En el contexto actual hay que saludar a Sin malos rollos como una osadía, un atrevimiento, un pescozón a la corrección política. Y tampoco es que lo pretenda, pero lo es simplemente porque, pese a que la película protagonizada y producida por Jennifer Lawrence es, en sí misma, un pedazo de pan, también es cierto que supone un evidente regreso a la comedia desvergonzada que estos tiempos woke, y el Hollywood que antes accedía gustoso a explotar los bajos instintos del público, han venido a desterrar por si acaso suponía alguna ofensa para el lobby de turno o cierto tipo de espectador (del cual, por cierto, la película se burla en la hilarante secuencia de la fiesta universitaria).
En Sin malos rollos, una joven de treinta y pocos con problemas económicos es contratada por un matrimonio rico como una suerte de escort para desvirgar a su hijo, un adolescente tardío más interesado en obras benéficas y videojuegos que en prepararse a sí mismo. No obstante, y como diría alguien, lo que sigue es un sorprendente desarrollo de acontecimientos, y el intercambio entre ambos no será precisamente, o solo, sexual.
Lo que no sorprende en absoluto es la manera en la que Jennifer Lawrence se gana de nuevo el apodo de “J-Law”. La actriz literalmente posee la película e introduce en el cine comercial aguado por Disney el primer desnudo integral no sexual visto en una pantalla desde que John Landis abandonase estos lares. La actriz fetiche de David O. Russell y Los juegos del hambre hace una declaración de principios sacando a la payasa que lleva dentro, esa misma que asomaba en la ceremonia de los Oscars pero no en las películas de estirados como Adam McKay.
El director Gene Stupnitsky, curtido en la versión americana de The Office, se separa de su habitual Lee Eisenberg en su segunda aventura en solitario dirigiendo largometrajes. Y el resultado es bueno, bastante bueno: Sin malos rollos es una pequeña joya sobre la amistad intergeneracional entre la Generación Z y la Millennial que demuestra que la soledad no es solo un asunto cronológico, sino transversal en cuanto a clases sociales, y que el entendimiento es difícil pero no imposible. Hay un instante en este sentido en el que los dos protagonistas se acusan de tener problemas de ricos y problemas de pobres, y en el que sus dos estupendos actores consiguen romper las respectivas carcasas de protección de sus personajes. Si a ello unimos que el filme no deja atrás la vertiente moralizante más clásica, pero que lo hace en momentos tan bonitos como ese traveling hacia Jennifer Lawrence mientras su mentira se desmorona con su amigo al piano, lo que tenemos es simplemente una comedia que equilibra perfectamente el corazón con otras glándulas sexuales.
Burla de los tópicos de la comedia romántica, pero a la vez primera rom-com vista en mucho tiempo por parte de un gran estudio, Sin malos rollos es una comedia presuntamente tonta pero sumamente inteligente que dobla los clichés de género que tantos han intentado subvertir en movimientos mucho más manipuladores. Por eso, y porque sobre todo hace reír, se erige sin duda como uno de los soplos de aire fresco de una cartelera amargada por otros inventos infinitamente más calculadores.
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