Hace más treinta años, una monja católica de un barrio pobre de Nueva Orleáns recibió una petición: entablar correspondencia con Patrick Sonnier, condenado a muerte por el asesinato de dos adolescentes. Ella escribió y contestó a las cartas primero. Luego acudió a conversar en persona con Sonnier. Dos horas a la semana, una sesión tras otra, hasta acercarse la fecha de la ejecución. Como consejera espiritual, compartió con él sus últimas horas y presenció su ejecución el 5 de abril de 1984. Aquel fue el primero de los hombres que la hermana Helen Prejean acompañó a cruzar el pasillo hacia su propia muerte. El salvadoreño Manuel Ortiz es el séptimo. A diferencia de los otros, ella sabe que éste es inocente. La defensa lo ha probado, en varias ocasiones. «Me despierto a medianoche pensando en que lleva 24 años esperando a ver si le matan o no», dice esta mujer de piel abizcochada y marcado acento sureño. Nació en Luisiana, en el seno de una familia de clase media. Hoy tiene 79 años y unas gruesas gafas de pasta. Es pequeña, espontánea, eléctrica. Posee el aspecto afable de las monjas, aunque a veces cortocircuita en modo activista. Pero ella no es cualquier monja. Tampoco cualquier activista: su nombre está asociado con fuerza a la solicitud de abolición de la pena de muerte en Estados Unidos. A su lado la mezzosoprano Joyce DiDonato la mira como si fuese la primera vez, como si no la hubiese interpretado en cientos de ocasiones sobre el escenario. Ambas lucen ropa del mismo color, una cazadora roja. Acaso por azar, ambas han elegido la misma prenda como quienes atienden a la elemental verosimilitud del original y la réplica. A la derecha, la sister Helen de verdad. A la izquierda, la de ficción.
Sister Helen —así la llaman todos esta mañana— comprende algo de español, o al menos eso se intuye por la forma en la que frunce el ceño cuando la traductora demora más de la cuenta en frases que a ella le parecieron más cortas. Una vez que comprueba que las longitudes se asemejan, la monja suelta un comentario jocoso, levanta el pulgar derecho y continúa su relato. Tras la ejecución de Patrick Sonnier, Helen Prejean decidió escribir su experiencia en el libro Dead Man Walking. Publicado en 1993, el volumen se mantuvo durante 31 semanas en la lista de los más leídos de The New York Times. Al año siguiente, Tim Robbins adaptó la historia con Susan Sarandon en el papel de Sister Helen y Sean Penn en el de Sonnier (Joseph de Rocher). Sarandon ganó el Oscar a la Mejor Actriz por ese papel. En el año 2000, la ópera de San Francisco pidió al compositor Jake Heggie que adaptara la novela. Y así lo hizo, con libreto de Terrence McNally. Desde entonces, esta ópera de dos actos se ha representado en cientos de escenarios, acaso porque algo universal resuena en ella: ¿qué haría el espectador en lugar de Helen Prejean?
Antes de conocer a Patrick Sonnier, la hermana Helen no tenía la sensación de que los criminales pudieran ser buenos. Lo dice una chica “blanca del sur”, la hija de un abogado blanco y famoso que si creció con negros a su alrededor fue porque formaban parte del tren de servicio. Alguien que no se cuestionaba el hecho de que ellos fueran en la parte de atrás del autobús y ella delante. Le ocurría lo mismo con los delincuentes. Las ejecuciones judiciales le parecían algo tan natural como que un negro no tuviera derecho de ir a la universidad. Era la lógica aplastante de aquellos años. Nadie la cuestionaba. “No sentía ningún tipo de compasión, sino miedo, como todo el mundo. Nunca antes había estado en una prisión. Al entrar, te sientes rodeado por todos esos detectores de metales y guardias. Y ellos gritan: ‘¡Mujer en el corredor!’. La gente se hizo a un lado y yo pensé: ‘Cielos, estoy yendo directamente a la boca del lobo’. Cualquiera puede escribir cartas, pero nunca antes había hablado con un homicida durante dos horas. ¿Será humano? ¿Podremos mantener una conversación normal?, me preguntaba. Cuando vi su rostro, me di cuenta de que era tan humano que quedé perpleja”.
Han transcurrido casi 40 años desde aquel primer encuentro con un condenado a muerte y ella lo cuenta como si hubiese ocurrido ayer. “Aunque alguien que ha cometido un crimen no muestre arrepentimiento, debemos ser capaces de sentir compasión. Por eso esta ópera es una oportunidad para que se levante el telón y todo el mundo participe en esta historia. Lo que tenemos es que buscar el perdón, evitar el odio por el odio y la muerte por la muerte. No conozco otra manifestación artística mejor que la ópera para conseguirlo, para contar al espectador mi propio viaje. Eso es lo que hace la cultura: abrirnos los ojos y los oídos”.
Desde el 26 de enero hasta el 9 de febrero, la mezzosoprano Joyce DiDonato dará vida en el Teatro Real de Madrid a la hermana Helen Prejean, protagonista del drama, bajo la dirección musical de Mark Wigglesworth y escénica de Leonardo Foglia. Esa es la razón por la cual Prejean ha viajado desde Luisiana a España.
Entre ese hombre y aquellos a los que la hermana Helen acompaña a morir hay dos siglos de distancia. Sin embargo, lo que el tiempo aleja lo acerca la naturaleza del castigo. “Hoy el Estado no puede ser responsable de la muerte de un ser humano”. Eso es lo que piensa Helen Prejean y la razón por la que decidió escribir Dead man walking. Más que una historia sobre la pena de muerte, ésta es una historia sobre la empatía y la compasión, incluso aquella que puede sentir un ser humano hacia otro que ha perpetrado un crimen. «El instinto de venganza por parte de los familiares de las víctimas es inevitable», dice la religiosa con las manos apoyadas en las piernas. Parte de su trabajo como consejero espiritual consiste en trabajar con ellas para convertir toda esa ira y rabia en piedad. “Cada vez son menos las personas que encuentran en la ejecución del asesino consuelo a su dolor”. Sister Helen mira fijamente a su auditorio. Evita levantar la voz. A su izquierda, la sister Helen de ficción, la mezzosoprano DiDonato, asiente.
Aquel 5 de abril de 1984 faltaban apenas unos días para su cuarenta y cinco cumpleaños. Helen Prejean acudió a la prisión para acompañar a Patrick Sonnier a morir. En el momento final, él le pidió a la monja que se marchara. Quería ahorrarle a la mujer el recuerdo de su ejecución. Ella no le hizo caso. Permaneció ahí y le pidió que la mirara. Que el último rostro que conservara antes de morir fuera el suyo. Que lo sostuviera en la memoria como una linterna con la que iluminar el oscuro pasillo que atraviesan los hombres, rumbo hacia su propia muerte, luego de perpetrar la de alguien más.
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