Foto: Daniel Mordzinski Almudena Grandes había comenzado a publicar tan joven, su figura resultaba tan contundente e inamovible que transmitía la impresión de que no envejecía: las autoras que publicamos en torno a los 2000 crecimos con su obra ya asumida, con su primera novela, Las edades de Lulú, como un recuerdo remoto, y el éxito de las posteriores clavado en las librerías y en las retinas: cuentos como “Modelos de mujer”, o novelas cada vez más sólidas, menos generacionales, como Los aires difíciles, que atestiguaban el proceso y la madurez de una autora que se dirigía hacia la escritura de la memoria, y no solo de la ocurrencia.
Gozaba de un oído privilegiado para los diálogos y de un ritmo narrativo envidiable: de todo lo que podía aprenderse de ella, destacaría esa rapidez de lectura, esa sensación de que una de sus novelas, una vez comenzada, no podía abandonarse. Resultaba hipnótica en su narración, con una capacidad inusual para reflejar en las conversaciones los detalles y la psicología de los personajes. Sus historias eran frescas y reales, en la medida en la que lo son las fotografías tomadas sin que sus protagonistas lo sepan. Le movía una ambición literaria enorme, la necesaria para abordar la tarea a la que se había encomendado: y era transparente como lo son las historias duraderas.
Almudena Grandes hablaba del deseo y de la pérdida con idéntica pasión, con la decidida intensidad que dedicaría en sus últimas novelas a la defensa de los vencidos y a la reivindicación de las voces silenciadas. Y la pasión resulta contagiosa. Se convirtió una de esas escritoras que no necesitaba apellido: Almudena era ella, en sus artículos en ocasiones vitriólicos y sus entrevistas a corazón abierto, en el tú a tú de las firmas, de colas interminables, y de las conferencias en las que la libertad y la rebeldía nunca se encontraban ausentes. Ni siquiera sus enemigos podían negar su éxito, ni su talento: quizás por eso tuvo tantos, pero tan insignificantes.
Quienes la conocieron más íntimamente destacaban su risa: yo hablaría, en cambio, de su mirada, que nunca parecía errante ni ociosa, que se clavaba, oscura y perspicaz. Era rápida, ingeniosa y sarcástica: ocultaba en lo que callaba una historia más, un comentario más, un giro más de la conversación. Parte de la atónita sorpresa que me ha causado su muerte se debe a que la creía inagotable, invencible: siempre había estado ahí, y nada presagiaba que alguna vez desaparecería.
Deja una obra larga y exitosa. En unos meses, su última novela, la que finalizó en meses de dolor y de valor, aparecerá en librerías, y ahuyentaría un poco su ausencia: pero qué lástima, qué perdida para los lectores ese silencio, esa partida, todo lo que perdemos, todo lo que le quedaba por escribir.
Cierto, todo lo que le quedaba por escribir, un desconsuelo!