Contra los toros
Todos los argumentos que se esgrimen a favor del toreo servirían para justificar los autos de fe, las quemas de brujas o las decapitaciones en plazas públicas: en todos los casos se trataba de acontecimientos con gran tradición que concitaban una considerable cantidad de público y, en consecuencia, incrementaban las ganancias de los negocios que se abrían por los alrededores. Inspiraron, además, una buena cantidad de obras de arte y no pocos textos literarios, e incluso llegaron a adquirir un rango idiosincrático en tanto que se erigieron en emblema de las tierras donde se incurría en tales prácticas. Nada de eso impidió que dejaran de llevarse a cabo, supongo que porque en algún momento alguien reparó en que la tradición no es más que algo que perdura en el tiempo y las cosas pueden concluir del mismo modo que empezaron. Alcanzo a entender que en el Medievo a la gente le entretuviera ver cómo se torturaba y se daba muerte a un animal indefenso, del mismo modo que entiendo el temor de los navegantes a inmiscuirse mar adentro en una época en que el terraplanismo no era una mera excentricidad, sino un dogma de fe amparado por las instituciones a las que se encomendaba la impartición de doctrina. Me cuesta más comprender cómo en pleno siglo XXI haya quien siga encontrando placentera la imagen de un toro ensangrentado y exhausto, con sus facultades convenientemente mermadas para evitar que oponga más resistencia que la justa, al que marean y humillan a la espera de que un individuo disfrazado de sota de espadas le aseste la puñalada definitiva. Se supone que como sociedad hemos avanzado lo bastante como para asumir que no hay nada de virtuoso en infligir sufrimiento a quien ni puede defenderse ni entiende las razones por las que se le atacan, y que también hemos hecho suficiente acopio de neuronas como para colegir que los animales sienten y padecen, y que elevar su sacrificio estéril a la categoría de espectáculo público —y hasta de arte, como lo definen sus testosterónicos entusiastas— dice pocas cosas buenas de quienes defienden tal atrocidad y aun la impulsan en detrimento de otras expresiones a las que los adjetivos «cultural» y «tradicional» les van mucho mejor, en tanto que asientan sus fundamentos en la convivencia y la celebración y el respeto, y no en el regodeo bochornoso ante la muerte ajena. Quienes llaman prejuicio a este descreimiento respecto a la tauromaquia acostumbran a tirar de argumentarios ridículos para echar la culpa a Disney y a su personificación de los animales, olvidando que a éstos ya los hizo hablar Esopo para consolidar una tradición que se extendería hasta alcanzar uno de sus cúlmenes en los fabulistas ilustrados. Jovellanos, que vivió y pensó en el siglo de las luces, dejó escrito que presentar la tauromaquia ante Europa como un argumento de valor y bizarría española era un completo absurdo. Como hombre cabal, sabía que acuchillar, escarnecer y mutilar a un animal por gusto no es más que una barbaridad, y que no merece sobrevivir ninguna tradición que se asiente en la barbarie.
Gótico de frontera
De Miguel Cane llevaba años sin saber nada, pero recordaba bien, entre otras cosas, a su perrita Audrey y su pasión por Daphne du Maurier en general y por Rebeca en particular. Me lo vuelvo a tropezar a orillas del Cantábrico, ahora que casi se cumple una década desde su regreso a México, y el reencuentro se prolonga en su ausencia durante el tiempo que empleo en leer su novela Corazón caníbal, que acaba de publicar en Alrevés y ambienta su trama en ese territorio fronterizo donde las brumas del sueño americano —o debería decir, más bien, estadounidense— se entrecruzan con las tinieblas de la frontera mexicana. Fiel a sus devociones íntimas, Cane ha pergeñado una de esas tramas góticas que a él tanto le gustan y ha tenido el talento necesario para acoplar los viejos estándares a la contemporaneidad más estricta, partiendo de un caso real para construir un hábil mapa de caminos que convergen y se separan al albur de secretos confesados entre líneas, incursiones de lo extraño en lo real —si es que ambas cosas no son lo mismo— y personajes de una gran tragedia colectiva en la que cada uno se erige en protagonista de su propia peripecia, arriesgándose a que cualquier noche le dé por soñar que vuelve a Briar Rose.
La muerte en Cabot Cove
Tenía un recuerdo vago de Se ha escrito un crimen, la serie protagonizada por Angela Lansbury que entretuvo alguna que otra tarde de mi niñez, y me he puesto a revisitarla en ratos muertos ahora que está disponible en la aplicación de Televisión Española. Puedo regresar así a Cabot Cove, ese pueblo ficticio que mira hacia el Atlántico y cuyas coordenadas se encontrarían en las proximidades de Maine, donde la sagaz Jessica Fletcher reside e investiga de vez en cuando los misterios que vienen a caer en sus manos. Con la perspectiva que da el tiempo, la serie resulta encantadora por su ingenuidad. Puede que por esa razón alguien escribiera en Facebook que albergaba el sueño recurrente de instalarse allí. Es cierto que no vive mucha gente en Cabot Cove y que todos los que allí residen parecen conocerse desde siempre —el médico, el sheriff, el alcalde—, lo cual en principio ofrece buenas razones para la tranquilidad y la confianza. Lo curioso es que ello no impide que con una periodicidad inquietante —al parecer, existía un contrato con la productora en el que se estipulaba que al menos cinco episodios de cada temporada debían transcurrir en la localidad— tengan lugar en ella asesinatos truculentos cuyos motivos son unas veces coyunturales y otras el fruto de una vesania soterrada que se ha ido transmitiendo de generación en generación. Leo que una vez The New York Times elaboró una estadística según la cual el dos por ciento de la población de Cabot Cove habría sido asesinado en el transcurso de la serie, lo cual supone una tasa de criminalidad infinitamente mayor que la que acostumbran a registrar otras ciudades de su tamaño o que incluso duplican o triplican su número de vecinos. No, por muy idílico que a primera vista resulte el lugar, por muy tranquilizador que sea contar con una habitante tan ilustre como la escritora Fletcher o por mucho que su mera mención resucite nuestras añoranzas infantiles, mejor no barajar la opción de avecindarse en Cabot Cove, dada la alta probabilidad que existe de que a uno lo disparen o lo apuñalen o lo golpeen en la cabeza con un objeto contundente, sólo por cometer la osadía temeraria de inscribirse en su censo.
El Minotauro. El Mediterráneo. Creta. Ariadna y su hilo, Ariadna y su gran amor. Teseo, el héroe. Teseo, símbolo de todos los héroes, símbolo de la traición, símbolo de todos los oportunistas y manipuladores. Alguien debe ser sacrificado: el toro, el monstruo es la víctima propiciatoria. Todo el Mediterráneo es un gran toro, está en la genética, está no solo en las tradiciones, concepto sin ese matiz peyorativo del sr. Barrero, sino en nuestro inconsciente colectivo que nos persigue desde las culturas mesopotámicas. Arquetipos junguianos pero reales que anidan en nuestros abismos más profundos. Porque si somos algo, somos el Mediterráneo, independientemente de Serrat y su independentismo y de su oportunismo juglariano.
No me gusta la Fiesta, no soy de toreos ni de corridas (por favor, no me malinterpreten eróticamente). No me atrae su estética, ni estoy de acuerdo. Que quede claro.
Pero no somos diferentes de lo que éramos hace diez mil años, a pesar del barniz civilizatorio y posmoderno. Debajo de su capa sigue anidando el cazador que fuimos y el que somos. Y debemos aceptarnos como somos, con nuestras grandes incongruencias, con nuestros símbolos, con nuestros ritos y con nuestras tradiciones.
Y las críticas siempre recaen sobre los mismos, sobre los pobres españoles. Porque sigue sigue existiendo la cruel caza del zorro en Inglaterra, la matanza de búfalos en Nepal, etc. Y está el rito de la caza en todo el mundo: ballenas, alces, ciervos, toros, pinguinos… sin contar los que se sacrifican para que comamos.
Solo los buenistas posmodernos escriben artículos de este tipo, artículos de inculpación gratuita a toda una población, para hacernos sentir inferiores, culpables y minusvalorados ante los que lo critican o lo han hecho desaparecer de su ámbito de influencia.
Despertemos y revelemosnos contra la inculpación, estemos o no de acuerdo con la Fiesta. Por que el objetivo no es el apiadarse de los pobres animales sino el de la inculpación, base idiosíncrásica de la izquierda patria.
El Minotauro, Ariadna. La poesìa. El mito. Siempre el sacrificio es en honor de una bella mujer. No hemos cambiado. Admitámoslo. Y estaremos en paz con nosotros mismos.
La vida y la muerte, el valor, la tradición, la poesía, el mito, la belleza, la sangre, la arena… Me parece muy bien, pero todo eso choca con el hecho de torturar un animal. Y estoy de acuerdo con que los animales no tienen derechos porque no tienen deberes, que un animal no es un ser humano, que el personal está muy pasado de vueltas con el tema del animalismo, etc., pero nada justifica que se los maltrate, ni a un perro ni a un toro en una plaza o en las fiestas de la Vera (que viene a ser lo mismo): todo lo demás es buscar excusas para justificar lo injustificable. He leído toda clase de opiniones a favor y en contra de los toros (desde las más o menos inteligentes de un Fernando Savater hasta las estupideces de un Rubén Amón), y la única que me parece sensata es la de Joaquín Sabina cuando decía en una entrevista que si discute con un antitaurino no tiene más remedio que darle la razón, pero que a él los toros le gustan. Todo lo demás son malabarismos dialécticos más o menos hábiles (Savater) o simplemente impresentables (Amón).
Si no conceptualizamos, si no buscamos el origen de las cosas, si no perseguimos los porqués, todavía estaríamos en las cavernas. Todo el progreso humano se ha hecho a base de malabarismos, dialécticos o no. Algunos aciertan y otros no, pero se avanza. Y los avances en la comprensión del ser humano, de conocernos a nosotros mismos, también son avances. Si nos contentáramos con las simplezas de los sabinas, aunque suenen muy bien al oído, seguiríamos usando hachas de piedra.
A mi, en concreto, aunque no me gusta la Fiesta, como ya he dicho, antropológicamente me fascinan sus orígenes, sus raíces y sus significados ocultos o no. Indagar en nuestro inconsciente colectivo es intentar conocernos.