Foto de portada: Silvia Labayru y su hija Vera en Madrid en 1978. Foto de Dani Yako extradía de su libro ‘Exilio 1976-1983’
La banda sonora de la temible y terrible Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires era el mariachi «Si Adelita se fuera con otro» cantada por Nat King Cole. Se escuchaba una y otra vez por altavoces mientras se martirizaba a los detenidos para tapar los aullidos de dolor. Así lo describe Leila Guerriero en su libro La llamada: “Los militares llevaron a Sandra Lennie, de diecisiete años, a la sala de tortura. Obligaron a sus padres, Berta y Santiago, y a Silvia Labayru, su cuñada (Labayru estaba casada entonces con el montonero Alberto Lennie, hermano de Sandra), a permanecer afuera. Ninguno de los tres podía ver, pero sí escuchar los gritos. Los pobres viejos lloraban, y yo los agarraba de la mano (palabras de Labayru). Qué otra cosa podía hacer. Qué podía hacer”. Más. Santiago y Berta siguieron retenidos en la ESMA. Les dejaron salir por presiones, no así a Sandra. Por dos motivos: como garantía para que sus padres no «hablaran» y con el propósito de que se entregara otra hija, Cristina, en el plazo de un mes. Si no, matarían a Sandra.
¿Un caso más sobre quienes padecieron la dictadura? Sí y no. Silvia Labayru sobrevivió. Pensó que el infierno se había terminado cuando un avión, rumbo a España, despegó del aeropuerto de Ezeiza en aquel verano en el que la Argentina de Mario Kempes, Passarella y Ardiles ganó el Mundial a la de los Países Bajos de Neeskens, Krol y Rep. La acompañó en un coche Alfredo Astiz, también conocido como el Ángel de la Muerte, quien hoy cumple cadena perpetua por delitos de lesa humanidad. Labayru llegó a Madrid el 18 de junio de 1978. Tenía 21 años y casi toda una vida por delante. Pero el infierno siguió. ¿Cómo? Soportó durante años y años la sospecha, precisamente, de haber sobrevivido. Un difuso “algo habrá hecho”. ¿Por qué, si no, fue una de las escasas doscientas personas que se «salvó» de entre las cinco mil que fueron “secuestradas, torturadas y asesinadas” en la ESMA? La dictadura militar de Videla, Massera y Galtieri se mantuvo en la Argentina de Borges, Cortázar y Manuel Puig entre 1976 y 1983. El número total de desaparecidos durante esos años se estima en 30.000.
Un resumen de los avatares de Silvia Labayru se encuentra en esta frase de Leila Guerriero, si no quiere el lector seguir este texto: “Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”.
Silvia Labayru fue una adolescente hija, nieta y prima de militares. Pija. Guapa y atractiva. Inteligente y consentida. Y caprichosa. Y, a su modo, sionista (“cuando pensaba en la utopía, pensaba en un kibutz”). Compraba discos de los Rolling Stones en Estados Unidos y admiraba a John F. Kennedy. También estudió marxismo y defendió la izquierda armada. Por entonces, “mi madre empezó a competir con mi padre, a ver quién tenía más amantes. Y yo en el medio”, confiesa en el libro.
Todo, o parte, empezó cuando ingresó en el Colegio Nacional Buenos Aires. Público pero muy exigente. En las aulas de este enorme edificio con hechuras de museo estudiaron alumnos que llegaron a diputados, senadores, jueces, dos Premios Nobel y varios presidentes (tres o cuatro, depende de las fuentes) del país. Y Juan Gelman, Mario Bunge, Martín Caparrós o Martín Kohan. En los años 60/70 estaba muy politizado. En aquel ambiente, Silvia Labayru fue reclutada o convencida para que ingresara con los Montoneros, en el apartado o sección de Inteligencia.
Silvia Labayru llevaba una pistola (“pero nadie me enseñó a usarla”) en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso. Tiraba cócteles Molotov con buena puntería; primero lanzaba una pedrada y en ese hueco del cristal, el artefacto a explotar. Antes, y durante cuatro años, estudió marxismo: todos los miércoles de siete de la tarde a once durante cuatro años con un profesor del Partido Socialista. Por esa época los Montoneros atacaron un Regimiento de Infantería del Ejército. Resultado: murieron doce integrantes del Ejército, muchos de ellos soldados que hacían la mili, y nueve miembros del Ejército Montonero. Aquel 5 de octubre de 1975 gobernaba María Estela Martínez de Perón.
“Me lo monté para nunca participar en un atentado. Yo no era ejecutora”, detalla Labayru. Su trabajo consistía en “reunir y organizar la información que recibíamos de los militantes y los milicianos acerca de dónde vivían policías, gente del Ejército, marinos. Tener una base de datos de los represores sobre los cuales se podía hacer acciones militares (…) No me siento ajena ni exculpada de la responsabilidad de que yo pertenecí a una organización que mató a un montón de gente”.
Como se aprecia por el eco de La llamada, por el impacto del libro en España (se editará en Argentina dentro de tres meses), todo lo que ocurrió sigue a flor de piel. ¿Hasta cuándo? La frase es del escritor Martín Kohan: “Algún día nos reiremos de algún chiste sobre la cuenta de luz de la ESMA. Ese día nuestra memoria habrá pasado a otro nivel, a otra frecuencia, a otra etapa de la verdad”. Se refiere el autor de Ciencias morales, claro, a la tortura con la picana eléctrica, ideada, parece ser, por el inspector de policía Polo Lugones, hijo del escritor Leopoldo Lugones.
El libro se lee sin aliento porque no da tregua. El asombro no cesa. El lector va descubriendo, por ejemplo, que Silvia Labayru denunció a varios militares por violación, que cada miércoles (y no otro día) en la ESMA “se seleccionaba a un grupo de personas, se las anestesiaba con pentotal y se las arrojaba al Río de la Plata o al mar desde un avión (el dispositivo se conoce como vuelos de la muerte)”, escribe literalmente Leila Guerriero. ¿Cuál era el criterio? Sylvia Plath escribió en La campana de cristal: “En Caplan gran parte de las mujeres recibía tratamiento de electroshock. Yo podía distinguir cuáles eran porque no recibían sus bandejas del desayuno con el resto de nosotras. Ellas recibían sus electroshocks mientras nosotras desayunábamos en nuestras habitaciones, y luego entraban al salón, quietas y extinguidas, guiadas como niñas por las enfermeras, y tomaban sus desayunos allí. Cada mañana, cuando oía a la enfermera llamar a la puerta con mi bandeja, un inmenso alivio me inundaba interiormente, porque sabía que estaba fuera de peligro por ese día” (según la traducción de Elena Rius, editorial Edhasa).
Guerriero detalla, siempre según los testimonios de Labayru, que los militares seguían otros métodos más expeditivos, como un balazo. “Entonces se realizaba un asadito: se quemaba el cuerpo en el parque que hay detrás”.
Una curiosa vejación: “Nos hacían subir por esa escalera con los grilletes puestos”, relata Labayru durante una visita [la quinta] a la ESMA a Guerriero. “Ibas agarrado del hombro del de adelante, con la capucha puesta, y decían: «Vamos, que se va el trenecito». Pasábamos por el Casino de Oficiales [algunos residían allí, en el mismo edificio], y ellos nos veían pasar mientras comían o tomaban algo. En esta parte había un cartel que decía Avenida de la Felicidad”.
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Hablamos con Silvia Labayru en la Librería Cervantes y Compañía tras la presentación del libro La llamada (Anagrama) a cargo de Juan José Millás y su autora, Leila Guerriero. Tres cuartos de hora antes de la hora fijada, siete de la tarde, ya están ocupadas todas las sillas y decenas de libros esperaban ser comprados. Quince minutos después, ya nadie podía entrar ni salir del local. La puerta estuvo siempre abierta para que los que se quedaron fuera pudieran oír algo, vana ilusión. Entre ellos, Martín Caparrós. Fecha: 26 de enero, viernes.
Silvia Labayru luce una pequeña estrella de David sobre un jersey oscuro. Media melena rubia. Masca chicle. Conserva rasgos de haber sido una mujer atractiva. Está tranquila, como si el acto no fuera con ella. Es amable. Cerca, su hijo y varios amigos argentinos. Entre el barullo de las conversaciones tras la presentación, este breve encuentro.
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—¿Qué le parece Leila Guerriero como periodista?
—Muy seria, muy aguda. Ya la había leído. Era amiga de amigos. Cuando la conocí me lo ratificó. Me pareció una mujer que entraba sin ningún prejuicio. También tiene un lado oscuro en lo que escribe. Mira bien en los lugares donde hay un enigma. Me pareció una periodista muy adecuada.
—¿Cómo recuerda lo que vivió, todo aquello? ¿Con rencor? Parece que luego ha tenido una vida plena.
—Un poquito. También fueron muchos años de psicoanálisis, no te repones de un día para otro. Fui muy ayudada por mis padres económicamente, pude estudiar cinco años la carrera de Psicología en la Complutense sin trabajar y tuve muy buenos amigos, españoles y de la capital de Buenos Aires. No hay milagro. Yo he podido salir adelante, pero nadie sale adelante solo. Nadie. Y yo fui muy ayudada.
—Tuvo una historia de amor, que se cuenta en el libro, con su hoy pareja. Primero fueron novios, luego usted… ¿Fue usted un poco locuela?
—Un poco locuela de jovencita sí que era. Cuando salí de la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada) le escribí diciéndole…. Bueno, su madre rompió las cartas porque yo era una persona «peligrosa»… Hubo muchos malos entendidos y distanciamientos. Yo pensaba que él no quería verme. Cosas de la vida.
—¿Cómo recuerda aquel año y medio en la ESMA? ¿Lo ha digerido, sueña con ello, consiguió superarlo?
—Me gusta más digerido que superado. Han pasado muchos años. La gran ventaja, y esto lo cuento en el libro, es que cuando ocurrió yo tenía 20 años, tenía toda la vida por delante. Y tenía medios económicos. Cuando llegué a España, era el mejor país del mundo en aquellos años, la fiesta de la democracia. ¡Y con 20 años! Fue una cura de salud y una cura mental. Empecé a estudiar la política española, empecé a ir a todos los debates, a ir a todas las conferencias, de Santiago Carrillo, de este, del otro… Descubrí una política que me parecía una política de verdad, todo lo que estaba ocurriendo. Se reunían comunistas con gente del Partido Popular para redactar una Constitución. Me parecía la gloria. Yo disfruté mucho de todos aquellos años, aunque los españoles en aquella época no estaban nada interesados por saber lo que pasaba a los exiliados argentinos.
—Lo ha comentado Millás.
—Es verdad. A mí, en cinco años de carrera, ni un solo compañero me preguntó nunca qué hacía yo aquí. Por qué estaba una chica argentina de 20 años estudiando Psicología en la Complutense. Nadie, en cinco años. Yo alucinaba. Pero fue así. Pero al mismo tiempo pude estudiar, pude tener un entorno social, mi hija fue a un colegio bueno, al Liceo Francés. Pero España fue muy admirable. Y para mí, Madrid es mi casa y lo seguirá siendo siempre, aunque ahora esté viviendo en Argentina.
—Ya.
—Tengo (aquí) mi casa, mi hijo, mi coche, a mis amigos. Y vengo aquí cada tres meses porque me muero por venir.
—Volviendo al libro, ¿le ha satisfecho?
—El libro me ha parecido que ha estado bien, no me arrepiento en absoluto de haberlo hecho, y por lo que se ve a la gente le está interesando mucho. Eso me vale muchísimo. Yo esto no me lo esperaba, me gusta mucho que tenga éxito en España.
—Uno de los momentos más delicados, que más impresionan, son esas acusaciones, veladas o no, sobre su participación, camuflada, en las reuniones de las Madres de Mayo con el entonces teniente Alfredo Astiz.
—¡Pero cómo iba a acompañar yo de voluntad propia!
—Era la acusación de algunos montoneros.
—Yo he hablado en los juicios muy en profundidad sobre ese tema, conté ¡cómo fui obligada, porque fui obligada, evidentemente! Es una locura pensar eso, una locura. Sin embargo, la gente se agarraba a esas versiones sin tener ni idea. Porque no tenían ni idea de nada.
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Una hora antes. Estas son algunas de las frases de Leila Guerriero, a preguntas de Millás, en la librería. El escritor español la presenta como “la mejor cronista en español de nuestra época”.
— “No dudé de la honestidad de Silvia Labayru. Aun si miente, no miente. No hay posibilidad de que mienta porque (aquel episodio) fue límite, extremo”.
— “Nunca me desanimé porque nunca dudé de que era una gran historia”.
— “Alberto Lennie (marido de Labayru) dice que Silvia es manipuladora, pero eso es una opinión”.
— “Mi lema es: Mirar de cerca y contar de lejos”.
— “Hay que ver vivir a una persona. Escuchar una partitura, no leerla”.
— “Silvia leyó el libro ya en edición no venal, pero no antes”.
— “La gente quiere escuchar el relato de una persona quebrada, pero no siempre es así”.
— “Había culpa (en Labayru), no sé si arrepentimiento… Sí”.
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El domingo 18 de febrero publicaremos en Zenda una entrevista con la autora de La llamada, Leila Guerriero.
La canción de Nat King Cole no «se escuchaba una y otra vez», la canción de marras se oía. Aquí el tan añorado como certero Javier Marías explica muy bien la diferencia, por otro lado elemental, entre ambos verbos:
https://www.zendalibros.com/oigan/
(Cuánto se echan de menos intelectuales de esa categoría…)