En esta década, el arte ha consagrado a Augusto Ferrer-Dalmau como el gran pintor español de Historia de todos los tiempos. Ha legado a la posteridad iconografías grandiosas de distintos siglos y contiendas. Sin embargo, faltaba en su «ejército» el mítico castellano Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, un personaje «que ni pintado” para ser retratado por nuestro pintor de batallas. El castellano fue una figura de un inmenso atractivo, con luces y sombras, un gran jinete y, sobre todo, un extraordinario guerrero que en los tiempos convulsos de nuestro far west, del Medievo, arrebató territorios al islam para el cristianismo —y estuvo también al servicio del contrario—. Una temática espectacular para que el artista lo inmortalizara con sus huestes embistiendo contra el caudillo bereber de turno, exhibiendo su propio cadáver sobre el caballo ahuyentando a moros despavoridos, o cabalgando solo hacia el destierro recortando su silueta en uno de sus deslumbrantes cuadros crepusculares. Dios, qué buen vasallo si tuviera un buen señor. Un lienzo que sin duda se elevaría al Olimpo pictórico como los de Rocroi, Empel o Gálvez en el Missisippi. Sin embargo, cuando a Ferrer-Dalmau se le requería al respecto solía argumentar que ya existía abundante iconografía sobre él y que le esperaban en la recámara muchos héroes olvidados que pintar.
Poco después, y en el más absoluto secreto, comenzaba su representación del Cid. Fue una petición personal de Arturo Pérez-Reverte, su amigo, colaborador y consejero en tantas de sus obras (sobre todo en los cuadros de mar) a la que no pudo —ni quiso— negarse. El pintor de batallas quería estar presente en la novela Sidi, el gran relato del escritor sobre el héroe castellano, y qué mejor que dotarle de una fisonomía propia. Lo curioso es que eligiera para ello una escena diametralmente opuesta a las que nos habríamos imaginado.
Aun consciente de que El Cid era uno de los personajes identitarios de la historia de España, revestido de leyendas, y protagonista del cantar de gesta más importante del Medievo, prescindió de su imagen de campeador victorioso. En ese tándem épico-lírico genial de su pintura prevaleció el más lírico y quiso ofrecer una mirada más cercana y ahondar en su faceta humana.
Tres son las improntas literarias
El tener como destino ser la imagen de una gran novela, quizás por primera vez, hizo que la obra se impregnase de sentimientos teñidos de guiños literarios.
Y es que tres son las improntas que el lector percibe que subyacen en la representación: el primigenio Cantar del Mio Cid, el Cid legendario y épico del soneto de Manuel Machado y el «Sidi» de Arturo Pérez-Reverte cuyo retrato le espera en las páginas del ejemplar que tiene en las manos: “Tan sólo un hombre con su espada y su caballo, un desterrado que, acompañado por un puñado de mercenarios leales, pelea en territorio enemigo por su vida buscando, al otro lado de la frontera, el horizonte y el mar«.
Del Cantar a Manuel Machado y Pérez-Reverte
El artista enmarca la escena en el primero de los cantares del Cantar de Mio Cid, cantar de gesta que parece imponer el tempo de la narración. Comienza con el destierro del Cid con sus hombres y la proclama en todos los contornos de que no se le dé cobijo. Burgos, su ciudad, aparece cerrada a cal y canto con sus habitantes atemorizados ante las amenazas del rey de darles muerte si osan hospedarlos.
El Cantar narra, en su marcha hacia el destierro, un breve encuentro con una niña que, reconociendo al Cid como «hombre de honor», le pide que no se pare allí, por las represalias que puede sufrir su familia. Este encuentro daría origen a uno de los poemas más inolvidables de la Historia de la Literatura española del siglo XX. El poema definió tanto la personalidad e identidad del Campeador que acabó fundiéndose en la memoria con el propio cantar medieval. Unos impactantes versos que no han perdido un ápice de fuerza y cuya lectura sigue conmoviendo… Su autor, Manuel Machado.
Castilla, de Manuel Machado
El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde… Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde… Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos. lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!
Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: ¡En marcha!
El ciego sol, la sed y la fatiga…
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.
Y es que el férreo recuerdo de este poema, casi omnipresente las clases de Literatura de aquellos españoles que superamos el medio siglo, hace “reinterpretar” esta imagen de Ferrer-Dalmau y reconocerla como la escena de la niña del encuentro. Ni la envergadura ni la fisonomía de la mujer del lienzo así lo hacen suponer, pero lo atribuyen a una licencia del artista. Por otro lado, el guiño literario a Manuel Machado estaría muy en consonancia con uno de los rasgos inherentes al estilo de Ferrer-Dalmau: la recuperación de personajes injustamente olvidados. En este caso, la brillantez de un escritor sepultada por el aura literario-política de su hermano Antonio.
Excelencia técnica en la sobriedad
El artista, en su portada para Sidi, vuelve a demostrar su excelencia técnica, que si deslumbra al espectador en sus cuadros de masas, sobrecoge y emociona cuando aborda composiciones, como ésta, de extrema sobriedad. El Cid aparece, como casi no podía ser de otra manera, a caballo. Sidi Qambitur: el señor que campea, que cabalga, le llamaron los mahometanos. Se muestra sereno, incluso con signos de agotamiento, montado en un Babieca también fatigado, como se destila en la espuma blanca que brilla en su lomo. Ferrer-Dalmau ha obviado el marco paisajístico, el acompañamiento y las ricas subescenas habituales, por dos razones. La primera, representar la soledad del destierro con un fondo neutro, con la indefinición de esos colores ocres que tanto le identifican; y el segundo, sumergir al espectador en la narración, algo que logra con una composición casi circular sin líneas de fuga y que se cierra en sí misma prescindiendo de las patas del caballo, que se diluyen en escenario, en mágica nebulosa, casi por arte de birlibirloque.
Mágica conexión y el alma de Sidi
La clave de la escena no es la extraordinaria figura del Cid, ni la hermosa muchacha, sino la conexión entre ellos y sobre todo, el intercambio de miradas que se percibe con nitidez, casi una «carambola técnica», porque la cara femenina no se muestra y la del Campeador apenas se atisba entre el casco y la barba.
Cobra especial relevancia las manos de ambos. La de ella, sobre el caballo destrero (que eran los que llevaban los caballeros) y las del Cid, de fuertes nudillos, sujetando las riendas mientras oye su mensaje. Consigue, como suele ser habitual en el estilo del artista, que el espectador viva el relato “desde dentro”, situándolo en el mismo plano que los protagonistas.
Los sentimientos vienen reforzados por la gran delicadeza formal a la hora de abordar la escena, desde la manera de asir las riendas, el nudo final de la cincha del pecho, la mirada fijada en la joven… Pero es más: hasta la bajada de cabeza y los ojos del caballo son impresionantemente humanos.
Los sentimientos afloran tanto que queda relegado a un segundo plano el virtuosismo formal de las distintas texturas de los elementos: desde el soberbio ejemplar equino con un prodigio de matices en los marrones de su pelaje al cuero de la montura o los metales engarzados de la cota de malla.
Pérez-Reverte le pidió a Ferrer-Dalmau que le pintase “una guerrera”. La niña del Cantar y del soneto no lo era, pero curiosamente el espectador la reconoce como tal. Esta joven es aguerrida, porta una lanza con gallardete —que tal vez ha recogido de la comitiva— y se la devuelve al Cid. Para el paño de su vestido reserva, con el gallardete, los únicos toques cálidos de color. No vemos su rostro, pero sí su cabello, una trenza gruesa con el pelo brillante, recién lavado, que difiere de la trémula niña de Machado, pero que forma un tándem perfecto con el caballero.
Rodrigo Díaz de Vivar luce una espléndida cota de malla con almofar, yelmo con nasal, escudo y la espada Colada ¿o la Tizona? Va vestido con un sayo gambesón y calzas forradas. El sudadero es púrpura, color que sería muy difícil que portara, ya que era propio de reyes, por su coste prohibitivo, pero que en este caso alude a la filiación castellana del personaje.
El relato de Sidi de Pérez-Reverte habla de frontera, polvo, fatiga y sangre, donde enemigos de hoy pueden ser amigos mañana y viceversa
Decenas de imágenes del Cid caen en fantasías anacrónicas. Y aunque la gran aportación del pintor a las iconografías clásicas suela ser su rigor, producto de una intensa labor de investigación, que convierte sus obras en documentos históricos, en este lienzo se relaja. No tiene esa responsabilidad porque no está representando a un personaje histórico, sino literario y legendario.
El relato de Sidi de Pérez Reverte habla «de frontera, polvo, fatiga y sangre, donde enemigos de hoy pueden ser amigos mañana y viceversa». Plantea qué mecanismos humanos pudieron convertir a un infanzón castellano de tantos en Sidi Qambitur, un personaje histórico que oscureció a todos los héroes de su tiempo. Un relato del mítico Cid donde funde de un modo fascinante la aventura, la historia y la leyenda. “Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío”.
Pérez-Reverte suele afirmar que los historiadores cuentan el hecho, pero es el novelista el que llega al alma. No hay más que verlo. Su aspecto, carácter y espíritu están ahí, en la novela y en el retrato que Ferrer-Dalmau ha legado para la Historia.
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