Sin memoria no hay Historia, ni para aprender sus lecciones ni para repetir sus errores, escribe Valentí Puig en este opúsculo que Destino acaba de publicar. Pero, ¿es tan honda la crisis de la conciencia occidental?, se pregunta el autor, para continuar: quizás no lo sepamos hasta perfilar este cambio de época que, a la manera de las metástasis, configura nuestro tiempo sin que comprendamos lo que nos pasa. Memoria o caos aboga por la continuidad de la tradición cultural de Occidente y contra la desmemoria de nuestros días. Significativa la frase con la que Puig termina este libro: Sin memoria no hay destino.
El presentismo es la precariedad de vivir en un parpadeo de reloj digital, en un vacuum entre formas ignoradas. Aunque sea de modo infinitesimal, el tuteo indiscriminado, el sincorbatismo y el olvido de las convenciones de la gratitud algo tienen que ver con que la democracia de opinión, la colonización demoscópica y la democracia participativa reemplacen el uso político de la razón por los impulsos emotivos y por la sentimentalidad instantánea. Todos íbamos a salir perdiendo: sería un mal arreglo sustituir lo que clásicamente entendemos como democracia por una soberanía de la efervescencia, negación de la prudencia aristotélica.
El narcisismo del deseo social y la endeblez moral de las élites es el origen de esa inflación legislativa que va a rastras de las encuestas y de manifestaciones callejeras que en parte son de ciudadanos que prefieren ser masa, porque por lo visto no tienen otra cosa que hacer. Es una época que, aunque tan solo fuera por el imperio banal de la corrección política, obliga a una resistencia fundamentada en la recuperación del carácter, el apego a la verdad y la voluntad de transmisión civilizadora frente a la desmemoria. No podemos renunciar al paradigma de la vida adulta como si fuera un virus.
Sin memoria de la fe de nuestros padres, las iglesias han ido quedándose vacías. Existe un relativismo en la hominización de Dios, más allá de la grandeza de la Capilla Sixtina. Es una hominización de prêt à porter que suplanta a Dios por una asequibilidad que le quita su poder trascendente. ¿Es practicable un estoicismo de la fe, como en horas monacales? Ya llegaron las sucesivas olas de poscristiandad, barrieron las cubiertas de la nave y regresaron al mar por los imbornales, sin nadie al timón.
También barrieron el cuño de los grandes liderazgos, el carácter de los líderes de anteayer. El filo de la espada. Después de la derrota de Francia —por la sangría sufrida en la Gran Guerra—, De Gaulle marcha a Londres. Sabe que cuando Hitler vea que no puede apoderarse de Londres, querrá ir a Moscú, y ahí será su perdición. “La única cuestión es situar a Francia en el bando de la victoria”. En la Francia del armisticio firmado por Pétain, casi nadie escuchó la primera alocución radiofónica de De Gaulle desde la BBC de Londres, pero él acabó logrando que, de país invadido y derrotado, pasase a entrar en cabeza de los ejércitos aliados. Eso era la fuerza de voluntad. Cierto que el siglo pasado también fue pródigo en voluntades monstruosas. Hitler y su Wagner. Stalin, impresionado por el Concierto para piano núm. 23 de Mozart, se lo hace grabar de inmediato, según la interpretación de la pianista Mariya Yúdina.
¿Formas, costumbres? Según un tratadista inglés de las buenas formas citado por Jesús Cruz, “la etiqueta es la muralla que la sociedad levanta a su alrededor para protegerse”. Quemados en la hoguera los códigos de etiqueta —ya tan escuchimizados a finales del siglo XX—, una nueva derrota de la memoria abre las puertas a la anomia. Es un exceso la búsque-a iniciática de todo lo que sea fashion. Incluso Iberia eliminó corbatas, como los presentadores de televisión. Hay que pedir el menú fashion, el bronceado fashion, el sadomasoquismo fashion y la política fashion. Habrá un modo fashion de acudir al tanatorio y no llorar por nuestros muertos según la costumbre vulgar. Aparecerán políticos fashion, pero aquí no basta con descorbatarse o convocar a los periodistas en locales con hidromasaje terapéutico: supongamos que la política fashion se basará en la estilística del zapeo, en el lenguaje sincopado del SMS, en combinar los ritmos de la MTV y la excentricidad de trazo japonés del manga. El líder del futuro se llamará Joshua Méndez B. de Mille, habrá sido figura de la Fórmula 1 y tendrá por condimento predilecto la salsa guacamole. ¿Ideología? La de Spiderman, encara-mado en la tribuna de invitados del Congreso de los Diputados para defender al pueblo siempre que no haga falta.
Vemos pasar haciendo footing al hombre minimalista con su reloj para calcular las calorías que gasta subiendo a una colina perdida. Sin identidad, en un mundo que orbita en el desarraigo, nada vincula unas generaciones con otras. La patria es un no lugar, un nicho de la insignificancia, sin orden simbólico alguno. Cada crisis de la autoridad legítima es una crisis de las maneras que unas generaciones transmiten a otras para aplacar la fragmentación inevitable. Esas maneras y costumbres que eran lecciones de autocontrol sin necesidad de coacciones han ido a parar al bingo del bien común.
Cuanta más autonomía individual, más mimetismos. Vivimos en una época nihilista y de dependencias: el triunfo cotidiano no es de las ideas ilustradas ni, por descontado, de las clásicas —más bien en desprestigio—, sino el emocionalismo de la era romántica. En la memoria nada queda de la reconquista española, los turcos a las puertas de Viena, Lepanto, siglos después de la reconversión de la gran basílica de Santa Sofía en mezquita. Sin memoria, como comprobamos en plena crisis de conciencia, Europa también puede acabar siendo un no lugar, ajena a que en las trincheras de la Gran Guerra cayó lo mejor de una generación europea o que con la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética se adueñó de media Europa hasta que cayó el muro de Berlín y comenzó otro siglo, entre los cascotes de las torres de Manhattan. Lo hemos olvidado, no queremos recordarlo: la memoria, por tanto, no existe. Presenciábamos la caducidad intelectual del viejo contrato humanista. Fue algo que se compartía y que, sin caer en el cosmopolitismo low cost, formulaba un método de valores que redescubría la posibilidad de significado y, por tanto, de trascendencia. Al extraviar el continuum de Occidente, limitamos el acceso a la libertad de espíritu, eso que hoy equivale tantas veces a la incorrección política.
¿Qué sentido tiene hoy la Historia si la hemos despojado de entidad, gloria y tragedia? Para Robert Musil el movimiento de la Historia no es como la bola de billar que sigue una trayectoria determinada, sino como el desplazamiento de las nubes, obedientes a las leyes de la física, pero también sometidas a las influencias de lo que llamaríamos una coincidencia de hechos: máximos y mínimos de presión, aglomeración o masas montañosas, todas las circunstancias que conforman la meteorología son en su coincidencia, incluso calculables, hechos y no leyes. Pero sin memoria no hay Historia, ni para aprender sus lecciones ni para repetir sus errores.
Fatalistas, tecnoutópicos, apocalípticos y optimistas racionales son los nuevos personajes de la ya antigua escenografía para la idea de una decadencia europea. El progreso ya no es lo que era. Remodelar las comunidades humanas en torno a valores comunes se hace, casi de repente, una cuesta empinada, un pedregal, un puñado de cenizas. Pero ¿es tan honda la crisis de la conciencia occidental? Quizás no lo sepamos hasta perfilar este cambio de época que, a la manera de las metástasis, configura nuestro tiempo sin que comprendamos lo que nos pasa. Toynbee apelaba a una minoría creativa de la sociedad, porque el crecimiento es la obra de personalidades creativas y todo depende de si consiguen o no que avancen los sectores no creativos de la humanidad, que siempre son abrumadora mayoría. La audiencia de los programas de alto share televisivo parece dejarlo todo en manos del retroceso. Ahora mismo, lo dejamos todo en manos de la empatía. Spengler, aunque con muchos errores de prognosis, creó una morfología para la interpretación de Occidente, y también Fukuyama o Huntington, si no acertaban de pleno, nos sugerían algo. Morris Berman escribió que el posmodernismo no solo aporta la negación de la verdad, sino también la negación del ideal de la verdad. ¡No hay más verdad que Sálvame!
La complejidad del declive aumenta exponencialmente. La nueva versión de Pokémon conecta con alguna forma de falla neuronal. En plena deconstrucción del discurso público, Facebook genera comunidades en falso, identificaciones ilusorias, redes del mal y, a la vez también, fuentes inagotables de conocimiento. Andamos pisando la línea de sombra, cada vez más desatentos al deber de lucidez y las formas de cohesión pública y privada. Trump ha llegado a Ellis Island en el mismo paquebote que transportó a King Kong. El relativismo nos ha situado en las antípodas de la voluntad de la obra bien hecha.
En 2013, la película surcoreana Rompenieves —con actores como John Hurt y Ed Harris— fabuló sobre el futuro de una humanidad que, después del fracaso de un gran experimento para afrontar el calentamiento global, viajaba perpetuamente a bordo de un tren, horadando un mundo helado. El tren era un arca mecánica, la nueva arca de Noé, un ecosistema cerrado en el que se reproducían espectacularmente todas las explotaciones jerárquicas del ser humano —entre la clase preferente para los privilegiados y los vagones siniestros para los desahuciados— y las guerras perennes entre el bien y el mal. Era otro misil sobre raíles cruzando un planeta cubierto por la nieve, sin esperanza aparente, sin otro destino que seguir y seguir, sobrevivir en el tren rompenieves al más alto coste. Ocurría en el año 2031. Llevaba a su extremo la parábola de un tren en el que la humanidad pretende salvarse, aunque sea al más alto precio porque lo que de verdad busca es salvarse de sí misma. Al final aquella pavorosa arca ferroviaria acaba viendo, del mismo modo que Noé vio el final del diluvio, que las eras glaciales dan paso a la vida que se rehace.
Estamos en tiempo de augurios y nuevas supersticiones y eso tampoco es una novedad, salvo en su ritmo de difusión online. En tiempos de Nerón, a finales del año 64 después de Cristo se divulgaron —como cuenta Tácito— prodigios que anunciaban males inminentes, rayos más frecuentes que nunca, cometas ominosos, fetos de dos cabezas —humanos o animales— lanzados a la vía pública hallados en los sacrificios en los que es costumbre inmolar víctimas preñadas. A finales de aquel año nació en la llanura del Po un ternero que tenía la cabeza en una pata siendo, lo que fue interpretado por los arúspices, como que se preparaba para el imperio del mundo otra cabeza, que no sería poderosa ni lograría mantenerse oculta, puesto que el animal había estado comprimido en el vientre materno y había venido al mundo cerca del camino.
Si se trata de aproximarnos a la verdad, opongámonos a las nuevas supersticiones. Si hay memoria y, a pesar de la culpa o el dolor, el amor a la vida es inextinguible, viejo palanquín de oro para montar el gran elefante blanco, aunque ha desaparecido como rasgo transcendente del arte y sobrevive únicamente en calidad de instinto, al modo de un reflejo eréctil y crípticamente sagrado. Por eso a veces solo divisamos un horizonte de cúpulas sombrías que, tras los fracasos del Renacimiento o de la Ilustración, de la autosatisfacción liberal, nos aleja la grandeza y también la inteligencia, como si uno pudiera estudiar sin hacer los deberes, como si se pudieran abolir las cicatrices de la Historia, que están ahí, con todo su caudal de matanzas, demencia y tragedia. Sin memoria, no hay destino.
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Autor: Valetí Puig. Título: Memoria o caos. Editorial: Destino. Colección Referentes. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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