El entusiasmo vence a la técnica en el duelo Rassendyll-Rupert de Hentzau de las versiones cinematográficas más famosas de El prisionero de Zenda.
El fenomenal duelo entre el británico Rudolf Rassendyll, bienintencionado doble del rey Rudolf V de Ruritania, y el villano de la función, Rupert de Hentzau, traicionero secuaz del aspirante al trono, es la escena cumbre en las dos más famosas versiones cinematográficas de El prisionero de Zenda, la inolvidable novela de Anthony Hope (1894). Se suele valorar como la mejor de las dos la de 1937 con Ronald Colman y Douglas Fairbanks Jr. en los papeles de los combatientes, pero yo tengo un flaco por la otra, la de 1952, en la que los que pelean son Stewart Granger y James Mason (nominalmente, pues en ambas versiones los que se emplean a fondo son los especialistas). Las dos forman parte de la apoteosis del swashbuckling, ese género putativo que tiene como protagonistas a espadachines heroicos y fanfarrones.
Rassendyll y Hentzau cruzan sus aceros en el castillo de Zenda (nombre del pueblo en que se alza la fortaleza, a 50 millas de la capital), donde está prisionero el verdadero rey. Hentzau, el malo, es un hábil espadachín (el mejor de Ruritania, reino del que no se nos dice si tiene representación olímpica), mientras que Rassendyll, el bueno, es un aficionado con maneras (que cuenta con todas nuestras simpatías —y algo más de parte de la princesa Flavia—). El objetivo del duelo en el cine está clarísimo: Rupert de Hentzau quiere matar a Rassendyll, mientras que éste trata, obviamente, de impedírselo, y a la vez de ganar tiempo para que llegue la ayuda (militar por supuesto) que permita liberar al rey. Al mismo tiempo, Rassendyll, nuestro hombre en Zenda, intenta bajar el puente levadizo que franquee el acceso a esa fuerza de socorro en camino.
Hay que señalar que la lucha Rassendyll/Hentzau, tan emblemática, no aparece en todas las películas y en la novela original se reduce a un par de estocadas que le lanza Rassendyll al villano, a la sazón montado a caballo, la última de las cuales le abre una herida en la mejilla antes de que escape al galope para desvanecerse, escribe Hope, “incansable y receloso, elegante, guapo, vil e invicto” (quisiera uno escapar siempre así de los trances de la vida). En el relato, Rassendyll ha sido herido previamente de una estocada en el brazo al enfrentarse a Detchard, otro de los malos, al que liquida.
En la versión fílmica anterior a las dos que comentamos, la de 1922 dirigida por Rex Ingram, Rassendyll (Lewis Stone) con quien lucha es con el medio hermano malvado (y conspirador) del rey, el Gran Duque Michael, Michael el Negro, al que despacha, mientras que la pelea con Rupert de Hentzau (¡Ramon Novarro, nada menos!) se libra en masse, pues se enfrentan al villano no solo Rassendyll sino el coronel Sapt y el capitán Von Tarlenheim (¡David Niven en la versión de 1937!), fieles servidores del rey. Veo ecos de esa lucha en el duelo a tres bandas entre Darth Maul y Obi wan y Qui-Gon en La amenaza fantasma (Star Wars: Episodio 1); ahí queda el comentario. Acorralado, Hentzau prefiere lanzarse a una cascada y morir, lo que evidentemente no es de recibo pues es sabido que la novela El prisionero de Zenda tiene una continuación del propio Hope que se titula precisamente Rupert de Hentzau… No puedo resistirme (morboso que es uno) a recordar aquí que Novarro (gran Ben-Hur, y también Scaramouche), murió al recibir una última estocada propinada por unos desalmados con un consolador de grafito de estilo art decó regalo de su amigo Rodolfo Valentino (se lo metieron por la garganta).
Yendo al grano, el duelo Colman/ Fairbanks jr. dura 3:19 minutos mientras que el de Granger/Manson suma 3:56. Recordemos que el duelo más largo de la historia del cine —si no sumamos todas las escenas de Los duelistas, de Ridley Scott— es el final del Scaramouche de 1952, el clásico, de seis minutos y medio. Los duelos de las dos películas que analizamos se dirimen con una mezcla de técnicas de espada y sable y son, por decirlo suave, exagerados. La espectacularidad predomina en todos los movimientos sobre la verosimilitud y la academia. A Fairbanks Jr. lo ayudó su progenitor, Fairbanks padre (claro), considerado uno de los mejores actores esgrimistas. Él hizo además que su retoño (que aprendió esgrima a los 12 años) aceptara el papel de Hentzau (optaba al de Rassendyll) señalándole con muy buen criterio que era el mejor de la función.
En el duelo de 1937 (“the most thrilling sword fight ever filmed«, anunciaba la publicidad), orquestado por el maestro Ralph Faulkner, de Kansas, gran tirador, que además dobló a los dos rivales), Hentzau viste de negro sedoso y Rassendyll cómodo cuello de cisne de tono claro (la película es en blanco y negro). Una primera consideración: Hentzau habla mucho, lo que no es bueno mientras tiras, hay que guardar las fuerzas. Recuerdo, sin embargo, que mi Hentzau particular, Adrian Matheu, cuando tirábamos a sable solía hablar para molestar: el muy pillo me provocaba a fin de que me precipitara en los ataques, y además era ambidiestro, como Cornel Wilde (Los hijos de los mosqueteros). El diálogo Colman/ Fairbanks Jr. tiene más pedigrí por supuesto. Recordarán aquellas líneas: “maté a un hombre”, “un hombre desarmado, claro”, “¡claro!”. La esgrima en El prisionero de Zenda de 1937 es completamente teatral, mucho ataque a la hoja del contrario (gruesos batimientos) y mucho entrechocar de armas, y poca sustancia. Ni una finta bien realizada, me parece. El director recurre al truco de filmar a un solo combatiente en plano, que se limita a mover el brazo y poner cara de intensidad. ¡Qué fácil es tirar así sin nadie delante! A destacar en cambio el —en lo estético— bonito efecto de sombras en los muros del castillo (aunque también es un recurso para no mostrar a los tiradores). Me parece bueno el juego de piernas. En el minuto dos se produce una frase de armas de cierta enjundia en la que se reconoce un ataque con risposta bastante de escuela. Poco más que reseñar. Rassendyll aguanta los envites, corta la cuerda del puente levadizo, entra la caballería al rescate, Hentzau se sube al alfeízar y tras soltar su gran línea —“esto se está poniendo demasiado caliente para mí”, que convendría más quizá a una escena con Antoinette de Mauban— le lanza el sable arteramente a su contrincante (un feo gesto, Adrian), abre la ventana, se despide con un “au revoir”, y se tira al foso con un salto de gran estilo.
En el duelo de la versión de 1952, en primoroso Technicolor, Stewart Granger va de negro y James Mason luce un uniforme gris de sabor austrohúngaro. Destaquemos al inicio un buen salto de escuela, balestra-fondo, de Granger, que desvirtúa luego la suerte con unos molinetes efectistas. En su buen hacer, aunque sea un movimiento no muy ortodoxo, me arriesgo a anotar el momento en que, desarmado, hace un requiebro y hurta el cuerpo al sable de James Mason. Es cierto que luego se cuelga de una bandera que es algo que el maestro Imre Dobos nunca nos ha dejado hacer en la Escuela Húngara de Esgrima de Barcelona, aunque ya me gustaría. El Hentzau de Mason lanza estocadas sin ton ni son, ataca con una antorcha (lo que le descalificaría en cualquier competición oficial) y en el minuto 2:37 va y me saca una daga. En el 2:41 en una apoteosis de la heterodoxia, Rassendyll/ Granger le muerde la muñeca. Lo que no es óbice para que Hentzau/Mason le hiera canónicamente en el brazo derecho, aunque no logra impedir que también muy canónicamente el bueno corte la cuerda del puente, por el que irrumpe la caballería, etcétera. Entonces, mientras Stewart Granger sostiene su arma con la izquierda (¡como Adrian!), Mason se encarama al alféizar, proclama que regresará para luchar otro día, lanza el sable de punta, y salta por la ventana.
Pese a nuestra querencia por estos dos filmes, no son ninguno de los dos lo mejor del género de espadachines. Granger estuvo mejor en su Scaramouche, donde se implicó con tal intensidad en las escenas de combate que le tuvieron que dar 12 puntos de sutura en una pierna. En su indispensable Blandir la espada (Destino, 2003), Richard Cohen, autoridad en el tema (cinco veces campeón nacional británico, miembro del equipo olímpico y muy buen escritor, además de un tipo estupendo con el que da gusto tanto tirar como beber), anota que la mejor película esgrimísticamente hablando probablemente sea La marca del zorro, con Basil Rathbone y Tyrone Power. Dice también que el espadachín más convincente en pantalla es Errol Flynn, al que sin embargo, lo que hay que ver, no admitieron en el ejército para pelear en la II Guerra Mundial. En fin, El prisionero de Zenda —en sus dos famosas versiones cinematográficas— no será la más alta plasmación del arte de la esgrima, pero ninguna consideración técnica nos va a impedir vibrar una y mil veces con cada estocada y sufrir con el corazón dividido entre Rassendyll y Hentzau. Acabemos sin embargo, volviendo a la ortodoxia, con el consejo del maestro de Scaramouche, Doutreval: “Lucha con la cabeza, olvida el corazón. Hoy llevas un demonio dentro de ti. Sácalo o no vivirás para ver amanecer otro día”. En garde, prêt, allez!
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