Imagen de la exposición Mi casa su casa. A la mesa con emigrantes españoles de Holanda.
Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. En ‘Sin rendición en Breda’, María Dueñas recuerda la emigración española a Europa en los años 60 y 70 mediante Carmen, una octogenaria que empieza a tener problemas para desenvolverse sola, y Leidy, una joven ecuatoriana.
***
Lentejas. Merluza a la plancha. De postre, un yogur. Es lo que toca hoy martes, según el calendario sujeto con un imán a la puerta del frigorífico.
—Otra cucharada, señora Carmen.
—¿Tú cómo te llamabas, hija?
—Leidy, señora. A su servicio.
Es la enésima vez que le pregunta el nombre y la enésima vez que la chica responde sin perder la paciencia. Así llevan desde que empezó a trabajar aquí hace tres meses, cuando uno de los hijos la contrató para encargarse de Carmen y de la casa. Para que no vuelva a dejarse una cacerola en el fuego encendido mientras va a Mercadona. Para que se tome las pastillas cuando toca y no confunda la lavadora con el horno al meter la ropa sucia; para que no vuelva a perderse como hacía cuando salía a comprar el pan y acababa desorientada por las calles, sola, dando tumbos.
—Ya no quiero más.
—Tres cucharadas y terminamos.
—No quiero.
Ahí siguen, Carmen y Leidy en un mano a mano contra la inapetencia, la anemia ferropénica y una memoria que va y viene. Una anciana con los ochenta y siete cumplidos y una ecuatoriana de veintiocho con la capacidad de aguante a prueba de bombas. Desde el primer día le dejaron bien claro que la señora tiene que comer, tarde lo que tarde. Ahí siguen, por eso, frente a un primer plato que lleva ya un rato frío y una televisión encendida que habla de la guerra de Ucrania, la caída del Euríbor y la subida de precio del aceite de oliva.
—Comprar aceite, dicen. A buenas horas; eso sí que lo echábamos en falta.
Como Leidy no la entiende, pregunta:
—¿Gusta usted que les ponga aceite?
Carmen mueve el mentón y deja caer la mano al regazo. La empleada lo intenta de nuevo.
—¿Quiere que se las caliente?
—Que me calientes ¿el qué, hija?
—Las lentejas.
—¿Qué lentejas?
—Estas, señora Carmen. Las que hice con el choricito, como me enseñó su hijo.
Sus dedos jóvenes agarran la mano amarillenta y venosa, deforme por la artritis, repleta de manchas. Con suavidad, la sube a la altura de la mesa y obliga a Carmen a coger otra vez la cuchara. Como si fuera una niña de guardería que está aprendiendo a manejar los cubiertos, y no una anciana que nació en plena guerra, trabajó en el esparto desde bien chica, parió vidas, emigró a lo desconocido y ahorró como una hormiga hasta la vuelta. Como si apenas quedara nada en ella de esa mujer que sufrió el desarraigo y enterró dignamente a sus padres, tres hermanos, un marido y una hija enganchada a la heroína; la que peleó por su pensión, cuidó de sus nietos y disimuló para que nadie notara lo que ella presentía desde el principio. La bruma. La grisura. Las implacables evidencias de un cerebro que empieza a apagarse.
—En Breda tampoco había chorizos, ¿sabes, niña?
—¿Disculpe, señora Carmen?
—Nos los llevábamos del pueblo, al volver del verano. De la matanza de mis suegros, metidos en la maleta, liados en papel de periódico y luego en trapos, para que no soltasen olor ni mancharan la ropa.
Leidy está acostumbrada a que esto ocurra de vez en cuando: Carmen se lanza a hablar como si de pronto le entrara un chorro de luz en la cabeza. A menudo cuenta cosas de su infancia, cuando hacían pleitas y cantaban mientras competían para ver qué niña era más rápida. La semana pasada, aunque estemos en abril, se enredó con las compras para Nochebuena, los polvorones, los langostinos. Hoy Leidy no sabe por dónde trotan los recuerdos de su señora, pero la deja que continúe. No hay prisa. Ni siquiera ha terminado el telediario.
—Trece años estuvimos allí, aunque Higinio llegó antes que yo; cuando vinieron los de la Philips al pueblo en busca de hombres, ¿te lo he contado? Menudos nervios, hija mía. Casi todos querían irse, pero ellos elegían, no te creas tú que les servía cualquiera.
La memoria de Carmen la está llevando hoy al principio de la década de los sesenta del siglo pasado, cuando ella era una veinteañera recién casada sin más horizonte que traer criaturas al mundo y apañárselas para sacarlos adelante. Por entonces, la siempre hacendosa y organizada Europa occidental se había vuelto a reconstruir tras su segunda gran guerra y avanzaba hacia el desarrollo económico pleno. Para alcanzarlo, ante la falta de mano de obra propia, llevaba unos años mirando hacia el sur. Y allí, además de italianos, griegos y portugueses, estaban los españoles, en un país obediente donde escaseaban las opciones laborales y sobraban estrecheces.
—Mi pobre Higinio casi se queda sin irse porque estaba al límite de la talla y tenía los brazos cortos. Tú fíjate, eso le dijeron, que igual no podría alcanzar las máquinas; cómo iba a imaginarse él que aquellos cacharros iban a ser tan grandes y aquella gente tan alta. Al final lo aceptaron por los pelos, pero su primo Eusebio, que también pretendía irse de los primeros, al cabo se quedó por un pitido que le oyeron en los pulmones. Los querían sanos, no fueran a dar problemas.
Varones entre los veinte y los cuarenta, con las obligaciones militares cumplidas y certificado de buena conducta: ese era el perfil. Preferentemente solteros, aunque esta exigencia se relajaría pronto, incluso se acabó invirtiendo. Con una mano delante y otra detrás; con escasa o nula capacitación profesional, dispuestos a aceptar contratos temporales y salarios más bajos que los autóctonos. Gentes humildes, hijos en su mayoría de la España campesina y las clases más bajas, herederos de las mismas miserias, con sueños casi idénticos: comprar a la vuelta un tractor, una huerta, una viña; echar una mano a la familia, levantar una casa con sus propias manos, dar la entrada para un piso. A veces eran analfabetos, casi siempre poco instruidos, ignorantes de la existencia de beneficios sociales y de los aconteceres del ancho mundo.
Su esfuerzo se hacía necesario para mantener el ágil ritmo expansivo de las economías de Alemania, Francia, Suiza, Reino Unido, Luxemburgo, Bélgica. O de los Países Bajos, donde acabó Higinio Fernández Fuentes cuando firmó un contrato con letra de párvulo sin moverse de su pueblo, el mismo que el de Carmen, aquel mísero montón de casas, corrales y calles sin asfalto ni agua corriente que se repartía en torno a una plaza y que lo mismo podría encontrarse en Andalucía que en Murcia, en Galicia, Aragón, Extremadura o cualquiera de las dos Castillas. Miles de Higinios, Antonios, Franciscos, Eladios, Ambrosios seguirían los mismos senderos a lo largo de casi tres lustros, rumbo a la Europa industrializada. A Renania-Westfalia, al cantón de Zúrich, a Brabante o a las orillas del Ródano. A París y su periferia. A Colonia, a la Rue Haute de Bruselas. Al puerto de Hamburgo, al de Rotterdam. Al sur de Inglaterra.
Superada la posguerra inmediata, aquellos lugares devastados se habían rehabilitado, reabastecido de recursos y recuperado de las epidemias de tifus, difteria y disentería generadas tras las brutalidades de la contienda. Ahora la productividad bullía, por todas partes se precisaba personal y entre los españoles encontraron una reserva que parecía no tener límite. Pastores de ovejas, jornaleros y aparceros, cabreros, hortelanos, albañiles y obreros insignificantes, mozos y peones de cualquier oficio. Allá fueron, desde una nación arrinconada donde no hacía tanto se mataron entre hermanos. Mal nutridos, mal calzados, con sus penosas maletas y sus patéticos hatos, sin apenas ropa de abrigo. Faltos de escuela y vitaminas, de estatura, libertad, jabón, dentista; carentes de tantísimas cosas.
—Él y otros quince o veinte se marcharon los primeros. Todos los vecinos salieron a despedirlos cuando se subieron al autobús delante de la iglesia; yo me quedaba con mi hija de ocho meses en brazos y el segundo en el vientre, apretando las muelas para que no se me saltaran las lágrimas. Al llegar a Madrid les pagaron una noche de hotel, fíjate tú, menudo jolgorio, la primera vez que pisaban la capital. Al día siguiente los metieron en un tren en la estación del Norte. De ahí, a Irún y cambio de tren. Y venga, Francia entera para arriba, y luego en París otro tren más y derechitos para Holanda.
Muchos emprendieron así la aventura, bajo el paraguas de la emigración asistida, en salidas concertadas con las empresas contratantes y reguladas por el Instituto Español de Emigración, un organismo lento y aparatoso que alentaba la marcha de mano de obra bruta mientras pretendía retener a los trabajadores especializados y a los sujetos políticamente conflictivos, para que no se enredaran con los del exilio y empezaran a dar la lata. Otros, sin embargo, marcharon clandestinos, con simples visados de turista y la etérea esperanza de ser ayudados por algún familiar o paisano. A menudo ignoraban dónde pararían sus huesos; les movía tan solo un efecto llamada irresistible; una suerte de psicosis migratoria alentada tanto por aquellos que ya se habían ido, como por el propio régimen.
—¿Puede por favor comer un poquito, señora Carmen?
Pero Carmen no obedece, a pesar de la suave insistencia de la joven. Sigue hilando recuerdos; hoy parece que han vuelto de golpe. Leidy aprovecha y echa un ojo al móvil: vídeos de TikTok, mensajes de sus gentes.
—Así que Higinio se colocó en la Philips, en Eindhoven, y nada más llegar lo pusieron a embalar bombillas, a meterlas en cajas de cartón, nueve horas al día, una detrás de otra, una detrás de otra…
Esparcidas por el ancho mapa de Europa les esperaban fábricas de componentes electrónicos, automoción, materiales para la construcción, insumos metalúrgicos, productos químicos. Altos hornos y talleres textiles. Minas de carbón y plantas agroalimentarias. Sus tareas solían ser simples, segmentadas, mecánicas aunque a menudo no exentas de dureza. Pocos se negaban a hacer horas extras o doblar turnos: cuanto más faenaban, más ahorraban, y eso era lo prioritario.
—En barracones los metieron a vivir, tú fíjate. De ocho en ocho en los dormitorios, en un pueblo de por allí cerca.
Aunque las primeras salidas arrancaron a finales de los cincuenta, a partir de 1961 empezaron a firmarse los acuerdos bilaterales entre el gobierno de España y los países receptores. Desde entonces, las oleadas se hicieron masivas y la vivienda se tornó un problema. Surgieron campamentos sostenidos por las propias empresas, con dormitorios compartidos y olor a sudor, pies y grasa. Se habilitaron pensiones y casas de huéspedes, apartamentos de alquiler y realquiler conjunto, desvanes en residencias particulares, albergues católicos.
No fue una emigración épica, como cuando sus compatriotas de antaño se subían a un barco rumbo a ultramar con el sueño de instalarse y hacer fortuna en el nuevo mundo. Este gran desplazamiento de población era meramente instrumental, coyuntural, sobrevenido. Una epopeya modesta, de gente anónima que, aun así, constituyó un éxodo de envergadura inmensa.
A su llegada dieron con empleadores de todo tipo: lo mismo dignos, solventes y honestos, que abusones y cicateros. En cualquier caso, nadie pretendía echar raíces. Ni era el objetivo de los trabajadores, ni tampoco los países anfitriones lo ponían fácil; sirva el ejemplo de Alemania, donde los denominaban Gastarbeiter, trabajadores invitados. Con la excepción de Gran Bretaña, ahora llegaban por tierra y sabían que el retorno estaba al alcance de un par de días de viaje, sobre ruedas o raíles, con las perras contantes en el bolsillo o en la cartilla del banco. Y quien dice perras dice florines, marcos alemanes, libras esterlinas, francos suizos o franceses.
—Pero vivir de esa manera, tanto hombre amontonado, a Higinio no le gustaba, ¿sabes? Decía que le dolía la tripa y se le ponía así como una opresión en el pecho. Lo que peor llevaba era la comida de la cantina colectiva de la empresa, todo se le hacía raro. Así que, al año de estar allí, buscó otro trabajo.
Los dolores de pecho y las úlceras de estómago solían ser frecuentes, tanto por el desajuste biológico del organismo ante el nuevo modo de vida, como a causa del desasosiego emocional y la añoranza que intentaban mitigar con cartas de torpe caligrafía y alguna aislada conferencia telefónica. El tedio de los fines de semana lo entretenían con tragos de Fundador, partidos de fútbol y palmas a ritmo del porompompero y una lágrima cayó en la arena, ay, en la arena cayó tu lágrima. Anécdotas de mil milis y evocaciones de iconos colectivos se repetían hasta la saciedad en las eternas tardes de sábado: los combates de Legrá, los muletazos de El Cordobés, la gracia flamenca-yeyé de Carmen Sevilla. Mas manos de mus o chinchón, timbas de pocha y tute. Hasta los impíos acudían algunos domingos a misa, tan solo para ver las caras de otros compatriotas y oír la homilía si el cura usaba su misma lengua.
Todavía quedan lentejas sin comer cuando Leidy deja el móvil encima de la mesa y se pone en pie. Acaba de recibir un mensaje de su madre; por enésima vez le pide que vuelva a Guayaquil. Y como Leidy no sabe qué contestar, para evitar la respuesta da por terminado el primer plato de Carmen, lo retira y lo mete en el fregadero. Coge entonces el del pescado, abre la puerta del microondas. Aquí en España tiene un cuarto en un piso alquilado que comparte con otras cinco chicas, y un proyecto de novio al que conoció en Instagram. Antes trabajó en un hipermarket chino, hasta que se le acabó el contrato. Luego en una frutería, pero el jefe era un bruto y ella misma se terminó yendo. A ver lo que dura ahora en esta casa, donde le pagan ochocientos cincuenta euros al mes, a los cuales suma lo que saca los fines de semana cuando ayuda a una compatriota peluquera. A menudo comparten la ilusión de montar juntas un salón de belleza.
Carmen mira a Leidy mientras Leidy, a su vez, mira cómo los trozos de merluza descongelada dan vueltas tontas en el microondas. Casi nunca recuerda qué hace esta chica de piel morena danzando por su cocina, pero tampoco le pregunta. En ocasiones la confunde con su hermana Ángeles. O con su hija Yolanda, la que se llevó la droga. O con una de las protagonistas de Amar es para siempre.
—¿Y sabes tú, niña, por qué buscó Higinio otro trabajo?
—¿Por qué, señora Carmen?
—Para que yo también me fuera, a ganar unas pesetas.
El sonido del microondas cesa de golpe, Leidy abre la puerta.
—¿Adónde, señora Carmen? —pregunta sacando el plato, con cuidado para no quemarse.
No es que le interese lo que la señora cuenta; pregunta por mera cortesía, para no desatenderla. Y eso a Carmen le agrada, aunque quizá no lo sepa.
—A Holanda, a dónde va a ser; ya te lo he dicho tres veces, muchacha. Pero no otra vez a la zona de Eindhoven y a la Philips y los barracones; a eso ya no, aunque allí luego las condiciones cambiaron mucho y la empresa hasta dio casas. Pero él decidió que nos mudásemos a Breda, cerca; a una fábrica de mantas que acababa de abrir, donde le habían dicho que pagaban bien y había vivienda barata y buscaban hombres para manejar las máquinas plegadoras y mujeres para hacer los remates. Bien sabe Dios que no me lo pensé mucho, porque por el pueblo se empezaba a decir que si el fulano se había hecho novio con una rubia que le sacaba media cabeza, y que si el mengano se había liado con una casada bien fresca…
No le faltaba un pellizco de razón a Carmen: aquellos varones tan distintos llamaban en ocasiones la atención de las féminas locales. Por su tono singular, su simpatía, su desparpajo. O, simplemente, porque aportaban un componente exótico a sus planos panoramas. Padres y madres, en respuesta, se echaban a temblar ante la idea de que sus hijas terminaran con alguno de aquellos tipos morenos, bajitos y bullangueros, amantes del ajo e hijos de una dictadura; quién sabía si hasta potenciales contagiadores de gonorrea o tuberculosis.
—Así que —prosigue Carmen— allá que me fui con él, cagadita de miedo, dejando a mis dos niños con mi madre. Un año entero me pasé acordándome de ellos, llorando a moco tendido, sin entender ni papa de lo que me decía la gente, retirando hilos en la fábrica y viviendo en un cuarto helador del tamaño de una caja de cerillas, en lo alto de la casa de una viuda de la guerra de ellos que nos cortaba la luz a las nueve de la noche. Hasta que, al verano siguiente, ¿tú sabes lo que le dije?
—No, señora Carmen; no lo sé —responde Leidy mientras parte el pescado en trozos.
—Higinio, yo me rindo; eso fue lo que me salió de las entrañas. Tú verás lo que haces: o nos traemos a los niños aquí con nosotros, o yo me vuelvo para el pueblo, con ellos y con mi madre. Así que Higinio se lo pensó una noche y a la mañana siguiente dijo que se vengan, Carmen; yo no quiero volver a estar solo. O sea, que al final no me rendí, y nos quedamos en Breda. En los años siguientes nacieron allí mi María Luisa y mi José Andrés; holandesitos fueron los dos pequeños.
Las Cármenes, las Paquis, Pepis y Maris, las Lolis, Pilis y Adelas siguieron a los hombres a medida que los empleos temporales de los novios y maridos se fueron haciendo más o menos estables. Algunas se incorporaron también al mercado laboral, en fábricas y talleres, en faenas de limpieza industrial y montones de ellas en el servicio doméstico. Un caso algo distinto y particularmente significativo en este último sector fue el de Francia, donde las españolas solían llegar solas para trabajar como criadas en casas burguesas; bonne à tout faire, chicas para todo. Solo en París alcanzaron las cincuenta mil en aquellos años sesenta, cuando eran conocidas colectiva y peyorativamente como conchitas, sinónimo franchute de chacha en versión inmigrante del otro lado de los Pirineos. Hasta libros de instrucciones había —como Conchita et vous. Manuel pratique à l’usage des personnes employant des domestiques espagnoles— destinados a que las finísimas señoras parisinas pudieran entenderse con aquellas empleadas que vivían hacinadas de las chambres de bonnes de sus propios edificios, y que en la cultura popular gala han trascendido con el estereotipo de agitanadas, ultracatólicas, primitivas y gritonas.
Otras mujeres, en otros entornos, se limitaron a las tareas de sus casas y sus proles, porque a ellas se sumaron los niños ya nacidos, o los que fueron viendo la luz en aquellas tierras. La escolarización los convirtió en hijos de dos patrias, útiles herramientas para las familias: traductores e intérpretes de unos padres que casi nunca aprendieron la lengua, pequeños gestores frente a los trámites cotidianos, para desfacer agravios y enderezar entuertos y problemas.
Con la intención de echar un cable a todos ellos, se generaron entidades de contactos y solidaridad más o menos institucionales: una cobertura que se robusteció con los años. Allá donde el número de españoles era nutrido, las agregadurías laborales de los consulados, las órdenes religiosas, la propia iniciativa particular de los ya asentados e incluso el partido comunista en el exilio fueron tejiendo una red de agrupaciones y sociedades, círculos recreativos, clubes y aulas, misiones, bares y restaurantes, asociaciones de padres y un amplio número de Casas de España.
Como parece que Carmen sigue sin querer comer por sí misma, Leidy le va pinchando pedazos de merluza con el tenedor y se los acerca a la boca. En la tele ha empezado el tiempo; ahora anuncian lluvias intermitentes en la cornisa cantábrica. A Carmen últimamente le importa poco el pronóstico, apenas pisa la calle. Pero hubo años en que habría vendido el alma por ver el sol al despertarse.
—Lo peor eran los otoños y los inviernos —prosigue cuando traga—. Siempre nublado, Virgen Santa, qué oscuridad en pleno día; lloviendo, nevando, de noche cerrada a las cuatro de la tarde; qué tristeza, niña. Eso era lo peor de todo. Peor que no comprender lo que te decían en las tiendas y al llevar a los niños al médico o a la escuela y tenerte que entender señalando con el dedo. Peor que no comer de lo nuestro y no probar ni una triste naranja en tres meses. Menos mal que, por lo menos, nos juntábamos con otras familias los domingos, para hacer una paella y hablar de nuestras cosas.
Tras el recuerdo de aquellos encuentros entre compatriotas, Carmen se hunde en el silencio. Quizá en su cerebro siguen flotando los fantasmas de esos días, cuando intercambiaba con sus vecinas de la colonia de Breda recetas para hacer platos baratos, patrones de la Burda para coser abrigos o revistas enviadas por alguna prima desde el pueblo, con las fotos de la boda de Marisol y el romance de Junior y Rocío Dúrcal. También, por lo bajo, en cuchicheos encerradas en la cocina, se transmitían el consejo de esas pastillas milagrosas que recetaban los médicos y por lo visto servían para no quedarse una embarazada.
O quizá, al menos por hoy, las luces de la memoria se le apagan del todo mientras Leidy saca el yogur de la nevera. La conversación con su madre le ha dejado a la chica mal sabor de boca, aunque la entiende en el fondo. Igual que la madre de Carmen hace casi sesenta años. Igual que tantos millones de madres, ansía que su hija vuelva.
La crisis del petróleo del 73 sacudió con crudeza a Europa. A partir de ahí sobrevino una dura recesión, asomó el desempleo, llegó la incertidumbre. Aquello marcó el futuro de Carmen e Higinio y de cientos de miles de compatriotas. España, para entonces, se encontraba ya muy cerca de la órbita de los países democráticos y capitalistas, con un desarrollismo que estaba transformando la economía, con los turistas y sus bikinis y sus divisas, y un Caudillo al que le quedaban únicamente un par de años en el mundo de los vivos.
Se ansiaba el cambio, la democracia; abandonar el pelotón de los torpes y entrar con pleno derecho en la Comunidad Económica Europea. Y, para lo bueno y lo malo, terminaba una época: casi quince años de una emigración sostenida que sacó de sus campos y pueblos a más de dos millones y medio de españoles y los desparramó por centenares de rincones del centro y oeste del continente. La aventura migratoria llegaba a su fin; acababa la humilde proeza de una generación de hombres y mujeres que arrimaron el hombro para que la Europa no hace tanto devastada lograse recuperar su músculo.
Hubo quien optó por quedarse; tras más de una década, había ya matrimonios mixtos, ascensos profesionales, hijos con arraigo. La mayoría, no obstante, empezó a planificar la vuelta; a hacer unas maletas que ya no eran de cartón, sino de algún material sintético y que no irían medio vacías como las que llegaron, sino repletas. Con familias y enseres, se subieron de nuevo a trenes y autobuses o cargaron hasta los topes las bacas de sus Opel Kadett, sus Renault, Citroën o Mercedes de segunda mano. Y emprendieron el regreso.
En los puestos de trabajo que dejaban los sucedieron gradualmente otros trabajadores turcos o magrebíes, más pobres todavía, más ignorantes aún, más ajenos al primer mundo; con menor cobertura legal y dispuestos a ser remunerados con salarios inferiores. En una perversión más trágica del sistema, con el paso de las décadas el imparable efecto llamada, como un siniestro canto de sirena, acabaría atrayendo a algunos de los grupos humanos más desposeídos y más vulnerables del planeta.
A su regreso, Carmen, Higinio y tantos otros como ellos traían en el equipaje no solo transistores a pilas, ropa de tergal, mantelerías bordadas y pequeños electrodomésticos. También costumbres adquiridas, nuevos horarios, hábitos de urbanidad e higiene, disciplina y capacitación profesional para empleos más tecnológicos. Y dinero, capitales que venían a sumarse a las remesas que sistemáticamente enviaron a lo largo de los años; ahorros que invirtieron para aliviar deudas familiares, en la compra o renovación de la vivienda, en la adquisición de pequeños negocios, en la modernización de numerosas explotaciones rurales y en asegurar el futuro de sus hijos.
Fue sin duda un win-win para España y para Europa; ambas ganaron mucho. Fue asimismo una experiencia dispar para aquellos que la vivieron en primera persona. Los hay o los hubo, como Carmen, que mantendrían de por vida una cierta nostalgia, agradecidos por la oportunidad de prosperar a pesar de los sacrificios. Otros en cambio, quizá los menos, mantendrían en la memoria la sensación amarga de haber sido carne de cañón, ciudadanos de segunda, protagonistas del lamentable drama de un país que expulsó a sus propios hijos al destierro.
En el ámbito académico y divulgativo encontramos abundantes trabajos sobre el fenómeno, y a nuestra memoria popular y colectiva han llegado testimonios —ficcionados o reales, profundos o anecdóticos— en diversos formatos. Desde películas tempranas como Españolas en París (dirigida por Roberto Bodegas en 1970) o Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga, 1971), hasta otras más recientes como la entrañable Un franco, 14 pesetas (Carlos Iglesias, 2006) o la coproducción hispano-francesa Las chicas de la sexta planta (Phillipe Le Guay, 2011). El gran Carlos Cano, en La Murga de los currelantes, dentro de su desiderata incluía aquello de «…que vuelvan pronto los emigrantes, haiga cultura y prosperidad». Xesús Fraga obtuvo en 2021 el Premio Nacional de Narrativa con su personal y deliciosa Virtudes (e misterios), publicada en gallego por Galaxia y en castellano por Xordica. Y aunque a Carmen y a quien esto escribe se nos escapan, seguro que hay muchas más evocaciones y homenajes.
Leidy rebaña el fondo del yogur y da la última cucharada a Carmen; después le limpia la boca con una servilleta de papel y la ayuda a levantarse. Le sacude las migas de la falda, le ofrece su brazo para que se agarre. Despacito, recorren juntas el pasillo rumbo al salón, a dormir la siesta o a ver el enésimo capítulo de la serie de La 1. Allá van, un cuerpo pegado al otro, la anciana frágil y su joven empleada, piezas sucesivas de un imparable engranaje migratorio que, con sus luces y sombras, sus traumas y anhelos, existe desde que el mundo es mundo y no tiene visos de detenerse.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Amazon, Kobo y Fnac
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