Imagen de portada: Ayers Rock, Australia
Hace varias semanas, mientras los problemas de Novak Djokovic para jugar el Open de Australia rellenaban páginas de periódicos, horas de radio y vídeos interminables en la televisión e internet, advertí que existía otra Australia: aquella de la que apenas hay noticias. No sabemos casi nada del sexto país más grande del mundo. Sobre su economía, su política, su geografía, su naturaleza o su cultura se extiende un desconocimiento absoluto más allá de lo anecdótico: los canguros, el Ayers Rock, el Open de Australia…
En la era de internet, cuando podemos viajar virtualmente a cualquier coordenada terrestre, la ignorancia ya no puede ampararse en la falta de información. ¿A qué se debe entonces nuestro desconocimiento de Australia? Quizá podamos atribuirlo a la distancia geográfica: está demasiado lejos como para preocuparnos por ella. Y es de la ignorancia de la que nace el relato, la narración. Nuestra mente se encarga de imaginar aquello que no sabemos. Debido quizá a su condición de ex colonia inglesa, Australia nos parece los Estados Unidos del hemisferio Sur, con soleadas playas, áridos desiertos y pistas de esquí. Los australianos son seres rubios y sonrientes que eructan tras beber cerveza, viven en chalés con jardín y recorren kilómetros en coche para llegar a gigantescos centros comerciales. La mayoría de ellos se recuesta en su sofá, con los pies descalzos sobre la mesa de centro y ve deportes por televisión. ¿Cuáles…? Debo echar mano de nuevo a la Wikipedia para concluir que verán fútbol australiano, una curiosa mezcla entre nuestro rugby y nuestro fútbol, donde los jugadores visten sin protección, con simples camisetas de tirantes similares a las del baloncesto.
Una minoría de esos hombres y mujeres que beben cerveza y visitan centros comerciales serán sin duda intelectuales y universitarios, y de esa minoría, otra minoría más pequeña escribirá literatura.
Por la literatura australiana he preguntado hoy en la principal biblioteca de mi ciudad, y el bibliotecario, gordito y con barba, me ha llevado a través del pasillo llamado “Otras literaturas”.
“Supuestamente, tendría que estar aquí…”, afirma mirando a un estante donde se lee: “Literatura de Oceanía”. El estante es metálico, de un discreto color gris. No hay ni un solo libro. En el interior suena la brisa… «Es el vacío», me digo… Y tomo asiento en una larga mesa donde los estudiantes extienden sus apuntes de la carrera. Solo el móvil e internet me permiten, una vez más, imaginar.
Aparte de Voss, otra obra inédita en español llama mi atención: Quintus Servington: Una historia basada en hechos reales, de Henry Savery, primera novela publicada en Australia, en 1831. Savery fue un estafador británico nacido en 1791. Falsificaba letras de cambio y lo condenaron al patíbulo por deudas. Finalmente le conmutaron la pena a cambio del destierro a la isla de Tasmania, donde residió en una colonia penitenciaria. En la lápida de su tumba, situada en un minúsculo islote llamado Isla de los Muertos, figura inscrito: “Henry Savery, primer novelista de Australia, hombre de negocios”. Todo en la breve biografía de Savery que he podido encontrar parece una sátira, desde sus peleas con su mujer y su hija, que lo acompañaron a Tasmania, hasta sus trapisondas financieras y nuevas estafas en la isla. Quintus Servington tiene todo el aspecto de una novela picaresca y cervantina al estilo de las de Henry Fielding.
Por la tarde, mientras pedaleaba en mi bicicleta estática, puse en la televisión un documental titulado Australia desde el aire. La cámara recorría Sídney a vista de pájaro: el puente de la Bahía, la famosa ópera, su City presidida por la imponente Sydney Tower —el edificio más alto de Oceanía—. A continuación se divisaba la playa de Manly y sus viviendas señoriales; más hacia el norte las Montañas Azules, el desierto de Simpson, el lago Eire… Todo es gigantesco, todo espectacular e ignorado. Se trata de territorios vírgenes, paisajes de la imaginación a los que no puedo asociar imágenes ni ideas preconcebidas, puesto que nunca los había visto.
Entretanto, las redes sociales anunciaron la deportación de Novak Djokovic. Un tribunal federal acababa de decretar que carecía de visado y debía abandonar la isla sin poder jugar el Open de Australia. El espectador que no siguió las noticias día a día no sabía si no había cumplido la cuarentena, si la PCR le había dado positivo o si era un negacionista que rechazaba vacunarse. Daba lo mismo, el caso es que la decisión puso a fin a dos semanas de sainete televisivo. A mí me dio por pensar que cuando el avión del serbio partió del aeropuerto de Sídney nos quedamos de nuevo sin noticias de Australia.
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