A la vista de que don Arturo, padre fundador de este medio, puede rellenar unas cuantas líneas hablando de cenas insustanciales —ficticias, eso sí— con sus colegas de profesión, supongo que yo, aunque con menos galones, tengo derecho a la misma licencia con mis insípidas conversaciones con mis amigotes del barrio. Así que allá vamos.
Me topo con César, guitarrista de The Iluminados, parapetado tras un café a las diez de la mañana en uno de esos modernos Coffees “para llevar” que tanto le gustan a los hipsters, signifique lo que signifique la palabra hipsters. (Aprovecho, quizá este sea el fin principal de este artículo, para recomendarles su último disco, A sol abierto.)
Lo primero que pienso es que en otros tiempos un encuentro así hubiese sido inverosímil en este escenario y a estas horas intempestivas. Probablemente ambos estaríamos durmiendo tras una noche sobrecargada de alcohol y nicotina. Pero las cosas cambian, a pesar de que ambos sigamos vistiéndonos con vaqueros desgastados y camisas de cuadros en un intento por ocultar que la vida, como a cualquiera, nos ha pasado por encima y nos ha colocado, en el mejor de los casos, en el bando de los escépticos.
César paga las consumiciones y salimos a la calle con nuestros vasos de cartón para poder encender unos pitillos. Después de ponernos al día —tampoco hay mucho que contar—, César, que es un tipo agradecido, me comenta que sigue mi sección en este medio y que, a juzgar por lo que lee, no hay diferencias notables entre el mundo de la música y el de la literatura. En cualquiera de tus artículos, me asegura, puedes cambiar escritor por músico y seguiría teniendo el mismo sentido.
Nos enzarzamos en una conversación vehemente, de esas que pretenden resolver el mundo y que básicamente solo sirven para escucharse a uno mismo y vomitar tus pataletas intelectualoides, sobre el arte y todo lo que le rodea.
César trata de convencerme de que el paradigma ha cambiado y de que ahora sobran los terceros. Yo simplemente aspiro el cigarrillo mientras le escucho y busco unos argumentos con los que intentar polemizar y rebatir los suyos, si no, qué gracia tendría cualquier conversación. Él llama terceros a la figura del productor —en lo que a música se refiere— y al editor —en lo que a escritura concierne—. Me anima a escribir sobre ello en mi próximo texto para Zenda, este que tienen abierto en su pantalla.
Un grupo, creo que utiliza como ejemplo a Radiohead, puede colgar su disco en una plataforma y ofrecerlo a sus seguidores sin pasar por intermediarios con unas ventas similares a las que tendría si estuviese avalado por un sello. Lo mismo podría suceder con un autor de éxito, Vargas Llosa por ejemplo o el mismísimo Stephen King, que de hecho ha llevado a cabo alguna experiencia parecida con alguno de sus relatos en forma de audiolibros.
Como ven, no hablamos de autoedición mediocre, sino de la industria con mayúsculas. También de las desventajas que supone que, por culpa de este fenómeno, ambas se confundan. Pero no nos desviemos demasiado.
Sí, es posible, que efectivamente el paradigma haya cambiado, al igual que nosotros, por mucho que intentemos parecer los mismos, y los nuevos canales lo permitan. Pero pienso que no solo se trata de que, como decía Dylan, for the times they are a-changin. Algo falla cuando los autores (literarios o musicales) percibimos a editores o productores como un tercero, como un intermediario que resta parte de las ganancias y no como parte integrante del proceso creativo. Incluso parte necesaria, diría.
La culpa, le digo a César por fin, no solo es del puto paradigma —palabra que no dejamos de repetir, signifique también lo que signifique— sino de que se han convertido en terceros. Prueba de ello es que hace apenas unas semanas El País Semanal publicaba un reportaje que titulaba, sin ningún pudor, Editores. Los últimos de una especie. En él recogía las impresiones de cuatro dinosaurios del oficio (Antoine Gallimard, Jorge Herralde, Daniel Divinsky y Sonny Mehta), dando por hecho que eran los últimos bastiones de un oficio que está mutando hasta convertirse en lo que mi amigo César considera un tercero prescindible.
Vivimos en una sociedad de microfamas, me decía el otro día el artista Aitor Saraiba. Puede que ahí esté la clave del asunto. Microfamas fugaces, añadiría yo. No es que el listón de la calidad haya descendido unos centímetros (o unos metros), que también, es que el deporte que se practica es diferente. Se edita y se produce con microcuotas de mercado que mutarán el otoño próximo y a las que urge llegar lo antes posible. Y, claro, en este terreno de juego empieza a sobrar el árbitro.
Lo peor de todo, amigo César, es que sospecho que de aquí a poco no solo sobrarán los terceros, sino quién sabe si también los primeros.
En cualquier caso, apuramos nuestros cafés y nuestros cigarros y nos despedimos de común acuerdo. Ambos, a pesar de que él es colchonero, estamos convencidos de que Fernando Torres es un jugador sobrevalorado. Pero hoy no toca hablar de poesía.
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