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‘Sin perdón’: Cómo se construyen las leyendas

‘Sin perdón’: Cómo se construyen las leyendas

Tres veces fue nominado al Oscar Clint Eastwood por este film, como actor, director y productor (que es quien recoge el premio a Mejor Película). De ellos se llevó los dos últimos, escapándosele el de actor a manos de Al Pacino, por Esencia de mujer. Ahí estuvo al quite sin embargo Gene Hackman para ganar Actor Secundario, y Joel Cox redondeó el cuarteto con Mejor Montaje. Visto así, sin saber nada más, parecería la típica historia de director veterano de westerns que gana un premio para sí y otro para quien hace el papel de sheriff, pero la verdad, en esta película cuyo tema principal es precisamente la creación y reinvención de leyendas, es muy otra: Sin perdón es solo el tercer western en la historia en ganar el Oscar a Mejor Película, y el último por ahora en conseguirlo (las otras dos no son ninguno de los grandes clásicos que los aficionados podrían recitar de las primeras: luego se las digo).

Unforgiven («No perdonado», que le da un toque ligeramente diferente al significado del título en español) ha sido calificado como «western revisionista», aunque en realidad lo que hace es coger una trama simple, rodearla de personajes que merecerían su propia película y acabar obedeciendo todos los clichés del género para producir una obra maestra. William Munny (Eastwood) es un expistolero, bandido y asesino, a quien su esposa estrictamente religiosa rehabilitó y que ahora, viudo, está retirado a cuidar cerdos en una granja en Kansas junto a dos críos. Un día se le ofrece la posibilidad de un último trabajito (primer gran topicazo), pero esta vez con un toque diferente: se trata de matar al vaquero que le rajó la cara a una prostituta en Wyoming. Munny, a quien lo de los cerdos no se le da nada bien, necesita el dinero por causa sus hijos, acepta, enrola a un antiguo camarada para formar un terceto junto al joven aspirante a pistolero que les informó de la misión, y hacia allí cabalgan, hacia el poblacho de Big Whisky, irónico nombre, ya que Munny ha dejado de beber hace años.

[Aviso de destripes a balazos en todo el texto]

La década de 1880 es un tanto tardía para un western. Por supuesto que todavía el estilo de vida del Far West se mantendría reconocible unos años más, incluso entrado el siglo XX, pero la mencionada década es la etapa del inicio del ocaso. En el Oeste, la leyenda de los vaqueros y los pioneros fue una o dos generaciones antes. Aún hoy en día, el equipo de fútbol americano de San Francisco se llama los Forty-Niners en honor a aquel año de la fiebre del oro, 1849, cuando el Oeste estaba por domar.

Es por esta razón por la que Clint Eastwood elige este momento para lo que se ha dado en llamar su «western crepuscular». No sólo el personaje que él hace está viejo y cansado, como el propio Eastwood como actor y director (si es un «héroe cansado» o no, eso es otra cosa), sino que su propia época lo está. Llega el ferrocarril, llegan las ciudades, llegan la ley y el orden, llegan las cámaras de fotos y los periódicos, y con ellos los cazadores de historias legendarias como el que vemos en la película, W. W. Beauchamp (Saul Rubinek) siguiendo a Bob el Inglés (Richard Harris, que por otra parte era irlandés), a quien podríamos comparar a los valentones de andar zaíno que Alatriste e Íñigo encuentran por Madrid, cuyas hazañas se remontan a Roncesvalles y Viriato. Estados Unidos es un país joven, pero necesita leyendas e historias (más o menos) reales, como todos los demás. Y recordemos que en esta misma época, en el viejo mundo, mientras tanto, el folletín decimonónico triunfaba entre la burguesía, a menudo publicado por capítulos en periódicos también.

Como hemos dicho, la forja de leyendas es el gran tema de la película, y eso se ve en casi cada personaje y en el impulso inicial de la trama. Tras el ataque a la prostituta, quien prende la llama de la historia es un chaval de 25 años que se ha tragado todos los mitos anteriores de temibles pistoleros e incluso se aparece en la porqueriza de Munny con un apodo autoimpuesto: Schofield Kid, como el modelo de revólver que lleva. Antes los apodos había que ganárselos, pero la nueva generación ya quiere llegar con la leyenda hecha, como si estuvieran haciendo su propio marketing. Incluso el propio nombre real del actor canadiense que lo interpreta, Jaimz (no James) Woolvet, de quien poco más se supo después, parece anunciar una nueva generación diferente. Al llegar, al menos tiene la decencia de elogiar la reputación de Munny: “Cold as snow, and don’t have no weak nerve, nor fear”. Frío como la nieve, sin nervio débil ni miedo. Y al igual que Alatriste un día dijo que su heroica supervivencia a marcha lenta tras la derrota de Nieuport no era valentía, sino que estaban «demasiado cansados para correr», también de igual forma Munny desmonta el mito: “It was whiskey done it, as much as anythin’ else”. Era el whisky quien lo hacía, más que cualquier otra cosa. La manera en que Schofield convence a Munny es exagerando el ataque original, que ahora ya incluye sacarle los ojos, rebanarle las orejas y hasta las tetas a la muchacha. Cuando Munny busque a su viejo compadre Ned Logan (Morgan Freeman), la bola de nieve aumenta y a la pobre chica ya le habrán cortado también los dedos y «todo menos el coño, supongo». Además, Schofield encuentra a Munny no por causalidad, sino aposta. Su tío lo conocía en persona, y tiene una reputación también más o menos agrandada, que para el chico ahora no se corresponde con la realidad: Munny está muy estropeado, le cuesta montarse al caballo, tiene frío todo el rato e incluso pilla una fiebre de campeonato de camino a Big Whisky. Pero todo lo aprendido en cuanto a llevar una vida de forajido fuera de la ley va volviendo poco a poco, y eso es lo que mantiene su leyenda parcialmente en pie. Schofield, por su parte, intenta ocultar parte de su realidad también: dice haber matado a cinco hombres (Ned no se lo cree, y luego resultará ser mentira, en efecto), y en seguida averiguamos que no ve tres en un burro más allá de cinco metros. Valiente pistolero va a ser.

Al llegar al pueblo, el personaje entero de Bob el Inglés es todo un estudio en leyendas, mentiras y exageraciones. Con su aire de dandy (también) crepuscular, y empeñado en sus convicciones monárquicas, desdeñosas de este país sin refinamiento donde ya han pegado tiros a dos presidentes (y los que quedan), ahora trabaja matando a chinos que se escapan de las compañías ferroviarias, mientras le acompaña un biógrafo gafitas y regordete que se cree todos los bulos e incluso contribuye a agrandarlos con su florida prosa. El sheriff, Little Bill Daggett (Hackman), será quien le corrija varias historias rocambolescas, sobre todo aquella relativa a Dos Pistolas Corcoran, a quien llamaban así no por llevar dos revólveres, sino porque su pene era más largo que el cañón de su Colt Walker. Y después de quitarle las escamas de los ojos al plumilla, ¿qué hace el propio sheriff? Intentar que Beauchamp ahora escriba una versión sobre él, también masajeada y manipulada. La realidad no importa, sino lo que te cuenten sobre ella.

Por último, la propia reputación de Munny también cuenta a la hora de por fin enfrentarse a Daggett. De hecho, cuenta la de ambos. Munny ha asaltado trenes y ha matado a inocentes, pero Little Bill ha sido sheriff antes en Wichita, Cheyenne o Abilene (pronunciados Shayén y Abilín), los pueblos grandes que salen en todas las novelas de vaqueros. Se supone que es el sheriff el que tiene que ganar y el forajido el que tiene que perder, pero la manera de contar la película nos ha puesto de parte de Munny. Uno de los momentos principales de la trama es cuando, estando claro que tras la muerte de su amigo (Morgan Freeman) ya no vale andarse con torpes intentos de vejestorio, Munny rompe una abstinencia de diez años y bebe sorbo tras sorbo de whisky, a morro de la botella, para sacarse metódicamente a ese viejo yo de dentro, aquel frío como la nieve, sin nervio débil ni miedo. Y el espectador desea que salga afuera. Una vez solo. Un último trabajo. Luego vuelve a casa y vuelve a ser bueno. Y de qué manera ocurre. Después de tanto revisionismo, la escena culminante está llena de lugares comunes: lluvia y truenos fuera, uno solo contra todos, le fallan todos los tiros, y frase lapidaria al final sin siquiera perder el sombrero. Cuando el sheriff yace en el suelo a su merced diciendo que no se merece esto (yo solo «me estaba construyendo una casa»), Munny le dice: “Deserve’s got nothin’ to do with it”. Los merecimientos no tienen nada que ver con esto. Así es como va la vida, y hay unas reglas. Sin embargo, ese uso de clichés está plenamente justificado, porque las casi dos horas anteriores de película han ido haciendo el trabajo: Daggett ha ido explicando a Beauchamp que eso de que el que desenfunda primero gana siempre es un mito, porque se fallan muchos primeros tiros con la precipitación, e incluso te puedes volar tu propio dedo del pie, como le pasó al famoso Dos Pistolas. Ser rápido «don’t mean much next to being cool-headed». Lo más importante es la serenidad. Demostración: un Munny serenado a base de media botella de whisky en la taberna de Big Whisky.

Como habíamos dicho, Eastwood aprendió de los grandes del oficio la importancia de los secundarios, y de hecho Munny llega a casi desaparecer de la escena en la parte media de la película, mientras otros personajes nos interesan más, hasta que llega ese final y él recupera el protagonismo de estrella. Aquí se demuestra en casi cada personaje, desde los ya mencionados hasta ese miserable tabernero más preocupado por cobrarse a la puta rajada en ponies, o a las propias prostitutas, que contribuyen una parte importante de la estima en que se tiene a esta película. Cada western tiene que responder individualmente por cómo trata a sus mujeres, y aquí su rol no se reduce al de meras víctimas, sino que son ellas las que se organizan para juntar mil dólares y usar a sus clientes para extender la noticia de la recompensa. En esta película tampoco se va al extremo de convertirlas en heroínas que montaran a caballo y dispararan con el rifle, pero su ira, sobre todo la de la jefa, Strawberry Alice (Frances Fisher), es temible. También, y aunque nunca aparece, está la esposa de Munny, esa mujer que le dio un par de hijos y le sacó de una vida de violencia y borrachera a través de una bondad que no vemos pero que suponemos muy poco coelhista. Más bien se la imagina uno sufriente, decidida, blanca y pálida, pero no débil, seca pero inquebrantable salvo por la muerte, quizá calvinista inglesa o quizá católica irlandesa, pero de cualquier forma, hecha de la raza que construyó América. Y desde luego que no le iba a aguantar borracheras al mastuerzo aquel. No habiendo críos de por medio. Cuando ella falta, seguir el ejemplo marcado es la nueva regla para Munny, y a ello se pone en medio de la indignidad de las porquerizas. Es también una historia donde el héroe viudo no se acuesta con otras mujeres, lo cual es un cambio en la costumbre de Eastwood de que sus personajes se encamen con chicas a las que no ya dobla sino triplica la edad. Al igual que Máximo en Gladiator (a petición del propio Russell Crowe: Ridley Scott quería liarlo con la hermana del emperador) o del maestro de esgrima Jaime Astarloa, la contención sexual beneficia a la historia y al personaje.

En fin, es una época y un estilo de vida que se acaban y que dentro de poco sólo vivirán de recuerdos. Por ejemplo, Wyatt Earp, el famoso pistolero del OK Corral, aún vivió lo suficiente como para llegar a tiempo de asesorar a los primeros cineastas de Hollywood sobre el tema. Además, no puede ser casualidad el tono de pérdida de toda una era que tiene la película, cuando tres años antes había muerto Sergio Leone y sólo uno antes Don Siegel, los directores que marcaron la carrera de Eastwood. Sin perdón es, pues, un triple estudio sobre el ocaso y muerte: el del oeste de los 1880, el de los westerns rodados en los 1960, y el de la propia vida de uno, inevitable cuando se pasa la barrera de los 60 (62 años tiene Eastwood en esta película). Desde entonces, Eastwood se ha convertido en todo un experto en figuras crepusculares. Pasados ya los 90 años de edad, desde aquel 1992 ha protagonizado solo once películas más en treinta años, haciendo de agente secreto crepuscular, ranger de Texas crepuscular, fotógrafo crepuscular, ladrón crepuscular, periodista crepuscular, astronauta, agente del FBI, entrenador de boxeo, veterano de guerra y hasta mula de narcos crepuscular. En una película sobre construcción de leyendas, la propia de Eastwood delante y detrás de las cámaras también es parte del envoltorio. Eastwood dijo que este sería su último western, y así ha sido, y su figura pública ha ido encajando más con el perfil libertario que con el republicano: una ideología que consiste en que cada uno se busque la vida por sus propios medios y sin quejarse, incluso dentro de un país y una industria llena de reglas y de pugnas por cambiarlas. Eastwood ha estado desde siempre a favor del aborto (o más bien del derecho a decidir), los derechos de los homosexuales, las mujeres y las minorías étnicas y el control de armas (ojo, no la prohibición, sino la obligación de pasar controles y tenerlas registradas), pero no por buenismo, sino porque si yo pido hacer lo que quiero, no puedo quitarle esa opción a los demás. Por otra parte, considera que esta generación es un poco pussy (desde aquel «make my day», alégrame el día, de Harry el Sucio siempre parece tener algo contra las generaciones más jóvenes) y que no pasa nada por hacer un par de bromas sobre clichés nacionales, o sea, chistes sobre italianos o polacos. O sea, básicamente, su personaje en Gran Torino.

Eastwood dijo años más tarde que la mujer que leía los guiones que le mandaban odió sin misericordia el de Sin perdón cuando le llegó a primeros de los 80, pero que él lo guardó en un cajón en el 81 esperando a ser más mayor para hacerlo y lo sacó en el 91 antes de que fuera demasiado mayor para hacerlo. Su carrera se ha extendido tres décadas más aún, pero en este caso la conjunción de todos los elementos fue perfecta.

Por cierto, los otros dos westerns con Oscar: Cimarrón (1931) y Bailando Con Lobos (1990).

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