta película, quizá porque les tocara demasiado de cerca. Se escogió como director a John G. Avildsen, que en el futuro haría Rocky, Karate Kid y Cuenta conmigo, y que venía de dirigir Salvad al tigre, una película de complejos conflictos morales. Sin embargo, tras varios tiras y aflojas la cosa no funcionó y se acabó eligiendo a Sidney Lumet, famoso por rodar rápido, bien y dentro de presupuesto.
Pacino es aquí la gran estrella, prácticamente en solitario. Por un lado, ninguno de los demás participantes (y en esta película hay nada menos que 107 actores con frase) ha llegado a tener fama reconocible en nuestros días, así que esta no es una de esas películas de las que lees los créditos y dices «vaya reparto de altura». De hecho, si alguien no la ha visto desde hace un tiempo, quizá le cueste recordar a cualquier otra persona ahora mismo que aparezca en ella. Y por otro lado, su gran actuación fue lo único en lo que todos los críticos de su tiempo estuvieron de acuerdo, aunque alguno de ellos llegó a decir que se pasaba de intensidad a veces. Creo que en este caso se olvida que estamos condensando doce años en dos horas, y que la actuación debe reflejar el paso de joven idealista a policía metódico y tranquilo y luego a agente «chivato» acosado por múltiples presiones. En este sentido, véase el contraste entre su primer caso, el de la violación grupal, donde Pacino tiene paciencia y labia, y el momento en el que detiene al chulo latino que soborna de buen rollito a la policía local: cuando el chulo se le pone chulo de verdad, es el propio Serpico, antes opuesto a la violencia, el que le pega una buena tunda en presencia de todos los demás, que no osan rechistar. Pacino, obviamente, se puso en plan «método» para el papel, yendo de patrulla con la policía de Nueva York (que, dadas las circunstancias, colaboró activa e irreprochablemente) y provocando anécdotas quién sabe hasta qué punto aumentadas como a) no ser admitido en un restaurante por las pintas que llevaba, y b) llegar a amenazar con arrestar a un camionero por polucionar demasiado el aire local, al dejar su motor en marcha demasiado tiempo. Lumet, además, permitió a Pacino y otros improvisar sus diálogos hasta cierto punto, ya que no se consideraban el punto fuerte del guion. Lo curioso es que la película se rodó al revés, por una sola razón: la apariencia capilar de Pacino. Dado el poco tiempo que había, menos de dos meses, se consideró más fácil empezar melenudo y acabar afeitado que hacerlo al contrario. El rodaje, además, requirió nada menos que 104 localizaciones diferentes, y se llegaban a hacer 35 set-ups de cámara por día, a menudo de acá para allá, moviéndose tres veces al día de media por cuatro barrios diferentes de la ciudad y montando la película según se iba filmando, en lugar de esperar a tenerlo todo junto en una sala de montaje.
Entre las críticas que se hicieron a la película está la de hacer parecer que todos y cada uno de los policías de la ciudad eran corruptos y solo había uno bueno. También se minimiza mucho el papel de Durk (recordemos que al principio iba a ser un estrellato dual, estilo Redford-Newman), a quien no le gustó nada la película, diciendo que seguramente provocaría que menos agentes decidieran hablar sobre la corrupción en sus comisarías, dado que, según se ve en la pantalla, el coste de hacerlo es pasar por un auténtico martirio. Teniendo esto en cuenta, durante sus conversaciones con Serpico en Montauk, Pacino le llegó a preguntar lo típico, «por qué lo hiciste». Y Serpico le contestó: «Bueno, Al, no lo sé. Supongo que porque si no lo hubiera hecho, ¿quién sería yo cuando escuchara una pieza musical?». Pacino quedó encantado con la manera tan poética de expresarlo, refiriéndose casi sin duda a una ópera con lo de la «pieza musical». El Serpico de Pacino escucha a Puccini constantemente, en su patio y hasta en el coche, y la obra que suena en la película es Tosca, uno de cuyos temas es precisamente el abuso de poder, con hasta cuatro personajes que son policías y carceleros durante la invasión napoleónica de Roma en 1798. Así que a lo que Serpico seguramente se refería es a que, dependiendo de tus actos, la próxima vez que la escuches, ¿con quién te identificarás, quién serás en ella, el defensor de la libertad o el opresor desde el poder? Y no hace falta ser Napoleón para eso. A veces solo es necesario ceder a la presión de grupo y aceptar un billetito por mirar para otro lado.
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