Primera razón: por los autores tan maravillosos que estudia
Después de haber publicado Peregrinos del absoluto: La experiencia mística, el escritor y crítico literario Rafael Narbona nos sorprende ahora con El coleccionista de asombros: Literatura y vida, de Sylvia Plath a Jorge Luis Borges (Negra Ediciones, Madrid 2021), donde presenta 27 relatos dedicados a clásicos literarios de ayer (siglo XIX), hoy y mañana. Una selección de poetas como Sylvia Plath, Constantino Cavafis, Alejandra Pizarnik, Bécquer o Pessoa; novelistas como Camus, Galdós, Steinbeck, Chéjov, Virginia Woolf, Carson McCullers, Knut Hamsun, Thomas Bernhard, Vargas Llosa, Delibes, Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte; pasando por escritores como Borges, Carmen Baroja y Nessi o Chaves Nogales, y pensadores como Unamuno o Hannah Arendt, por no hablar de personajes del cómic como Tintín, Corto Maltés, Astérix o el Capitán Trueno. Un maravilloso recorrido por la literatura occidental contemporánea, donde no están todos los que son, pero sí son todos los que están.
Segunda razón: por la clave tan original que los vertebra
Lo que en apariencia puede dar sensación de una amalgama ecléctica de escritores, tomada en parte de su blog Entreclásicos en la revista El Cultural, se convierte en una obra de orfebrería donde se reúnen diferentes autores en torno a la idea de «clásico» que Rafael Narbona establece al inicio del libro: «Los clásicos son puntos de fuga hacia el infinito… hitos de la memoria colectiva que labran poco a poco el retrato de la humanidad… que nos conmueven hasta el extremo de transformar nuestras vidas», pues «ponen el infinito en nuestras manos» (pp. 15-16). Como en un patchwork, cada capítulo complementa y enriquece al otro, actuando como una tesela del mosaico que Rafael Narbona quiere presentar, donde caben desde personajes reconocidos hasta autores que no gozan de tanta fama, pero a los que merece la pena estudiar por su calidad literaria.
Tercera razón: por el manejo tan completo que tiene de la crítica literaria
Rafael Narbona no se dedica, como otros críticos literarios, a un autor, escuela o período concretos, sino que tiene una apertura universal. Parafraseando a Terencio: «Nada literario le es ajeno». En vez de optar por obras de investigación, que conoce, valora y utiliza (un ejemplo lo podemos encontrar en el capítulo dedicado a Bécquer, donde no solo cita a Dámaso Alonso, María Rosa Lida y Carlos Bousoño, sino también a Juan Ramón Jiménez o Jorge Guillén), Rafael Narbona escribe «pequeños» (solo en cuanto a la extensión) ensayos literarios donde, con un lenguaje sencillo, profundo y atractivo a la vez, presenta las notas esenciales de los diferentes escritores a los que estudia, lo que permite ser leído por todos los públicos, en una tarea de mediación impagable.
Y lo hace con dos notas características suyas: el trato amable a los autores y el entusiasmo por los mismos. En cuanto a la primera: no hay ninguna nota de desagrado, juicio sumarísimo o crítica demoledora, sino que intenta descubrir lo mejor que hay en cada uno de ellos, buscando siempre salvar el sujeto, o mejor, el arte que anida en sus obras. Algo en ocasiones muy difícil de cumplir, como en el caso del premio Nobel Knut Hamsun, admirador de Hitler y con comportamientos en muchos casos indeseables, donde escribe: «Es absurdo exigir a un artista ejemplaridad. El mérito de una obra se mide por su excelencia formal, no por su contribución al progreso moral del género humano. Hay muchos clásicos con un contenido moralmente reprobable» (p. 103). Porque la consigna de Rafael Narbona es que la vida de los escritores no explica su literatura, pero su literatura no puede ser entendida sin ella, y que un autor no puede ser juzgado por sus hechos, sino por sus escritos.
El entusiasmo que imprime al hablar de los escritores se nota por la gran capacidad que tiene a la hora de crear una atmósfera y espacio propios para cada autor, la forma tan elegante que tiene de ir entretejiendo las citas de los autores con el texto del ensayo, para así darles voz propia, la conexión que establece entre las diferentes obras de los autores, sobre todo cuando el capítulo está centrado en un escrito concreto, o las comparaciones tan acertadas entre autores, como la que establece entre Cavafis y Kafka, Pérez-Reverte y Dashiell Hammett, Thomas Bernhard y Glenn Gould (capítulo este compuesto como un díptico entre el escritor y el músico), Galdós y Dickens, Javier Marías y Faulkner… y muchas otras esparcidas a lo largo del libro. A veces también viendo los sitios de donde beben o las influencias que generan, como descubrimos en el capítulo titulado «La vida inacabada de Antón Chéjov» o el de Pessoa, haciendo que el libro de Rafael Narbona se convierta en ocasiones en una historia de la literatura, pero en forma de bellas síntesis panorámicas, siguiendo las huellas de Octavio Paz, a quien tanto admira.
Cuarta razón: por los inicios de sus capítulos
Como un faquir, Rafael Narbona nos cautiva desde el comienzo con los títulos que pone a sus capítulos. ¿Quién no leería: «Borges, de la A a la Z», «Astérix, la forja de un rebelde», «¿Quién mató a Virginia Woolf», «Pessoa: la fatalidad de escribir», o «La vida privada de Vargas Llosa», por poner algunos ejemplos?
Si toda obra literaria consta de inicio, nudo y desenlace, Narbona es un maestro en los inicios, donde utiliza espléndidos resúmenes biográficos que nos acercan a la obra del autor. Como muestra un botón: «Constantino Cavafis murió sin haber publicado la mayor parte de su obra. Fumador empedernido, un cáncer en la laringe acabó con su vida en 1933. Pasó sus últimos días en el Hospital Griego de Alejandría, acompañado por una maleta adquirida hacía treinta años para viajar a El Cairo. «Entones tenía salud y era joven», comentó al abandonar su casa para agonizar en el barrio de Massalia, cerca de un hospital y una iglesia. Debajo de su vivienda había un burdel que cada noche se llenaba de música, voces e improperios» (p. 40).
O interrogaciones que nos invitan a la lectura, como si de una novela policíaca se tratara: «¿Sabemos realmente lo que se agitaba en el interior de Sylvia Plath? ¿Neurosis, insatisfacción vital, una profunda melancolía, un agudo sentimiento de frustración? ¿Se puede separar su obra literaria de su dolor psíquico y su trágico final?» (p. 29).
En ocasiones conecta la obra literaria con su propia experiencia personal. Y así escribe: «No puedo imaginar mi niñez y adolescencia sin los álbumes de Tintín, el joven periodista y aventurero creado por Hergé» (p. 75); «siempre me han fascinado las fotografías de Virginia Woolf. En la más famosa aparece de perfil, con el pelo recogido en un moño y un traje blanco de aspecto ligero y levemente fantasioso» (p. 130).
En otras con situaciones contemporáneas, como en «La peste de Camus en los tiempos del coronavirus», «Manuel Chaves Nogales: los desastres de la guerra», con la memoria histórica; «Miguel de Unamuno: contra esto y contra aquello», en relación con la película Mientras dure la guerra de Alejandro Amenábar…
Quinta razón: por los finales
Si los inicios son muy atrayentes, los finales de sus capítulos abren al lector a un horizonte abierto a infinitivas posibilidades. No solo actúan como resumen y conclusión del capítulo, sino que animan a la lectura del autor. Se podría hacer un libro con cada uno de ellos, a cuál mejor. Me ceñiré a alguno, como el dedicado a Borges: «Anarquista existencial, espíritu civilizado que condenó el nacionalismo, el racismo y el caudillismo, un agnóstico escrupuloso, un conversador exquisito y un maestro que no deseaba crear escuela. Vivió y murió en la biblioteca de su padre, felizmente extraviado en el infinito de los libros. Algunos pensamos que sigue allí, agazapado en una fecunda oscuridad, con la flor de Coleridge en la mano, preguntándose si la recogió en un sueño o en un jardín de Buenos Aires» (p. 23). O el final del capítulo sobre Sylvia Plath: «Los poetas nunca deberían suicidarse. Quizá no lo saben, pero su canto interrumpido deja un inconsolable rastro de orfandad» (p. 33).
Por no hablar del que dedica a Arturo Pérez-Reverte: «Creo que es uno de los espíritus más libres de los tiempos que nos ha tocado vivir. Apasionado, vehemente, sí, pero esos rasgos, lejos de ser una deshonra, corren por las venas de un país que siempre se ha caracterizado por un inagotable anhelo de adentrarse en las regiones donde otros retroceden, incapaces de soportar las tempestades de la naturaleza y la historia» (p. 58).
Sexta razón: por la tarea de rescate y reivindicación que lleva a cabo
Como nuevo Capitán Trueno, Rafael Narbona tiene una especial predilección no solo por los personajes secundarios, como los que aparecen en los capítulos dedicados al cómic, sino también por reivindicar y rescatar del olvido o la marginación a escritores de vidas rotas, cuyo destino está marcado por su género, sus orígenes familiares o sus opciones: el suicidio en el caso de Sylvia Plath, Virginia Woolf, Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik (tres mujeres, por cierto); el exilio que vivió Hannah Arendt o el que se autoimpuso Manuel Chaves Nogales, personaje al que no solo admira, sino con el que se identifica claramente Rafael Narbona por su honestidad intelectual, la centralidad de la conciencia y su apuesta por la tercera España; los múltiples «monstruos» a los que tuvo que enfrentarse Carson McCullers; la crueldad con que el tiempo y las modas han tratado a Delibes (la panorámica que hace de su obra es para enmarcar) o a Unamuno, tan olvidado en estos tiempos; el ostracismo al que se la sometido a Carmen Baroja y Nessi… Y así un elenco de escritores a los que saca del infierno de las letras, porque su valía literaria está por encima de modas y costumbres.
Séptima razón: la elegancia del libro
Tanto el propio título del libro, que el autor ha tomado de un poema de Francisco Javier Irazoki, como la portada del mismo, donde aparece una fotografía de Sylvia Plath, las guardas con líneas horizontales, el excelente prólogo del novelista Eugenio Fuentes, el diseño de cada capítulo o el tipo de letra están hechas con mimo y elegancia, e invitan a su lectura.
A ello contribuye también la extensión de los capítulos, con una media de diez páginas, la ausencia de notas, la cuidada colocación de los capítulos dedicados al cómic, marcando una especie de alegre intermedio entre autores complejos, el lenguaje sencillo, pero cargado de contenido, las numerosas frases sentenciosas que aparecen a lo largo de todo el libro y enganchan al lector como un anzuelo. Pongo algunos ejemplos ilustrativos: «Pérez-Reverte es un autor soberano que sabe crear un orbe y administrar sus regiones, logrando el milagro de suspender temporalmente ese otro mundo —nuestro mundo— donde la vida es infinitamente más caótica» (p. 57); la que leemos en referencia a Astérix: «La estirpe de los héroes discretos que no gozan de un gran protagonismo en la historia, pero cuya aportación a la comunidad desborda cualquier medida» (p. 126). O lo que escribe sobre la muerte de Virginia Woolf: «Todos sabemos que la escritora acabó sus días bajo las aguas del río Ouse. ¿A quién no le hubiera gustado sacar las piedras de sus bolsillos, evitando que muriera ahogada?» (p. 130)… Y muchísimas frases más, que hacen de la lectura de esta obra un aprender deleitando.
No se queda tampoco atrás las múltiples referencias a otras artes como el cine (paradigmático en este sentido es el capítulo «John Steinbeck: la balada de Tom Joad», donde se lee Las uvas de la ira desde la película homónima de John Ford), o la música (como vimos en el caso de Thomas Bernhard y Glenn Gould), o la gran cantidad de referencias que Rafael Narbona hace de la literatura universal, lo que convierte este libro no solo en una (pequeña) enciclopedia del saber, sino en una caja de agradables sorpresas, pues muchos de los autores que aquí aparecen no los conocemos, o si los conocemos, no hemos leído las obran que él estudia.
Se podrían dar muchas más razones para la lectura de El coleccionista de asombros, como la mezcla de filosofía y literatura (no en vano Rafael Narbona fue más de veinte años profesor de filosofía), una crítica comprometida, no con siglas o partidos, sino con valores humanistas, la apuesta por los que denomina «clásicos del mañana», como leemos en su espléndido «Corazón tan blanco. Javier Marías y los secretos», los finos análisis que descubre aspectos ocultos para la mayoría de los lectores… Pero el número siete significa para muchas culturas la plenitud, así que con esta última razón acabamos dando voz al propio Rafael Narbona cuando, a raíz de su estudio sobre Camus, escribe: «Los espíritus verdaderamente grandes nos sitúan en el umbral de los interrogantes. No nos dan respuesta. Nos incitan a que —desde nuestra soledad— pensemos y recorramos nuestro propio camino» (p. 28).
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Autor: Rafael Narbona. Título: El coleccionista de asombros. Editorial: Negra ediciones. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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