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Soberbia

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LXVII: SOBERBIA

Se llamaba Agustina Pérez y siempre supo que quería ser una estrella. Los comienzos fueron duros. Recién llegada a la capital, no pudo permitirse nada mejor que un cuartucho miserable en la pensión Amapola, regentada por la mujer más obesa, sucia y avara que uno pudiera aventurarse a imaginar. La peste a coles y a tocino rancio le revolvía el estómago, y la humedad supuraba de las paredes. A cambio de tales espantos, la dueña miraba a otro lado si te subías compañía masculina al dormitorio.

Sus primeros clientes fueron estudiantes famélicos. Aprendió rápido a no dejarse embaucar por ojitos de perro abandonado. No se había instalado en aquella ciudad asquerosa para hacer caridad. Por suerte para ella, era guapa. No una muchacha bonita del montón, no. Como esas las había a patadas, todas con la mirada llena de hambre. Ella era distinta. Una de esas que provocan un silencio repentino en los Cafés; de las que hacen que se giren cabezas; de las que consiguen que otras mujeres aprieten con fuerza el brazo de sus maridos. De esas. Fue gracias a ese embrujo arrollador que conquistó a Ventura.

—Te voy a presentar a Casimiro Antuña —le prometió nada más conocerla, anticipándose con ansia a su gratitud.

—¿Y ese quién es? —masculló ella, disimulando lo bien que lo sabía.

—Ese, ricura, es el dueño del Teatro Los Arcos. Cuando te vea se va a caer de espaldas.

La víspera a aquel encuentro no pudo pegar ojo. De la mano de Ventura León, galán en ciernes de sesión de tarde, se presentó ante el gigante Casimiro, un ogro verderón, más ancho que alto, que siempre sudaba a mares y hablaba a gritos.

—¡Madre de Dios, pues sí que es guapa la moza! —bramó desde su trono, haciéndole gestos para que desfilara—. Sí… sí… muy bien… piernas de escándalo… buen trasero… un poco escasa la pechuga, pero habiendo rellenos… bien… vale. ¿Sabes llorar?

—Como una magdalena.

—¿Cantas?

—Mejor que una alondra.

—¿Bailas bien?

—Desde una muñeira hasta el tango, usted pida.

—¡Ja! Abuela no tiene, no… —exclamó Casimiro, encantado—. No me saldrás luego remilgada, ¿eh? Que si yo no hago cosas de besos, que si esa falda es muy corta…

—¿Tengo yo cara de mucho remilgo? —zanjó ella, con fingido hastío.

—Amigo mío, esto es un hallazgo —confirmó Antuña—. Me la quedo, de momento. Veremos si hay tanto fuego como aparenta. ¿Cómo te llamas, tesoro?

—Se llama Agustina Pérez —respondió Ventura, solícito.

—¡Vamos, hombre! —se mofó el otro—. ¡Ese es nombre de tía solterona! Hay que cambiárselo. Necesita uno que suene a pecado y a medias de seda.

—Salomé Fiore, encantada —improvisó la debutante, tendiéndole la mano.

—Eso suena a quitarse las medias —farfulló Casimiro, exultante—. Perfecto, querida. Sencillamente perfecto.

Antes de cinco años, ni ella misma recordaba ya los tiempos sórdidos de las pensiones, ni cómo recorría Cafés y Teatros intentando cazar incautos. Tampoco los inicios como vedette de segunda, ni el manoseo constante de señores con sello de oro y cartera abultada. Por fin vio llegado el día de maravillarse con su nombre en letras luminosas, presidiendo el cartel de Los Arcos. Los críticos la machacaron sin piedad. Dijeron de ella lo peor, lo más hiriente, insultándola del modo más cruel imaginable. Dijeron que era “ordinaria”. Que, como cantante, resultaba apenas correcta; y, como actriz, mediocre. Que, aunque no se podía negar su evidente belleza ni “la gracia de sus contoneos”, carecía de cualquier clase y elegancia. Y que, pese a su empeño, jamás estaría a la altura de la magnífica Paca Guzmán, ni de la exquisita Vera Clemente, a las que bautizaban en cursiva como “damas de las tablas”.

Salomé Fiore sufrió incontables rabietas a lo largo de su vida, pero ninguna se pudo comparar con las explosiones de aquellas primeras reseñas.

—¿Qué se habrán creído esos pedorros? —gritaba, fuera de sí, lanzando jarrones, pisapapeles y otras chucherías carísimas contra las paredes—. ¿Qué sabrán ellos, fracasados, puercos, muertos de hambre, sacos de mierda?

Ventura, parapetado tras un sofá capitoné de terciopelo verde, trataba de resistir el temporal.

—Pero Tina, amor mío —suplicaba, alzando las manos sobre la cabeza, somo un soldado que se rinde al enemigo—. No hagas ni caso a esos chupatintas. ¿No ves que son unos merluzos? El público te adora, cariño. ¡Te adoran todos!

Llevaban casados cuatro años y medio. El suyo había sido un romance desaforado e impaciente, con pedida de mano en la Plaza de Italia. Salomé, que habría sido incapaz de creer que un hombre no la amara hasta el delirio, aceptó sin dudar. La boda, vulgar y escandalosa, se celebró en la Iglesia de San Andrés, con banquete en Las Mimosas y bacanal romana en la suite del Don Pedro. No se habló de otra cosa durante semanas. En su noche de bodas le quedó cristalino a la Fiore que, en lo que a su marido se trataba, tanto valía ser mujer como ser hombre para merecer sus atenciones. Ella, inmune a la pacatería, procuró adoptar aquel alegre libertinaje como filosofía de vida, ya que, a su entender, encajaba con el carácter de los artistas. Le sobró el intento para comprender que, al contrario que a Ventura, a ella ni unas ni otros lograban derretirle el hielo de las entrañas. “Soy actriz”, se dijo, decidida, “he fingido antes, puedo seguir fingiendo”.

No se podía negar que Ventura León había acertado: el público amaba a Salomé Fiore, sus rasgos de hechicera, su desparpajo, la extraña energía de animal indómito que exudaba. La profesión, en cambio, la detestaba sin remedio, al principio secretamente, más tarde de un modo abierto e inequívoco. Resultaba odioso trabajar con ella. Se comportaba como una hidra, déspota y caprichosa, incapaz de una palabra amable, de una disculpa, de admitir una equivocación o siquiera la crítica más amable y acertada. Por si fuera poco, la diva dejó bien claro que carecía de lealtad alguna, y que pasaría por encima de quien fuera necesario en su escalada hasta la cima. Traicionó a Casimiro Antuña sin el menor remordimiento, inventó y propagó los peores infundios sobre sus compañeros, puso zancadillas y desveló secretos vergonzantes.

—¿No te das cuenta de que nadie del gremio te aprecia? —le reprochaba su marido.

—Porque me tienen envidia.

—Tina, no seas necia. Vas a cumplir los cuarenta y cinco, y hasta el público más devoto es inconstante. Se cansan de sus juguetes en cuanto aparece uno nuevo. Gánate su respeto y hazte un verdadero hueco en el oficio, porque, si no, te tirarán a la basura.

Ella le miraba, alzando las cejas con desdén.

—Qué mala baba, querido. No lo pagues conmigo sólo porque tú hayas fracasado en tu patética carrera.

El juguete nuevo se llamaba Graciela Ruano, y era otra niña de pueblo con ganas de comerse el mundo. Tenía la piel más blanca, los rizos más rubios, unos ojos de almendra que refulgían como linternas y, a decir de los señores, los muslos más bonitos. Cantaba como los ángeles, no bailaba del todo mal, y estaba dotada con una vis cómica que enamoró al respetable de inmediato. Era vital, simpática, un torbellino. Y, además, tenía diecinueve años. Salomé la odió con toda su alma, tanto que hasta se le ponía mirar de loca cuando alguien la nombraba. Ventura, que ya sólo ejercía de sufrido agente de su mujer, tuvo la osadía de sugerirle que compartiera cartel con aquella usurpadora, interpretando, además, a su madre.

—¿Cómo te atreves? —le espetó la Fiore, gélida—. ¡Ni que yo tuviera edad para haber parido a esa percherona!

—La tienes, Tina, la tienes —suspiró él, echándose al coleto un puñado de píldoras, para paliar aquel dolor que le apuñalaba las tripas—. Lo que no tienes son ofertas desde hace un siglo. Esta película va a ser un bombazo. Dirige Gerardo Santos, y se sabe que van a estar la Clemente y la Guzmán, que son palabras mayores.

—Mayores son ellas, y mucho. Un carajo me importa que esas dos hayan aceptado las migas de Santos. Están acabadas.

—¿Sabes que me estoy muriendo y que a ti no te queda un duro? —espetó de pronto Ventura, con una mueca que casi parecía satisfacción. Salomé se giró, espantada, mirándole de arriba abajo—. Es tu ocasión de hacer un papel serio y digno, de enterrar el hacha con toda la gente a la que has amargado estos veinte años. Piénsatelo bien.

El rodaje fue una pesadilla indescriptible. Gerardo Santos estuvo a punto de sufrir una apoplejía; el equipo de estilismo abandonó en masa; la jefa de modistas amenazó con un boicot; Vera Clemente, que era la profesionalidad en persona, dio orden de que aquella víbora no se le acercara ni le dirigiera la palabra, y, hasta Paca Guzmán, que siempre había defendido con ardor a la Fiore, se encaró con ella cuando la vio humillar hasta las lágrimas a la protagonista.

—Donde está hoy esa chiquilla estabas tú no hace tanto —le reprochó, con aquella voz masculina suya, inapelable—. ¿Cuándo te tratamos de esa manera las veteranas? Mira, Agustina, ya sé que nunca has tenido la humildad necesaria como para aceptar lecciones de nadie, pero te lo advierto muy seriamente: te has cavado tu propia tumba. Podrías habernos ganado a todos a base de simpatía, y, en cambio, has elegido el peor camino. Para que el mundo tolere una soberbia como la tuya, se requiere mucho más talento del que tú has tenido jamás. Y, créeme, tampoco eres ya tan guapa.

La producción se terminó a duras penas. La crítica ensalzó el impecable trabajo de Clemente y Guzmán, alabó el encanto natural de la jovencísima Ruano y mencionó como de pasada que la antaño beldad, Salomé Fiore, hacía “un papelito”. Lo siguiente que llenó las portadas fue el sonado divorcio de la “ya retirada estrella de Los Arcos” y un “desmejorado pero sereno Ventura León”. Tres meses después, un discreto recuadro en los ecos de sociedad anunció el íntimo enlace entre aquel conquistador ya anciano y una modista jubilada a la que había conocido en un rodaje. “Es el amor de mi vida”, declaraba el novio, abrumado de felicidad. Y añadía: “doy gracias por tenerla a mi lado el tiempo que me quede. Es un ángel”.

Sentada en un rincón del Café La Pérgola, llevando luto por sí misma, Salomé Fiore estuvo a punto de atragantarse con el coñac.

—Señora, ¿ha terminado con el periódico? —le espetó un camarero escuálido.

Indignada por la interrupción, la mujer lo fulminó desde detrás de sus gafas oscuras.

—¿Tú sabes quién soy yo, fantoche?

—Pues ni lo sé ni me importa, francamente —respondió él, desabrido—. Pero suelte ya El Dominical, que me lo está chafando y me lo reclaman otros clientes.

Con un temblor incontrolable en la barbilla, Agustina Pérez le tendió el diario al chaval, que se lo arrebató sin miramientos.

—Será posible con la vieja chiflada…

En la mesa de al lado, unas chicas comentaban con genuina adoración lo elegante y bonita que iba siempre Graciela Ruano.

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