En Moscas, dice su autor —Agustín Pery— en este texto escrito para Zenda, “no hay ajuste de cuentas. Solo esa sensación tan repugnante como familiar de que el corrupto lo es por acción o por omisión, y que en ambos casos el efecto dominó de sus actos acaba afectando a todos”.
Igual el paciente editor de Moscas espera ansioso su vuelo. Lo entiendo, pero a mí se me posaron en el teclado con afán terapéutico, nada más. Decides parar, dejar por un tiempo el oficio y aprender a manejarte en tempo lento y acabas acojonado, a la espera de un diagnóstico con tintes necrológicos. Y la puñetera rehabilitación.
Debió de ser la rabia, la congoja y la recién descubierta fragilidad, pero mis llantos los cortó en seco una petición con poso de orden: «Escribe, ahora lo que tienes es tiempo. Escribe». Puro navarrismo doméstico. No hay tiempo para chorradas.
Así nació Moscas. De la rabia y del deseo. Lo primero porque convivir con la corrupción, chapotear en su tremedal, te vuelve un tipo desconfiado, que ve solo el lado oscuro del ser humano.
A golpes, así quise fajarme con Moscas. O me tumbaba la enfermedad o la reventaba yo.
Nada sé si hay de eso en los aleteos de la novela. Mucho, creo, de esa saña, de la metástasis que recorre la sociedad hasta hacer de la corrupción una epidemia que lo corroe todo. Así, no hay bondad en Moscas, apenas aparece tímida y colateral en algunos de los personajes. No quería dar esperanza ni buscar un final reconciliador. Sólo debía teclear compulsivamente el tiempo que entonces creía que me quedaba y el que los temblores, la pérdida de visión y la flojera me dejaran. Ni hubo heroísmo, ni tan siquiera tenacidad. A ratos no pasaba del folio. Quince cigarrillos después, borraba lo escrito. Caótico, como si estuviera en una redacción ahora imaginaria, deambulaba alrededor de la novela esperando a que llegara Teresa. Mi deseo: decirle que lo había logrado, que no me pudo ni el miedo ni la pereza. Que como ella, ahora sí me creía capaz de escribir «algo».
Es verdad que para dar forma a Moscas me apoyé a modo de muleta en dos relatos breves que tenía guardados en el ordenador. Años antes formaron parte del colectivo 12 plumas negras. Ellos los publicaron y yo me arrepentí al momento. Fue precipitado, casi como una obligación contraída con aquellos amigos. Nada de lo que sentirse especialmente orgulloso. Pero al menos esa treintena de folios cuya relectura me martirizó me sirvieron de armazón para lo que hoy es Moscas, un relato duro, sin concesiones, sin héroes pero que no es la obra de un periodista fajado en los casos de corrupción durante siete años sino sobre algo que me preocupa mucho más: el sobrecoste moral y social de la corrupción, su reguero de podredumbre que lo emponzoña todo.
Ese es el rizoma de la novela. NO hay un caso real con el que elucubrar, ni personajes reales a los que señalar. No hay ajuste de cuentas. Solo esa sensación tan repugnante como familiar de que el corrupto lo es por acción o por omisión y que en ambos casos, el efecto dominó de sus actos acaba afectando a todos.
Los personajes son malvados y como las moscas recorren el cuerpo de los hombres para posarse solo en sus llagas. Con esta frase de Jean de la Bruyère intento hilar un retablo bruegheliano que, desde aquí mis disculpas al lector si lo he logrado, debería dejar desfondado a quien lo leyera. Porque de mis años remando en Baleares, levantando tremenda acta de la vileza revestida de cínica normalidad, de la aprehensión que me provocaba, y sigue haciéndolo, esa constante justificación de lo nostro.
La epidemia no ceja y quienes de verdad intentan luchar contra ella acaban contaminados.
No hay esperanza. Vale, es verdad, pero yo tenía que escribir. Formaba parte de mi rehabilitación. Es lo que hay.
Autor: Agustín Pery. Título: Moscas. Editorial: Pepitas de Calabaza. Venta: Amazon y Casa del libro
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