El caballero camina apresurado por la calle desierta. Cabello engominado, Cartier en la muñeca, abrigo azul, relucientes Oxford sin picado. Dobla la esquina y entra en el portal del elegante hotel. Lleva un paquete en la mano. —el raso crema combinará a la perfección con sus medias negras, piensa mientras se abren las puertas del ascensor—.
El pasillo es interminable. Todos los pasillos lo son cuando sabe que ella lo espera. La urgencia sin embargo no obedece a la novedad, sino al deseo. Desea la carne de aquella mujer más que casi nada que pueda recordar. Desea al mismo tiempo abrazarla, abofetearla, ensuciarse en ella, rozar apenas dulcemente sus labios.
157. Tres números dorados sobre la madera lacada en negro. En el pomo de cristal ahumado descansa un cartel de No molestar. No necesita llamar; la puerta está entornada.
La penumbra familiar incita su carne. La mujer lo espera con un cigarrillo en la mano. La boquilla de marfil alarga las sombras de la tarde proyectadas en la alfombra geométrica. El encaje de las medias negras se adivina bajo la camisa de seda oscura abierta sobre el pecho y unos pezones erizados delatan el deseo que ese hombre despierta en ella. Un deseo que la precede, inevitablemente. Él posee todo cuanto le resulta seductor; capaz de robar unas perlas, empuñar un revolver o hacer que una mujer gima de placer en la misma habitación y con escasos minutos de diferencia. Un caballero que sabe exactamente cuándo debe dejar de serlo.
Estás bellísima —le susurra al oído mientras deposita la boquilla con suavidad sobre el chifonier mahogani—. Tan bella que te sacaría a bailar aquí mismo esa música degenerada que tanto amas como si volviésemos de una de aquellas celebrity nights del oscuro Cotton Club. Tan sensual con el cabello recogido, es un desperdicio que sólo yo pueda ver ese rostro cuando alcanza una y otra vez la petite mort; el cuello de gacela bajo mis labios; los pies de puta turca de uñas rojas sobre las sábanas revueltas. Es una pena, sinceramente, no tener un testigo de tan bella escena. Tendré que pensar en algo…
José Loygorri cierra el librito, entorna los ojos y se inclina sobre el papel. Traza rápidas líneas tratando de encajar el conjunto. Cae la tarde en su silencioso estudio. El bullicioso París queda demasiado lejos pero el recuerdo de aquellas deliciosas cocottes nocturnas puede serle útil esta tarde. Sus cuerpos bajo las brillantes paillettes vibraban con una intensidad que ahora necesita el artista para poder ilustrar esta novelita erótica. Hay tiempo. Estamos en la primavera de 1925, el recuerdo de la Gran Guerra está lejos y las noches son deliciosamente largas.
Leer el sexo. Azotar la pasión con sutilezas que inciten la carne intelectualmente. Hay un deseo refinado que se vuelve brutalmente placentero cuando interviene la literatura. Las mujeres aman estos libritos —piensa Loygorri—. Adoran todas esas frases susurradas al oído. Reaccionan como leonas en celo cuando se les brinda la ocasión de paladear el sexo escrito; palabras malsonantes que se vuelven caricias. La carne en las mentes excepcionales se agota, por eso exige el cambio. Pero cuando el azar procura el encuentro entre dos cuerpos hermosos dueños de dos mentes complejas, la oscuridad de esa carne alimentada de inteligente erotismo puede ser abrumadoramente placentera. Un lugar al que querer volver. Casi un milagro.
José Loygorri creía conocer aquel lugar, aunque no lograba establecer qué sexo (masculino o femenino) le había llegado a proporcionar mayor placer. Sin duda la belleza era lo que tensaba su carne, la hermosura como coartada de lo perverso se había convertido en su principal acicate para dibujar. Por eso aceptaba estos trabajos. Ilustrar novela pasional no era una necesidad económica; constituía estrictamente un placer intelectual.
Los felices años veinte daban para mucho y Loygorry había sabido entenderlo muy bien:
“Ilustré con bello desenfado desenfrenado muchas novelas picarescas, aquel tiempo que dirigía la imprenta católica “Voluntad”, de la cual salían los volúmenes más solemnes…”
Nacido en el seno de una adinerada familia vallisoletana de ascendencia vasca, José Loygorri lo tuvo casi todo: dinero, talento, fama, sexo, poder, olvido. Con esos seis ingredientes los guionistas de HBO ya tendrían suficiente para hacer una historia increíble sobre este personaje; una especie de Mad Men español, pero como tantos otros en nuestro país, su figura hoy está casi olvidada.
La juventud de Loygorri se desenvuelve en unos años de euforia y convulsión política; un más que adecuado caldo de cultivo donde proliferaban los semanarios galantes y las novelitas licenciosas que siguieron al revolucionario fenómeno de la postal erótica o «cartomanía», estampas de contenido erótico (a veces secuenciadas) que se distribuían por correo postal, en quioscos o mediante la venta ambulante, cuyas imágenes procedían en su mayor parte del extranjero.
Loygorri entra a formar parte de la nómina española de grandes ilustradores del momento: Penagos, Max Ramos, Varela de Seijas, Bartolozzi… y como ellos, sus refinadas ilustraciones Art Decó se van haciendo imprescindibles en las portadas de las famosas publicaciones de Blanco y Negro y La Esfera. En su aristocrático estudio de Madrid toma contacto también con el mundo de la publicidad, en auge por esos años en los diarios y en todas esas revistas ilustradas. De entonces datan sus anuncios para las conocidas firmas de jabones y perfumería Flores del Campo y Heno de Pravia.
José Francés, prestigioso crítico y secretario entonces de la Academia de Bellas Artes, publica en La Esfera un artículo en el que se hacía una semblanza del joven artista Loygorri, al que se describe como un dandy elegante y con cierto aire lánguido y decadente. Sus palabras son hoy el retrato más preciso de este dibujante, del que apenas nos han llegado imágenes:
“Es un mozo alto, delgado, pálido, con las negras pupilas escondidas y fulgurantes entre el oscuro livor de las ojeras. Aún resalta más la palidez del rostro por el pelo negro y brillante. Tiene unas pulidas y cuidadas manos de dedos largos, puntiagudos. Todo en él da la sensación de un descendiente de razas depuradas. Es un representante de sutiles y elegantes decadencias de otro tiempo. Hijo de su siglo y hermano de su arte, tan refinado, tan impregnado de cerebral sensualismo, José Loygorri añora otros siglos… Siente la nostalgia de joyeles, y encajes y terciopelos a los que han sustituido los “jaquetes” y los relojes de pulsera… Y sin embargo, no todo es decadencia y languidez en este mozo que las gentiles damitas cercan sonrientes y parlanchinas, cuando él enseña sus acuarelas de mujeres artificiales”.
Pese a todo, una de las facetas más interesantes y atractivas de este dandy del dibujo será la amplia dedicación a la ilustración de esas novelitas de género verde con maravillosos, humorísticos, picantes textos firmados por autores tan conocidos como Ramón Gómez de la Serna, Enrique Gómez Carrillo, Enrique Jardiel Poncela, Emilio Carrère, Alberto Insúa o Carmen de Burgos Colombine.
No es de extrañar tanta letra cultivada, pues estas publicaciones eran de una extraordinaria popularidad y pujanza en la España de los años veinte. Todos los grandes pasaban por ellas; por diversión pero también por dinero, aunque con todo su vivísimo talento y casi siempre bajo pseudónimo, incluido el propio Loygorri, que solía firmar con un previsible “Eros”.
Hoy en día es una lástima no contar en España con un archivo análogo al Enfer de la Biblioteca Nacional de París o al Private Case del Museo Británico de Londres que rescate, conserve y ponga en valor estas obras. Tal vez volver a ellas, a su lectura chispeante, tórrida y snob aliñándolas con caricias propias o ajenas nos devolverían a un lugar mucho más interesante del deseo del hombre y la mujer y su manera compleja de entregarse al erotismo oscuro y la carne; ese lugar que hemos ido perdiendo a base de sexo irreal, guionizado y editado, servido en fríos portátiles a golpe de password.
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