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Si se detiene el mundo

Si se detiene el mundo

Cuando se muere un Papa

Quiere la casualidad que finalice la lectura de El manuscrito de sangre ―la última novela de Luis García Jambrina, una más de la serie en la que Fernando de Rojas, el ya de por sí misterioso autor de La Celestina, ejerce de pesquisidor― al mismo tiempo que se anuncia el ingreso hospitalario del Papa a causa de una infección respiratoria que tiene mal pronóstico. Digo que es casualidad porque el libro habla justamente del fallecimiento de un Sumo Pontífice, Alejandro VI, y de las intrigas que su desaparición desencadenó en el seno de un Vaticano que vivía el despertar del Renacimiento. Recuerdo la agonía y la muerte de Juan Pablo II por dos motivos: hasta entonces era el único Papa que yo había conocido ―se entiende que no en persona― y, como ejercía por aquellos años el periodismo a pie de calle y es sabido que los periódicos precisan rellenar papel a toda costa, me vi embarcado en algún que otro reportaje pintoresco propiciado por aquel triste acontecimiento. Me fascinaron entonces determinados hitos del ritual mortuorio que sigue al último suspiro de quien pasa por ser la encarnación de Dios en la tierra, en especial la figura de ese sacerdote al que denominan camarlengo ―siempre me ha parecido una palabra hermosa― y que tiene entre sus funciones la de pegar tres martillazos en la cabeza del cadáver para asegurarse de que el buen pastor ha muerto realmente y no se encuentra tan sólo inmerso en un sueño profundo o un desmayo pasajero. Estaban luego el secretismo pretendido del cónclave ―tampoco es tanto cuando todo el mundo sabe de antemano quiénes son los favoritos―, la voluntad de hacer creer que es el Espíritu Santo quien realmente elige al sucesor ―cuestión enternecedora, porque es cosa conocida que desde siempre han sido las bajas pasiones las que más han impulsado las maniobras intestinas de la curia― y el espectáculo intermitente de las fumatas anunciando o postergando la buena nueva ante la multitud expectante que se aglomera en la Piazza San Pietro, un ovillo pantagruélico de cuerpos encajonados entre las columnatas de Bernini. Debe de ser cosa digna de recuerdo lo de estar en Roma cuando se muere un Papa y la ciudad, ya bastante desquiciada de por sí, ve cómo se aceleran sus biorritmos al son de los rosarios y los credos, y qué afortunados se deben de sentir los cardenales que gozan de horas enteras para admirar, entre deliberación y votación, los frescos de Miguel Ángel en la bóveda de la Sixtina. No le deseo ningún mal a Francisco y me alegraré sinceramente si logra salir de ésta, pero por otro lado ―y es una contradicción difícil de explicar― ando a la espera de que llegue ese momento en que las pantallas comiencen a emitir imágenes de la Ciudad Eterna, y nos informen desde sus recovecos los corresponsales de la cadena, y se vuelvan a mover los engranajes de ese gran espectáculo del que se sirve la cristiandad de cuando en cuando para refrescar la fe de sus acólitos y recordarles que aún gozan de suficiente fuerza como para conseguir que cuando se muere un Papa se detenga un poco el mundo.

Lo mejor es callar

"Ocurre con cierta frecuencia que en los anaqueles de las librerías de viejo aparecen ejemplares dedicados por sus autores a un tercero, lo cual despierta siempre dudas"

Ocurre con cierta frecuencia que en los anaqueles de las librerías de viejo aparecen ejemplares dedicados por sus autores a un tercero, lo cual despierta siempre dudas: ¿se habrá deshecho de él la misma persona por la que tanta gratitud muestra el firmante de la obra o son quienes se han hecho cargo de sus libros ―quizá su propietario falleció, o tuvo un accidente que le transformó la vida de manera drástica, o se vio forzado a emprender una mudanza apresurada sin llevarse apenas bártulos― los responsables de que éstos se dejen ver por ahí a precio de saldo? Mi padre suele pasar los domingos por el mercado de Mieres y me envía fotos de los volúmenes que siempre ponen allí a la venta unos feriantes especialistas en la compra de bibliotecas desechadas, y hay un puñado de establecimientos famosos porque en ellos es fácil dar con novelas o poemarios dedicados a críticos que gozaron en su día de cierta reputación y relativa fama y que depositan allí los títulos que no han captado su interés, por ver si caen en manos de lectores más benévolos. Yo mismo hice un par de años atrás un expurgo de mi propia biblioteca y las prisas y el tedio me llevaron a deshacerme indiscriminadamente de cientos de volúmenes, sin detenerme a mirar cuáles llevaban rúbrica de sus autores y cuáles no. Lo mejor en estos casos, como en casi todos, es no tomarse el asunto en serio. Hace bastante tiempo ―puede que hayan pasado ya dos décadas, o que estén a punto de cumplirse― encontré en la sección de segunda mano de la librería Paradiso, en Gijón, un libro que había publicado no mucho antes un poeta que era por entonces un buen amigo mío y en cuyas páginas iniciales figuraba una dedicatoria manuscrita a alguien cuyo nombre no recuerdo, pero al que, a tenor de lo allí escrito, había unido una amistad inquebrantable, a prueba de malentendidos y de contratiempos. Este amigo mío había tenido un pasado complicado que incluía varias adicciones y algún que otro desencuentro con la justicia, y pensé que quizá aquel camarada que le había inspirado esas líneas tan sinceras y tan sentidas podía haber sufrido un mal final: tal vez había fallecido a causa de alguna enfermedad contraída por culpa de sus excesos y sus familiares estaban deshaciéndose de las pertenencias que había podido acaparar en vida para no tener que pasar el duelo entre los restos del naufragio. Compré aquel libro y esa misma noche envié un correo electrónico a su autor: le di cuenta de mi hallazgo, le indiqué el nombre de la persona a la que estaba dedicada y le explicaba que lo había adquirido solamente para regalárselo si es que podía tener para él un valor especial, si la recuperación de aquellas páginas destinadas al amigo ausente podían reparar u ofrecer algo de consuelo por su pérdida. La respuesta me llegó unos minutos después y no fue la que esperaba: «Gracias, tío, por desenmascarar a un hipócrita al que ya sé que no tengo que dirigir la palabra nunca más», me dijo, si no en esos términos, en unos muy similares. Y así aprendí que en determinados casos lo mejor que uno puede hacer es callarse.

Ponga usted las fotos

"La historia nos enseñó hace tiempo que ni la utopía más justificada está libre de convertirse en pesadilla"

En la facultad de Periodismo acostumbraban a ejemplificar el poder de los medios de comunicación con aquella famosa anécdota que en su día protagonizara Randolph Hearst, el magnate de la prensa en el que se inspiró Orson Welles para componer su Ciudadano Kane. «Ponga usted las fotos, que yo pondré la guerra», dijo a uno de sus fotógrafos para iniciar una maniobra que terminó desencadenando el inicio de las hostilidades entre los Estados Unidos y España a propósito de Cuba. Pienso a menudo que Hearst, que ya tuvo a un fiel discípulo en el infausto Goebbels, se habría relamido de gozo si le hubiera dado tiempo a conocer las redes sociales y su magnífica capacidad para abonar los campos de la manipulación. La historia nos enseñó hace tiempo que ni la utopía más justificada está libre de convertirse en pesadilla, y en estos años volvemos a constatar esa evidencia: las plataformas que en sus principios se ufanaban de constituir los foros de debate que precisaban las líquidas sociedades digitales se han ido convirtiendo en un terreno minado en el que cualquier falacia goza de credibilidad por el mero hecho de presentarse por escrito y en el que los argumentos o las consignas no se juzgan en virtud de su pertinencia o su razonabilidad, sino a partir de su adscripción al bando que más próximo sienta el receptor. Es quien más alza la voz el que se lleva el aplauso, no quien habla con más ecuanimidad o mejor conocimiento de la causa, y al cabo cualquier apelación a la sensatez termina engullida bajo toneladas de bilis que conforman un lodazal allí donde un día no tan lejano se soñó con instalar un ágora. Las fotos se van poniendo, una sobre otra, a la espera de que alguien cometa la locura de iniciar la guerra. No sé si no habrá empezado ya ésta, no en su forma tradicional sino en otra más ininteligible; quién sabe si también mucho más dañina.

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