La historia de la literatura está llena de comportamientos extraños: Scott Fitzgerald entraba a los casinos a cuatro patas, Virginia Woolf no soportaba leer sus propios textos, Juan Ramón Jiménez no recogió el premio Nobel porque Suecia estaba lejos… En este libro —en muchos momentos descacharrante— se recogen estas y otras rarezas.
En este making of Alberto Zurrón relata el origen de Sexo, libros y extravagancias (La Esfera de Los Libros).
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Todo empezó con una revolución que acabó en evolución, aunque por lo general el binomio suele ser al revés. La revolución fue mi ensayo anterior, Historia insólita de la música clásica, con la que me adentré en el marasmo biográfico de los músicos clásicos, pero los pentagramas se me quedaron cortos y evolucioné a un proyecto mucho más antiguo y, por tanto, mejor sedimentado, como fue la extrapolación a los más grandes escritores de las claves y pautas seguidas con los compositores, de manera que aquí está el resultado, un compendio de situaciones vitales que cuando no caen en la anécdota caen en la tribulación, y cuando no caen en ninguna de ellas caen de pie en nuestra capacidad de asombro. Casi doscientas lecturas biográficas y en torno a las dos mil notas manuscritas avalan el resultado de Sexo, libros y extravagancias: Historia salvaje de los grandes escritores.
Esta obra es un nudo gordiano de sentimientos que ni la espada de Alejandro sería capaz de doblegar. Sentí pena por Faulkner cuando supe por Capote que una jovencita le había dado calabazas y aquellas frutas cucurbitáceas le habían sumido en la mayor tortura. Sentí inquina por la madre de Capote cuando supe que, de niño, lo había metido en un coche con la disculpa de un viaje de placer cuando en realidad lo llevaba a ver a un psicólogo para curarle de su recalcitrante homosexualidad. Sentí rabia al descubrir las torturas psicológicas del conde Tolstoi hacia su esposa, Sonia, por no haber amamantado personalmente a sus once hijos. Sentí tristeza al saber que Virginia y su esposo Leonard Woolf tenían conectada al tubo de escape de su coche una manguera para matarse a golpe de monóxido de carbono el día que los nazis ganaran la guerra. Sentí regocijo cuando supe por la mujer de Oscar Wilde que éste se pasaba algunos días jugando al golf dos o tres horas seguidas en lugar de escribir o de atender a sus dos hijos. Sentí admiración hacia Chateaubriand cuando le vi entrar de joven en Inglaterra lamiendo las cortezas de los árboles para no morirse de hambre y volver a hacerlo unos años después, pero ya como par de Francia, ministro de Asuntos Exteriores y hombre fuerte del rey Luis XVIII. Sentí compasión por Orwell cuando supe que en los últimos años de vida, y enfermo incurable, tan solo aspiraba a buscar una esposa con la que perpetuar una complicidad que solo había logrado con la literatura, una esposa que encontró por fin y que se rio de él hasta el último de sus días. Y así un sentimiento tras otro, un descubrimiento tras otro, a la cola de Hiram Bingham y Howard Carter con su Machu Picchu y sus tumbas faraónicas, haciendo una divisoria de lágrimas para canalizar una parte hacia la historia de los sufrimientos y otra hacia la corte de los milagros empeñada en matarme de risa.
En fin, que la evolución de la que hablaba al principio me ha hecho virar hacia la obsesión por muchos de esos nombres, hasta el punto de no querer limitarme a leerles, sino a tocarlos y respirarlos en un trampantojo de los sentidos que no es falso del todo, y eso es lo que me ha llevado a coleccionar sus cartas originales autógrafas, de manera que ya puedo tocar lo que tocaron los Dumas, George Sand, Lamartine, Chateaubriand, Mann, Herman Hesse, Henry James, Mario Puzo, Longfellow y muchos más, todos ellos nombrados ahora mis cowboys de medianoche. Es lo menos que puedo hacer por todo lo que me han hecho reventar de risa, arrugarme de emoción y crecer hacia dentro en mi capacidad de asombro, porque no ha habido biografía que no me haya enriquecido y no ha habido escritor ni escritora a quien no haya querido llevarme a la cama para meterlo en mi cupo de oraciones y, con la almohada bajo las rodillas y un libro entre las manos, allí donde debía haber un crucifijo, decirles a todos y cada uno de ellos: «Bendito seas».
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Autor: Alberto Zurrón. Título: Sexo, libros y extravagancias: Historia salvaje de los grandes escritores. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todos tus libros.
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