Foto de portada: Ángela Donoso
Dolor placentero. O Placer doloroso. Tanto da. Así define Servando Rocha su relación con Madrid. En cualquier caso, una relación apasionada. No hay más que pasear un rato la ciudad con él para ver que pesa más el amor fascinado que el enfado intenso. Pocos como él saben enseñarte a ver lo que ya no está pero sigue ahí, en el detalle de un edificio, en las huellas de una piedra, en el rastro que aún queda de una iglesia o un burdel desaparecido. La suya es la mirada del caminante que investiga a conciencia las calles antes de patearlas y lo hace siempre abierto a lo imprevisible porque, él mismo nos dirá, “Madrid es un caos absoluto que invita a la sorpresa, un desastre urbanístico pero una bendición para el paseante”.
Con su escritura ágil pero digresiva, llena de conexiones y vasos comunicantes, Rocha firma una obra felizmente inclasificable que es muchos tipos de libro a la vez: diario personal, guía de la ciudad, retrato de personajes o colección de historias que abarcan asuntos como la literatura de vanguardia, la arquitectura, la medicina, la guerra civil o el impacto del fuego, el agua, los bombardeos y la piqueta en la fisonomía de la ciudad. Irrumpen en sus páginas escritores patrios como Ramón Gómez de la Serna, Pío Baroja, Ernesto Giménez Caballero, Emilio Carrere o Ramón del Valle-Inclán, arquitectos que dieron forma a la ciudad como Antonio Palacios, fundadores de movimientos como el futurismo (Marinetti) o el dadaísmo (Tristan Tzara) y perseguidos, como el revolucionario Leon Trotski, que va a ser detenido precisamente en la capital como disidente subversivo y malhechor, o el nazi Otto Skorzeny, conocido como «Caracortada».
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—¿Cuánto nos perdemos de una ciudad si no sabemos mirarla?
—Tenemos un problema con la mirada. Muchas de las cosas que aparecen en el libro y que yo cuento en el paseo están delante nuestro y no sabemos verlas. A esto hay que sumar el problema de atención creciente por culpa de los móviles. Antes se decía que no sabíamos leer la naturaleza, pero es que ahora tampoco sabemos leer la piedra, las ciudades, los lugares que habitamos. Y si no sabemos lo que hubo antes, no podemos saber lo que somos ahora. Por eso es importante conocer nuestro propio pasado. Lo que yo hago es, por supuesto, todo lo contrario al turismo. También es lo opuesto a la historia, porque indago en lo que todavía queda en el presente, en aquello que de alguna manera sigue estando ahí. Lo mío es casi una actividad de espiritismo, es poner a hablar a los muertos que continúan estando en los edificios, en las historias, en la tradición oral, en objetos que aún no se han extraviado de forma definitiva.
—¿Por qué crees que la Puerta del Sol, que tantas veces ha cambiado de aspecto, ha sido siempre el corazón de la vida popular madrileña?
—Hay algo que no es muy sabido. Cuanto termina la guerra civil hay planes para destruir literalmente la Puerta del Sol. Entre ellos, Ernesto Giménez Caballero y Víctor de la Serna proponen acabar con ella para que no sea el centro y que lo sea la Plaza de Cibeles, que hoy es el centro político de la derecha. La razón de ese odio feroz de la extrema derecha es lo que Sol tiene de pobretería. Las calles tienen una fuerza oculta, y eso es algo que no tiene nada que ver con teorías estrictamente esotéricas. Tiene que ver con la psicogeografía, con el impacto del espacio o la geografía urbana en las emociones y en los sentidos. Hay calles que nos provocan en unos casos miedo, tristeza, melancolía, pesadumbre, y en otros casos justo lo contrario. Yo cuando voy por la calle Segovia bajando no veo la calle Segovia, veo un antiguo barranco donde corría agua, veo el viaducto con toda esa fuerza de negatividad pura que siempre ha tenido y sigue teniendo, veo el final de la ciudad barojiana… Y a la Puerta del Sol la llamo Puerto del Sol porque tiene algo de puerto, como lo pueda tener Marsella, un puerto para gente de mal vivir.
—De la primitiva Puerta del Sol solo queda el edificio de la Real Casa de Correos, actual sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid. ¿Se nos va la mano demasiado con la piqueta?
—Siempre ha sido una piqueta irrespetuosa. En Madrid a poco que empiezas a picar, a los nueve o diez metros te encuentras cosas de la Guerra Civil. Luego está el menosprecio a nuestro pasado árabe, presente en el propio nombre de la ciudad. Me resulta muy sospechoso que se dignifique tan poco ese pasado. El sentir patriótico, volcado en reivindicar una españolidad inexistente, concibe el pasado como un traje hecho a medida y eso implica pasar por alto la historia de la presencia árabe. Todavía hay viajes de agua que se han utilizado hasta hace poco y que fueron creados por los árabes. En cambio vamos hacia los visigodos, hacia más atrás. Es el uso de la historia con fines políticos.
—Entre las cosas que no se ven pero siguen ahí, los cementerios.
—Es que vivimos sobre muertos. Como la maldición del cementerio indio. Medio Madrid está literalmente levantado sobre cementerios. Todas las iglesias tenían el suyo propio. Nuestro contacto con los muertos está a menos metros de lo que pensamos. En España los cementerios no han tenido la impronta que tienen, por ejemplo, en Francia. Aquí nadie visita la tumba de Gómez de la Serna. A mí me encantan y he hecho actos culturales en ellos, como un homenaje a la cupletista, La Fornarina, o a William Blake en el cementerio inglés. En el libro me interesaba contar nuestra cercanía a los muertos pero también la importancia del agua y el impacto del fuego. Hay una historia de Madrid que se puede construir a partir del fuego. La Plaza Mayor sufrió tres grandes incendios como mínimo y muchos edificios y barrios enteros han desaparecido por este motivo, con casas mayoritariamente de madera y con soluciones muy curiosas para controlar las llamas. Se valían de una especie de sinfonía musical por medio de campanadas. Los campaneros eran los que tenían la responsabilidad de avisar dónde estaba el desastre. En ese afán por entender la historia a partir de la vida cotidiana y los pequeños objetos, investigué mucho sobre la historia de los bomberos cuando se les llamaba «matafuegos», sobre el modo en que se sacrificaban edificios cañoneando casas que estaban alrededor. La piqueta de la Gran Vía se llevó por delante muchas calles con nombres curiosos e increíbles, la calle del Perro, calle de la Duda, calle del Ataúd…
—En esto de las curiosidades el libro va bien servido. Impresiona la afición castiza al bestialismo, no tan lejana en el tiempo.
—Se enfrentaban tigres contra leones, elefantes… Ese nivel de barbarismo incluye los zoológicos humanos en el parque de El Retiro con esquimales, filipinos… O la calle Ballesta, que se llama así porque en esa zona había prácticas de tiro contra jabalíes. Y lo eliminan no porque el Ayuntamiento quitara el permiso, sino porque la gente iba ahí a matar todo tipo de animales y se montaban tales juergas que los vecinos dijeron basta.
—Convocas a los muertos, con especial atención a las figuras de la bohemia y las vanguardias, incluidos nombres señeros como Tzara o Marinetti.
—Estaba previsto que algunos estuvieran muy presentes, pero otros fueron apareciendo a medida que avanzaba. Tenía que contar lo más parecido que tuvimos aquí al dadaísmo, que fue el café Pombo y la tertulia de Ramón Gómez de la Serna. O Rafael Cansinos Assens con el ultraísmo. Fueron nuestras grandes vanguardias. Lo que la gente sabe menos es que Marinetti, fundador del futurismo, o Tristan Tzara, uno de los fundadores de Dadá, visitaron Madrid, igual que lo hicieron Trotski o Aleister Crowley.
—Te fijas en la peripecia madrileña de Trotski, pero también en la de Otto Skorzeny, conocido como «Caracortada» por las cicatrices que le surcaban el rostro, que murió en Madrid en 1975. ¿Es éste ejemplo inmejorable de la relajación del régimen durante décadas con nazis que en otros países se perseguían?
—El franquismo tuvo una convivencia incómoda con el nazismo. En teoría el régimen colaboraba porque su integración a Europa y su apertura al mundo pasaba por depurar, pero se reía en la cara de las comisiones de búsqueda e identificación. Caracortada, como otros nazis que estuvieron viviendo muchos en Canarias hasta el final de sus días a todo lujo, celebraba el aniversario de Rudolf Hess. En los primeros años tras la guerra el régimen era abiertamente pronazi. Hay una teoría de la conspiración —que en realidad no es tan teoría de la conspiración— que sostiene que fueron destruidos los noticiarios No-Do de 1943 a 1945. Hubo un incendio en los laboratorios y ardieron los negativos. Cuando se intentó investigar las causas del siniestro, fue el propio régimen el que dificultó que se llevara a cabo esa tarea. Había una nota de la compañía de seguros en la que se indicaba lo incomprensible del desastre e insinuaba que podía ser provocado. Lo que esos documentos visuales mostrarían es que la vida cotidiana en Madrid en esos años era bastante vergonzante, con nazis campando a sus anchas y presencia de esvásticas. Eso ya no cabía porque, perdida la guerra, el objetivo de Franco había cambiado, pero antes existió, se toleró y estaba completamente normalizado.
—Otra figura clave es el arquitecto Antonio Palacios, uno de los artífices de la iconografía de Madrid, que pudo ser también un destructor terrible si le llegan a hacer caso.
—Un grandísimo arquitecto, sin duda. Pero hay que contar de él toda la verdad, igual que con Valle Inclán o Gómez de la Serna. Y contar su parte oscura no resta mérito a lo que logró. La sombra de Antonio Palacios hay que verla en las circunstancias de una guerra civil llena de excesos, pero el problema es silenciarlo, blanquearlo, maquillarlo… Fue el protagonista de un proyecto fascista que propone al Ayuntamiento crear una ciudad imperial. Se lo deniegan por falta de presupuesto y muere poco después, en 1945. Lo increíble es que las retrospectivas que se le hacen ahora no es que pasen de puntillas por este asunto, es que no se nombran. O por qué no contar que alguien que tanto me gusta como Baroja tiene un libro que lleva por título Comunistas, judíos y demás ralea, con prólogo de Giménez Caballero, peaje que tuvo que pagar. ¿Eso invalida la obra de Baroja?
—Unas cosas se ocultan pero otras se revisan con los ojos del presente. ¿Tiene sentido?
—A mí, por ejemplo, me encanta la literatura de la División Azul. Es la manera de entender cómo miles de jóvenes salieron de la estación de Príncipe Pío con rumbo a la estepa rusa, con carteles de la Feria de Sevilla y dispuestos a morir a pecho descubierto cantando el «Cara al sol». Lo que cuenta Dionisio Ridruejo es interesantísimo y absolutamente delirante. No podemos revisar el pasado con los ojos del presente, porque entonces nos cargamos la historia del arte. No se puede juzgar una novela o una pintura en términos morales y éticos, porque es eso, una obra de arte. De lo contrario no podríamos disfrutar de Viaje al final de la noche, de Céline, o de alguien que me fascina, como William Burroughs. ¿Era misógino? Sí, y lo era más allá del episodio del disparo que acabó con la vida de su mujer y que se explica por una noche de drogas. No quita valor a su trabajo. Eso está pasando, pero también creo que se sobredimensiona lo de la cultura de la cancelación. Cuando esto pasa la derecha suele aprovecharlo para hablar de esta izquierda progre con moralina.
—En este repaso por la geografía secreta de Madrid no podían faltar los años previos a la guerra y la propia guerra, con los escritores enfrentados.
—Hay que decir que las ideas antagonistas, el enfrentamiento en las tertulias, fueron durante un tiempo algo totalmente civilizado. Esta el caso, por ejemplo, de Ernesto Giménez Caballero, que a finales de los 20, en plena dictadura de Primo de Rivera, promovía un fascismo castizo en la Gaceta Literaria y al tiempo tenía contacto con gente de izquierdas. Todo eso salta por los aires en 1936; de hecho, la guerra civil empieza en las tertulias tres o cuatro años antes. El antes y el después lo marca Falange, sin ser cuantitativamente muy numerosa, con la dialéctica de los puños y las pistolas, la militancia en primera línea, los atentados, la violencia política en las calles… La convivencia se hace irrespirable.
—Incluyes una ilustración que firma el impar Giménez Caballero, que es casi una suerte de infografía para dar cuenta de los escritores y sus vínculos como si fueran estrellas más o menos brillantes del firmamento. ¿Cuáles son para ti las que despiden más luz?
—Pío Baroja, sin duda. Es el tipo de escritor que representa a los autores que a mí me fascinan, los que van a lugares perdidos, los que caminan hasta las afueras. Él es el que viaja a Londres, a Whitechapel, diez años después de los crímenes de Jack el Destripador, siguiendo las novelas de Charles Dickens, y se pone a preguntar a la gente. Queda allí con Errico Malatesta, el anarquista. Una estampa increíble. Y va también a París y se encuentra con Oscar Wilde un año antes de morir y lo retrata como un tipo extremadamente alto, con cara triste y un montón de periódicos arrugados en los bolsillos. Galdós, por ejemplo, se movía por las tabernas cercanas a la Plaza Mayor, no iba a las rondas ni bajaba a los arrabales. Baroja sí, y por eso en la postguerra le ridiculizaban diciendo que le gustaba dormir en cementerios o que veía una lata oxidada y escribía sobre ella. Era verdad porque le interesaba la singularidad, la anomalía. Menciono a Gómez de la Serna porque es lo más cercano que tuvimos a Dadá. Y a Emilio Carrere porque era un caballero de la muerte, el representante de un mundo ya periclitado.
—¿Por qué no tuvimos esa tradición del flâneur?
—Es casi inexistente porque, insisto, nadie tenía interés por las afueras. Solo Baroja, porque tenía ese gusto por lo torcido, lo herrumbroso… O Maruja Mayo cuando se va hasta Vallecas. El resto pertenece a una tradición burguesa que frecuenta los mismos cafés en la misma zona. Gómez de la Serna es otra excepción. Cuando se inaugura el metro hace un viaje psicogeográfico en él y va contando lo que imagina que existe encima de su cabeza con su genialidad de siempre.
—Cuando en el libro conversas con el fotógrafo Alberto García-Alix, te cuenta que en la vida llega un día en que el deseo se termina y que lo único que jamás muere es el amor. ¿Coincides?
—El deseo, decía Ramón Gómez de la Serna, llega cuando menos te lo esperas. El deseo es como el agua que se abre paso. A día de hoy el amor es el motor, el amor es la alegría, el amor es lo que mantiene en pie a una ciudad como Madrid. Es lo que hace que en lugares como Lavapiés no pase nada, que predomine, con todos los peros, la tolerancia entre religiones, sometidos a la precariedad y el acoso policial. Es una anomalía. Incluso en Barcelona no hay mezcla. En Madrid hay mezcla y lo increíble es que no haya reyertas cada diez minutos. Eso es una forma de amor.
—Volviendo al principio, Ribalta, el personaje que utilizas como hilo conductor, decide desaparecer por voluntad propia. ¿Has deseado o pensado alguna vez esfumarte?
—¿Y a quién no le gustaría en algún momento desaparecer? La cuestión es que hoy en día querer desaparecer es imposible. Desaparecer es un crimen y se persigue. Cualquier persona que intente desaparecer de las redes sociales tiene un castigo claro. No hablo ya de marginación social. El que no tiene redes sociales es sospechoso. Solo se pueden permitir desaparecer completamente y de forma voluntaria las grandes fortunas. Me contaron que Madonna, que tiene casas en medio mundo, se va a vivir a Lisboa y compra cinco o seis apartamentos y otras tantas plazas de garaje en cada uno de ellos. Nadie se cruza con ella en Lisboa pero está allí. Es como lo de los delitos: robas en una farmacia y te cae todo el peso de la ley. Robas tres millones de euros y de repente te vuelves inasible, desapareces, hay algo fantasmagórico. La desaparición voluntaria es ese lujo al alcance de los ricos muy ricos.
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