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Si mi biblioteca ardiera (II)

Nadine Gordimer, Premio Nobel de literatura en 1991. Foto: Daniel Mordzinski

«… Y sobre la playa de mi cuerpo el hombre nacido de mar se ha tendido.
Que refresque su rostro en la fuente misma bajo las arenas…».
S.-J.P.

He vuelto a invitar a escritores para saber qué libros salvarían de un incendio, siguiendo la línea expuesta el jueves, 1 de abril, aunque esta vez, la historia que voy a contar es algo diferente.

Se trata de Marie-René-Alexis Saint-Leger Leger (1887), conocido con el sobrenombre de Saint-John Perse. Su vida y su literatura estarán marcadas por el mar, ya que nace en Saint-Leger-Les-Feuilles, un islote de menos de tres hectáreas cerca de Pointe-á-Pitre, en Guadalupe, colonia francesa situada en el Caribe.

Saint-John Perse fue un hombre cultísimo. No tengo ninguna referencia sobre si también fue un insoportable pedante, ya que motivos no le faltaron: lo mismo podía hablar de Derecho Romano que de finanzas, y aunque los libros fueron una gran fuente de sabiduría, lo que verdaderamente le marcó fueron los viajes y una curiosidad inagotable.

Tuvo una interesante vida de diplomático. Su último destino fue el París de los años 40, de donde tuvo que salir por la ocupación nazi, para ir a Estados Unidos como asesor de la Biblioteca del Congreso. Es autor, entre otros, de estos libros de poemas que tituló con una sola palabra: Elogios (1911), Anábasis (1924), Exilio (1942), Lluvias (1943), Nieves (1944), Vientos (1946), Amargos (1957), Crónica (1960), Pájaros (1963)…

Saint-John Perse vivió una amarga historia con los libros, que le marcaría. Cuando tenía doce años se trasladó con su familia desde Guadalupe a Francia, y durante la operación de carga y descarga, en el puerto de Pointe-á-Pitre, las nueve cajas que contenían la biblioteca familiar cayeron al agua y se hundieron. La compañía de seguros pudo rescatarlas y, aunque las cajas eran de zinc, cuando llegaron a su destino en Francia, descubrieron al abrirlas que todo formaba una pasta maloliente que tuvieron que tirar. Lo único que se salvó fue la primera página de Las flores del mal, de Baudelaire, (estamos en el año de su centenario). Perse recibe el Premio Nobel de Literatura en 1960 y muere en su casa de campo francesa en 1975.

He vuelto a invitar a escritores para que nos digan los dos o tres libros que salvarían de un incendio. Pero el hundimiento en el mar de una biblioteca tiene también connotaciones dramáticas, y por eso lo he querido contar hoy, porque cuando leía a Perse, en los tiempos en que también leía con fruición a sus contemporáneos Gide, Valéry, Larbaud… la historia del hundimiento me causó una gran impresión y nunca la olvidé. Salvemos los libros de un incendio, sí, pero salvémoslos, sobre todo, de la barbarie y la ignorancia

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Lorenzo Silva: Salvando (de la biblioteca)

Antes que ningún otro, rescataría el modestísimo y fatigado Quijote de la editorial Sopena en el que accedí con doce años, por prescripción de mi profesor, a las aventuras del hidalgo. Tengo una docena más, cualquiera de ellos más aparente, pero en este el texto tiene para mí el sabor de la originalidad y están mis notas de la adolescencia. Que releo y, en general, sigo compartiendo.

En segundo lugar, si se me permite una concesión al lujo, mi edición de La Pléiade, en cuatro tomos, de À la recherche du temps perdu. Proust anota dimensiones de la vida y la experiencia que no había anotado nadie, y releerlo en el idioma original y en esos tomitos de papel biblia provoca una irresistible voluptuosidad.

Y por decidir sin torturarme mucho, el tercero sería mi edición de las novelas completas de Raymond Chandler de The Library Of America. Porque está The Long Goodbye, y porque sin ese libro buena parte de los míos no existirían.

Marcel Proust

¿Se puede añadir una coda coyuntural? La Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla, a cargo de Manuel Danvila, en seis tomos. Me costó una pasta, pero la vale. Lo que escribe Danvila es interesante, aunque no siempre lo comparto, pero lo que no tiene precio es poder leer las cartas de los personajes de aquella epopeya: Padilla, los demás comuneros, el cardenal Adriano, el almirante don Fadrique. Qué gente. No he podido resistirme a hacer un libro sobre ellos.

(Lorenzo Silva acaba de publicar El nombre de los nuestros; edición revisada con el apéndice del autor, «Un siglo después: Post scriptum a la edición de 2021». Editorial Destino)

Berna González Harbour

La voz a ti debida, de Pedro Salinas. Ese libro, que conservo subrayado y manoseado desde mi adolescencia, fue un poemario iniciático que sabía hablarme de sentimientos a los que yo no había puesto nombre, de aspiraciones que me parecían sueños, de esfuerzos humanos que creía imposibles o solo oníricos. El poder de la poesía para abrir la mente y estirar su capacidad de llegar a lugares más lejanos es subyugante. Por cierto, ya que es un libro pequeño, intentaría colar en su interior el último de Fernando Beltrán, La curación del mundo. Si me pillara el «guarda» de ese incendio le diría que si hay peligro de muerte, también lo debe haber de sobrevivir.

Pedro Salinas

En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. El guarda del incendio aquí se empezaría a mosquear, pues intentaría colar los siete volúmenes de esta narración cadente, explosiva y única que me enseñó otra forma de construir literatura. Tanta generosidad no la podemos despreciar.

Y un Quijote, cómo no. Si no queda más lectura, no hace falta nada más. En ella están todas las lecturas posibles.

(El último libro publicado por Berna González Harbour es El sueño de la razón. Editorial Destino)

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Salvaría el volumen I de las Obras Completas de Jorge Luis Borges, publicado por Emecé. Tendría que sacrificar sus ensayos, sus prólogos, poemas y cuentos tardíos, recogidos en los otros tres tomos, y también sus magníficas obras en colaboración, donde se encuentra, entre otros, El libro de los seres imaginarios; dejaría también consumirse en las llamas los volúmenes de entrevistas —casi todas ediciones firmadas—, las conversaciones con Bioy, los estudios detallados de su propia biblioteca personal, publicados por la Biblioteca Nacional en Buenos Aires; pero de esta forma, al menos, me aseguraría de librar del fuego dos títulos fundamentales: Ficciones y El Aleph, donde se condensa la esencia de toda su cuentística.

Borges y Bioy

Los relatos de Borges están tan comprimidos que cada uno de ellos puede dar lugar a días y días de placer y divagación lectora. Es más, en caso de necesitar de ideas para escribir, estoy convencido de que de cada cuento borgesiano es posible extraer varias novedosas novelas.

Para aliviar su rigidez, salvaría también del incendio los cuentos de Kafka —otro ejemplo de sueño dirigido que contiene gran parte de la literatura aún por escribir— y —solo por puro goce— las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

(El último libro publicado por Juan Jacinto Muñoz Rengel es Una historia de la mentira. Alianza editorial).

Guillermo Roz

Obras completas de Jorge Luis Borges. Cada día escribe mejor. Nunca nadie llegó a acercarse tanto a la perfección literaria. Cada libro supone una puerta que deriva en todas las puertas. Leerlo supone entregarse al infinito, atroz y unánime. Insuperable.

La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El espejo más cruel y más tierno del ser animal que somos, reflejado con la dulce sabiduría de una fábula. Extranjería, adicción, engaños y verdades, y un almita en pena y sin papeles, amagando con que va a pagarle una deuda a una virgencita en París. Un canto al hombre y al destino.

Joseph Roth

(El último libro de Guillermo Roz es El indio cíclope. en colaboración con Óscar Grillo. Editorial La Huerta Grande).

Inma Chacón

El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Es uno de los libros que más me ha gustado leer en mi vida. No sé si será el mejor, pero sí uno de los que más he disfrutado leyendo, por su estilo, por su estructura, por su lenguaje y por la historia que narra, un amor incondicional y eterno, que triunfa sobre el tiempo y sobre cualquier piedra que se interponga en el camino a la felicidad.

La voz dormida, de Dulce Chacón. Por una razón sentimental, desde luego, porque lo escribió mi hermana gemela y no podré olvidar el sufrimiento que le causó. Pero también porque me parece un libro fundamental para entender la represión que sufrieron las mujeres republicanas en la postguerra, y no solo las mujeres, cualquiera que se atrevía a levantar la voz en contra de la dictadura que se impuso tras la guerra.

Recorte de la portada de La voz dormida

Madame Bovary, de Flaubert. Un referente en la forma de narrar, de meterse en el alma de los personajes, de desnudarlos y de hacer que evolucionen. Desde el punto de vista literario, para mí, una de las grandes obras maestras de la literatura universal.

La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. Otro ejemplo de obra maestra, con respecto a la estructura, el lenguaje y la forma de narrar, cambiando de punto de vista, de tiempo verbal y de sujeto sin que el lector se dé cuenta de la transición. Un auténtico encaje de bolillos que se lee como si fuese la narración más sencilla del mundo.

(Inma Chacón es la autora de Tierra sin hombres. Editorial Planeta).

Fernando Beltrán

Como en mi vida ya ocurrieron al menos un par de incendios de esos que te marcan a fuego, me limitaré al relato concreto de los hechos:

Cuando el incendio fue físico, digamos pánico, con las llamas llevándome por delante, mi instinto de salvación me hizo correr hacia la balda de poesía y apretar muy fuerte las Elegías de Duino, de las que no me apartaría ya un solo segundo hasta sentirme a salvo; hasta pensar también que a mis heridas quizás las salvó la medicina, pero acabó curándolas del todo la lectura y misterio de estas diez elegías de Rilke, el poeta que descubrió que la belleza es ese nivel de lo terrible que todavía podemos soportar.

Cuando el incendio fue pasional, digamos vértigo, con el exagerado rescoldo del daño arrojándome aún al abismo, me abalancé hacia la balda de mis autores beats favoritos —Ginsberg, Snyder, Corso…— y entre tantos libros escogí Los vagabundos del Dharma, la novela de Kerouac, edición bolsillo, que llevo siempre conmigo allá donde vaya cuando las cosas se ponen mal y encuentro arrestos aún para mirar de nuevo hacia delante inyectándome renovadas ganas de vivir, amar, danzar, celebrar la lluvia que apaga sin dramatismo los incendios más crueles, seguir en pie, y sobre todo tropezar de nuevo.

5 poemas de Allen Ginsberg

Allen Ginsberg

Porque también sé por propia experiencia que cuando sus incendios empiezan a estar sofocados, el poeta corre una vez más hacia su biblioteca, abriéndose paso entre el humo, para leer con urgencia a Onetti, García Márquez, Nadine Gordimer, Lobo Antunes o cualquier otro fósforo de esos que le animen a avivar de nuevo las llamas del oficio: Y a escribir de nuevo. No hay salvación.

(El último libro publicado por el poeta Fernando Beltrán es La curación del mundo. Hiperión).

Yolanda Guerrero: Si mi biblioteca ardiera esta noche… y si de libros como objetos valiosos se tratase…

Salvaría La hija del mar, la primera novela de Rosalía de Castro, un ejemplar de ediciones Akal de 2019, y lo haría para pagar una deuda: otra edición de la que no recuerdo editorial ni apenas portada, con la que siendo casi una niña me enamoré de la que hoy es una de mis autoras favoritas, se me deshizo entre las manos cuando intenté, sin éxito, salvarla tras la inundación de un trastero. Así que sí, sin dudar, la libraría del incendio. Se lo debo a Rosalía: le debo un rescate.

Rosalía de Castro

Salvaría Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en una de sus ediciones más modestas: la de la colección de literatura universal de Orbis de 1982. Joven y hambrienta de lecturas, me hice uno a uno con sus 102 tomos para reunir a precio asequible la sabiduría escrita del mundo. La inauguré con Gabo. Adoro las otras ediciones de la novela que compré o me regalaron más tarde. Pero salvaría aquella porque fue la primera que me llevó a Macondo. El corazón tiene memoria. Y manda que las primeras veces sean rescatadas de todos los incendios.

Y salvaría siempre, pero siempre siempre, El Quijote. Lo necesito para vivir leyendo. Tuve una versión infantil y me dije que algún día lo leería en la original. Cuando me obligaron a hacerlo en el instituto, me dije que algún día lo leería por placer. Cuando lo leí por placer, supe que ya nunca dejaría de leerlo. En cuantos formatos y ediciones pasen por mis manos. Pero, si tuviera que salvar una, salvaría de nuevo la menos lujosa: la de Cátedra, en dos tomos y tapa blanda y negra, que llevo años subrayando. Rescataría esos dos volúmenes del fuego como si fueran uno solo, porque en ellos está todo lo que un libro puede darme. Y es tanto…

(El último libro publicado por Yolanda Guerrero es Mariela. Ediciones B).

Patricia Esteban Erlés

Si mi biblioteca ardiera correría a salvar los tres libros que aúllen más desesperadamente para recordarme, en tan desdichado trance, todo lo que les debo. Les pediría perdón al resto de volúmenes, claro, a las víctimas inocentes del fuego, pero llevaría conmigo, sin dudarlo, Ada o el ardor, de Nabokov, porque recuerdo que leer esa novela fue como sentir que caía una densa venda de mis ojos, que alguien me desvelaba el misterio y la libertad de contar lo que se quiera, aunque sea una historia de amor imposible, de tintes incestuosos, y como se quiera, usando un lenguaje de forma endiabladamente seductora, haciendo que los sentidos se emborrachen en cada imagen. La joven lectora que se topó con este novelón escribió en la primera página “nunca olvides a Lucette”, y la he obedecido todos estos años. Sigue siendo uno de mis personajes tristes predilectos.

Nabokov

No me olvidaría tampoco de mi obra favorita de Shakespeare, ese cuento trágico que es El rey Lear, con su rey equivocado y sus tres hijas. Esta obra es un menú completo de universales literarios. No falta la locura, la traición, el egoísmo, y, como postre, la conmovedora lealtad de Cordelia, la hija incomprendida del soberano que se creía dios. Por último, qué presión, llevaría conmigo los cuentos completos de Silvina Ocampo, que es, en realidad, la escritora que a mí me hubiera encantado ser. Malvada, sutil, inteligentísima. Dueña de una galería de personajes, de lugares y objetos que aparecen en sus relatos creando un catálogo de historias de interior, que suceden en alcobas señoriales en salones llenos de secretos familiares, de vestidos o prendedores que cobran vida, de animales disecados, de niñas que aprenden a no ser inocentes. Trataré de no pensar en el ruido de las páginas que crepitan en mi biblioteca y me refugiaré en esas historias, en ese mundo otro donde ocurre todo lo que no puede pasar en nuestra realidad.

(Patricia Esteban Erlés es autora de Las madres negras, Galaxia Gutenberg).

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Nota Bene.- Los escritores convocados no saben quiénes son los otros escritores con los que compartirán este espacio, Así, Berna G. Harbour menciona a Beltrán, y este tampoco conoce la decisión de Berna de nombrar su último libro (hasta ahora). El caso de Yolanda Guerrero es anecdótico, porque ella no sabía que mi introducción hablaría de libros perdidos en el mar, y ella cita: «… salvarla tras la inundación de un trastero». En fin, cosas de la literatura.

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