Los fantasmas del Gijón
Siempre que entro al Café Gijón, me detengo a leer la placa que recuerda a Alfonso, el cenicero y anarquista que vio pasar la vida desde este rincón del Paseo de Recoletos y de quien yo tuve la primera noticia en la adolescencia —cuando Madrid apenas era una quimera y el Gijón una mera referencia de soslayo en un verso de Sabina—, a través de un artículo en el que Arturo Pérez-Reverte glosaba su figura. No es el suyo el único fantasma que habita entre las paredes del establecimiento centenario donde instaló su trastienda la vida literaria del siglo pasado. Algunos, los más evidentes —Francisco Umbral, Fernando Fernán Gómez, Camilo José Cela—, perseveran en su magisterio desde los lienzos que inmortalizan sus efigies en las paredes. A otros se los ha tragado el tiempo y sólo emergen en las páginas amarillentas de las hemerotecas cada vez que alguien tiene la curiosidad de escudriñar la historia del que fuera uno de los mentideros más conspicuos de la vieja villa y corte. Es el caso de Eusebio García Luengo, del que dicen algunas malas lenguas que fue el responsable indirecto de que naciera el premio de novela que aún hoy se concede a la sombra del Café. Gozaba este hombre de una excelente reputación como escritor, entre otras cosas porque apenas escribía y, cuando lo hacía, la pereza o la inseguridad provocaban que nunca terminara de dar por buenos los textos que tenía entre manos. Sus amigos o contertulios, prestos a echarle una mano, se sacaron de la manga la convocatoria de la primera edición del Café Gijón de novela corta para forzarlo a que pusiese el punto final a lo que andaba pergeñando por entonces. Aquella convocatoria inaugural se falló en abril de 1950 y recayó, justamente, en la narración breve que a García Luengo se le había resistido hasta ese momento y que se acabaría publicando a instancias de Fernando Fernán Gómez, quien también costeó de su bolsillo el montante económico correspondiente al galardón. En la solapa de la obra, que llevó por título La primera actriz, se explicaba que Luengo era un «autor exigente e independiente» que había tenido hasta aquella fecha «más estimación que popularidad». Debería haber constituido el premio un punto de inflexión, pero, lejos de ser así, la publicación de la novela marcó el frenazo a una carrera literaria que sólo reavivaría muy de tarde en tarde y que terminó difuminando su nombre en las nieblas del olvido. Quizá fueron los laureles otorgados por el jurado del Gijón —que aquel año estuvo conformado por Melchor Fernández Almagro, Mercedes Fórmica Corsi, José Suárez Carreño, Fernando Fernán Gómez y José García Nieto— los responsables del silencio posterior, bien por el peso de la reputación adquirida sin pretenderlo demasiado o bien porque la salida a la luz de su novela hizo que disminuyera un tanto el afecto que se le dispensaba en los veladores de la cafetería. Es ésta una opinión sin fundamento si hacemos caso a lo que una vez reconoció Eduardo Haro Tecglen y que podría extenderse a los cenáculos de cualquier disciplina artística, en todo tiempo y lugar: «La admiración dentro del Café era sólo para los que no estrenaban ni publicaban nada.»
Una tarde en Alcalá
No parece que el conductor que me trae hasta Alcalá de Henares sepa mucho más que yo, que nunca antes había estado en la ciudad, y en vez de dejarme delante del edificio histórico de la Universidad me deposita en un callejón sin salida bajo la promesa de que mi destino se encuentra a la vuelta de una esquina que no existe. La aplicación del móvil no termina de responder, como suele ocurrir en estos casos, y no tengo otro remedio que fiar mi rumbo a la intuición y a las indicaciones de unas señales turísticas que no acaban de aclararme del todo por dónde debo orientar mis pasos. Termino dando con una gran plaza presidida por un quiosco de música y, tras cruzarla, desemboco en una calle estrecha y flanqueada por soportales atestada de transeúntes y turistas. Me dejo engullir por el torrente humano, y por unos instantes me olvido del compromiso que me ha traído hasta aquí y me entrego a un paseo demorado por el corazón de esta ciudad que quiso competir en erudiciones con la mismísima Salamanca y vio cómo desfilaban por sus aulas personalidades como Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo, Gaspar Melchor de Jovellanos o Tirso de Molina. Por aquí anduvo también el Mateo Alemán que quiso prolongar en su Guzmán de Alfarache los bríos picarescos que alumbrara el Lazarillo, sin acercarse ni por asomo ni la gracia ni la clarividencia de las que hizo gala su ilustre predecesor. El libre albedrío de mis pies me deja ante la casa natal de Cervantes, ante la que hacen guardia las efigies broncíneas de don Quijote y Sancho. El conjunto reviste esos aires obsoletos que, de forma irremediable, cobran en nuestra época las esculturas figurativas que en otro tiempo podían llegar a anegar ciudades dirigidas por alcaldes deseosos de convertir las calles sobre las que mandaban en imitaciones lustrosas de los socorridos museos de cera. La disposición de las estatuas, no obstante, confiere a la escena cierta gracia: sentados cada uno a un extremo de un banco rectangular, el hidalgo parece pronunciar uno de sus discursos ante la actitud cansada, y quizá algo descreída, de su fiel escudero, que acaso aguante la monserga con la esperanza de que su paciencia le haga acreedor del gobierno de esa ínsula que le han prometido y que no termina de llegar. Esta vez sí que está a la vuelta de la esquina el edificio que vio nacer a otro alcalaíno ilustre. Ignoraba que Manuel Azaña, que fue un escritor más que estimable y un político con verdadera conciencia de Estado, hubiese venido al mundo en un solar tan próximo a aquél donde abrió por vez primera los ojos la mayor figura de las letras españolas, y me pregunto si esta coincidencia en el origen no sería también un presagio del paralelismo que existió en sus últimos días: si Cervantes exhaló su último suspiro ahogado por la miseria y sometido a la incomprensión flagrante de sus contemporáneos, Azaña murió de mala manera en el exilio, con su reputación destruida por los gerifaltes franquistas y el temor de que la posteridad suplantara sus desvelos por las calumnias con que propios y ajenos ponían en pie el mito de una desidia y una incompetencia que nunca fueron tales. La calle por la que transito termina en una plaza donde campa por sus respetos una iglesia de hechuras catedralicias, y cuando al fin me decido a preguntar por la Universidad constato que mi instinto me ha llevado en una dirección opuesta a la que tenían que tomar mis obligaciones. No cuento nada de esto a Manuel Rico, que me está esperando a las puertas del antiguo Colegio de San Ildefonso cuando al fin lo localizo y llego ante sus puertas sano y salvo, pero sí recuerdo algo después, en el transcurso de la mesa redonda en la que participo y a raíz de una cuestión que plantea Luz Sánchez-Mellado, que fue El Quijote uno de los anclajes que me permitió sobrellevar la crudeza de las primeras semanas del confinamiento, ese periodo odioso en el que apenas podía concentrarme para escribir y a duras penas era capaz de leer. Sucedió cuando abrí al azar mi viejo ejemplar de Austral y di con la carta que Teresa Panza escribe a la duquesa tras saber que al fin habían hecho gobernador a su marido. Acaso el cúmulo de casualidades que se han dado esta tarde en Alcalá ha sido un guiño del destino para que brindara el oportuno agradecimiento a quienes, hace un año y medio, tuvieron a bien emerger de la ficción para resituarme en la realidad.
Siempre los libros
Me acerco a la Travesía del Arenal para visitar la librería que acaba de abrir la escritora Andrea Stefanoni, ahora que desembarca en Madrid tras haber regentado durante años el fastuoso Ateneo Grand Splendid en el epicentro sentimental de Buenos Aires. La Mistral es un espacio coqueto y elegante que apenas llama la atención hasta que uno lo tiene enfrente, y cruzar sus puertas es adentrarse en otro mundo donde anidan la tranquilidad y la sutileza que tanto escasean en el tráfago cotidiano. Si hace una década, en plena resaca de la crisis económica, me parecía una heroicidad lanzarse a abrir librerías, como hicieron no pocos aventureros en unas cuantas ciudades españolas, me lo parece aún más ahora que ni siquiera sabemos si nos estamos recuperando por completo de los estragos pandémicos. Se me acrecienta el optimismo cuando unas horas después paseo por las casetas del Retiro y Alfonso Zuriaga, uno de los responsables de la casi recién nacida editorial Altamarea, me cuenta que están preparando la apertura de una librería en las proximidades de Matadero. Me viene a la cabeza aquello que escribió Irene Vallejo en El infinito en un junco: cada vez que la humanidad se recompone tras una nueva catástrofe, comprueba que ahí siguen los libros, esperándola.
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