Si no te veo en 25 horas, me muero (Huso editorial), es la primera novela de José Vázquez. Ambientada en la industria del cine, sus páginas la pueblan sueños de artistas atravesados por los intereses personales de políticos, la falsa modestia, la doble moral y la perversión. Estos son solo algunos de los temas que toca esta novela de un autor con amplia experiencia en el mundo cultural. Ha publicado cuentos y colaborado en guiones de cortos, entre ellos Los superhéroes no pagan impuestos.
Zenda publica las primeras páginas.
00:11
Lisa caminaba casi sin energía cuando un hombre la detuvo para preguntarle la dirección de una calle.
—No soy de aquí, lo siento —pronunció ella, despacio, retirándose la bufanda de la boca.
El hombre, que se escondía tras unas gafas oscuras, un gorro de lana, un pañuelo sobre el cuello y un abrigo tan largo que parecía fundirse con el suelo, le preguntó por otro lugar.
Ajustándose las gafas, Lisa acentuó cada sílaba con sonoridad y sosiego para repetirle que era extranjera.
Él se tocó la frente con unos llamativos guantes de varios colores y le pidió un cigarrillo, lo que tensó el entrecejo de Lisa, haciéndola dudar de su excelente dominio de un idioma que no era el suyo.
—No fumo.
—Ah, vale. ¿Y un chicle? —insistió él arrastrando las palabras de una manera exagerada, con un acento extraño.
Ella articuló un molesto «no» tan rápido como sus pasos. Avanzó varios metros y miró con disimulo hacia atrás para asegurarse de que no la seguía. Recuperó su ritmo, también el cardiaco, al comprobar que la distancia entre ellos crecía y, según se alejaba, vio brillar una estrella de metal en la parte posterior del gorro del hombre. «Menudo friki», pensó para justificar su repentino temor. La ciudad era muy segura, incluso de noche, pero el número de personas sin hogar había aumentado de manera considerable desde su última visita. Como consecuencia, sus miedos se disparaban y entendió, vislumbrando el vaho que salía entre sus labios, que sus prejuicios también.
Era tarde y estaba agotada. La jornada había sido dura: demasiadas preguntas en una lengua extranjera. «Quedan veinticinco horas», pensó, intentando encontrar un consuelo. Y tenía razón, porque ese era el tiempo que faltaba para que concluyese el evento que le había tocado cubrir: la gala de los Premios Bom. La industria cinematográfica de ese país no generaba grandes ingresos, pero sus películas se convertían en obras de culto.
A pesar del cansancio y del frío, Lisa estaba contenta con aquella oportunidad. El cine era una de sus pasiones y vivía esa experiencia como un premio. Hacía mucho tiempo que no se sentía reconocida —gajes del oficio—, en concreto desde su época de becaria, cuando la pequeña cadena de televisión para la que trabajaba le había regalado un viaje como reconocimiento a su esfuerzo. El recuerdo le provocó una sonrisa, aunque la curva de sus labios se derritió al doblar una esquina. Y no fue por la temperatura ambiental. Un hombre corriendo la arrolló a su paso con una fuerza bestial. Con tanta fuerza, que los pies de Lisa quedaron girando en el aire como si hubiesen sido impulsados por un resorte. Por un segundo, experimentó cierta sensación de ingravidez y su cuerpo flotó como si todos esos kilos de más que deseaba eliminar hubiesen desaparecido por arte de magia. Un contundente golpe en el trasero fue el encargado de hacerla aterrizar en su dolorosa aunque innegable realidad, robándole las pocas ilusiones que le quedaban.
El hombre que la golpeó también resbaló por la acera y estuvo al borde de la caída. Sus pies se deslizaron en zigzag sobre los azulejos de hielo, como si ejecutase un número de patinaje. La maniobra se saldó sin heridas, solo con la pérdida de una gorra que dejó al descubierto unos alborotados rizos.
El choque fue tan rápido que cuando el hombre recuperó la verticalidad Lisa ya se ponía en pie ayudada por una mano. Él acudió junto a ella y la sujetó del otro brazo.
—Perdona, no te he visto.
Aceptó la ayuda y se incorporó.
—No pasa nada —minimizó, utilizando la mano libre para sacudir la suciedad de su pantalón, la otra seguía unida a la de él.
Al retirarla, sus ojos apreciaron la cara del hombre y le sobrevino una mueca de asombro—. ¡Eres Daniel…!
—Lo siento, voy con prisa —cortó él, mientras se agachaba con la única intención de recuperar su gorra y alejarse rápidamente.
Ella no se movió; se quedó allí, en mitad de la acera, paralizada por la emoción. Era Daniel Cabrera, el famoso cantante al que había intentado entrevistar en más de una ocasión; también en aquel viaje, siempre sin premio. Esa palabra, no obstante, acompañaba al artista. Después de ser descubierto en el concurso de talentos Operación Éxito, logró posicionarse en los primeros lugares de los rankings más importantes del mundo. Lo más significativo fue que el joven revelación no duró solo un disco: después de sus primeros hits hubo otras composiciones que conquistaron a millones de personas… Y Lisa, claro, era una de ellas.
El encuentro despertó en la periodista unos intensos anhelos de conseguir una cita con él. Tenía argumentos profesionales: Daniel estaba nominado a la mejor canción original de una de las películas finalistas y eso lo transformaba automáticamente en el protagonista de una de las actuaciones estelares de la gala. Le pesaban más motivos, los personales: Lisa era una fan declarada, sobre todo a nivel íntimo. Ni ella misma entendía por qué, no era su estilo de música ni su tipo de hombre, pero… Quizá la sensibilidad de sus melodías, la belleza de sus letras… Tal vez se sentía atraída por ese carácter tan peculiar, atractivo y espontáneo, que se fusionaba casi de manera perfecta con esa melena rizada, sexi, alborotada. No sabía el porqué y tampoco quería saberlo, pero ese hombre era el protagonista de sus fantasías más recurrentes.
Lo observó irse sin pestañear, como si el frío que tanto aborrecía la hubiese congelado. Ya en su hotel, se reprochó su pasividad mientras paseaba por su caliente cuarto con pasos analíticos. Cuando se tumbó en la cama, optó por una conclusión conciliadora: en los breves segundos que duró el contacto visual, supo que aquel no era momento para proponerle una cita periodística.
No se equivocaba. Él ya había concedido cinco entrevistas en doce horas y su último deseo era responder a más preguntas. Por una vez, prefería ser él quien interrogase.
Daniel llegó a su habitación con la cabeza a punto de estallarle con miles de dudas sobre cómo obtener las respuestas que ansiaba. Paseó nervioso por la estancia durante once minutos en los que recorrió casi un kilómetro guiado por una angustia nunca experimentada. Luego se sentó en la cama y pasó un cuarto de hora con los ojos anclados en la pantalla de su móvil, hipnotizado por una gran ansiedad. Rompió a llorar para detener el agobio que lo afligía. Se tumbó en la cama y estuvo veintitrés minutos dando rienda suelta a lágrimas, mocos y saliva.
La reserva de fluidos se agotó y sus inspiraciones se calmaron poco a poco. Cierta tranquilidad asomó y se lo llevó en un ligero sueño. Fue breve y enseguida se agitó. Se levantó y fue al baño. Abrió un cajón del mueble del lavabo y accedió al bote de somníferos. Se observó durante un largo rato en el espejo y se deshizo de la gorra liberando sus populares rizos. Sumergido en su propia visión, recordó la última conversación telefónica, cada sonido, cada palabra, cada frase. Regresó al dormitorio, buscó con un rápido vistazo y encontró lo que necesitaba. Había un florero con rosas blancas en una mesita. «Qué oportuno», balbuceó. Tomó una y recuperó su teléfono. Activó la cámara, enfocó su imagen en un espejo y apretó el botón.
Minutos después, en la cama, sin soltar el móvil, colgó la foto en una red social. Abrió el bote de somníferos y lo vació sobre el edredón. Sus dedos sobrevolaron los comprimidos rojos, el mismo color que imaginaba presionando su pecho hasta casi la asfixia. Las huellas digitales del artista acariciaron aquella materia prima tan poderosa y deseada. Índice y pulgar se aliaron para capturar una pastilla con ternura, rindiéndose a la sensualidad de la mezcla y a la erótica de su dureza. La depositó entre sus labios con temor, como si el comprimido pudiese saltar con vida propia. Un poco de agua penetró en su boca y arrastró el fármaco, con una caricia placentera que despertó el goce de lo prohibido. Con el pulgar derecho tecleó un comentario para la imagen. Con el índice izquierdo recorrió de nuevo las pastillas extendidas sobre la cama y el contacto le produjo una excitación que trasladó la tensión del pecho hacia la entrepierna. La siguiente acción fue doble: tragó más somníferos mientras presionaba el botón de publicar.
Fue así como en el perfil de Daniel Cabrera apareció una imagen del cantante en un espejo. Su expresión era seria, con rizos locos y ojos enrojecidos. En una mano, el móvil, y en la otra, una rosa blanca. Junto a la foto, un texto: «Si no te veo en 25 horas, me muero»
—————————————
Autor: José Vázquez. Título: Si no te veo en 25 horas, me muero. Editorial: Huso. Venta: Todostuslibros y Amazon
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: