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Sobre «Ariel», de Sylvia Plath

Sobre «Ariel», de Sylvia Plath

Nadie pone en duda, a estas alturas, el lugar central que ocupa este libro en la poesía angloamericana del siglo pasado. Como La tierra baldía cuarenta años antes, Ariel es el resumen o el icono de un estallido creativo cuyas ondas siguen llegando hasta nosotros y terciando en nuestra manera de leer y comprender la poesía. Sin proponérselo, el libro de Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963) simbolizó una manera de plasmar líricamente la condición femenina que tuvo amplia resonancia a finales de los años sesenta y los primeros setenta: los primeros trabajos de Sharon Olds o de Louise Glück, por ejemplo, no se entienden cabalmente sin su influjo.

Plath murió muy joven —con apenas treinta años—, y cuando el movimiento feminista, al menos en Inglaterra y Estados Unidos, daba sus primeros pasos, pero la honestidad emocional y expresiva de estos poemas, su violencia desinhibida y su buceo liberador en los pliegues más hondos de la psique dieron permiso a muchas escritoras para expresarse sin reservas y eludir las trampas de la autocensura y el decoro castrante. La forma en que Plath maneja las imágenes y extrae su jugo a símbolos tomados de la mitología clásica y de sus lecturas de Jung y Robert Graves (en especial La Diosa Blanca) supuso un hito en la dramatización de la experiencia personal que fue el campo de batalla de casi todos los poetas que la siguieron, hombres o mujeres. En este sentido, llevó más lejos que nadie la estética confesional de Robert Lowell en Life Studies (Estudios del natural, 1959), quitándole peso narrativo y fiándolo todo, o casi todo, a la lógica interna de sus símbolos y metáforas.

"Hughes estaba empeñado en que Ariel no pasara desapercibido, y para ello primó el criterio de calidad —a sus ojos, claro— sobre el de coherencia interna"

Sin embargo, como tantos libros que importan, Ariel tiene una historia editorial algo confusa o complicada. Y es una historia, además, que ha condicionado el modo en que seguimos leyendo esta poesía y el propio mito Plath, el aura de leyenda que la envuelve. Sabemos que el libro que se publicó en 1965 de manera póstuma no es el que su autora dejó listo antes de quitarse la vida en febrero de 1963. Y no lo es porque el poeta Ted Hughes, marido y por tanto albacea de Plath a su muerte (su separación estaba tan reciente que nunca llegó a formalizarse), suprimió hasta doce poemas del conjunto original, que Plath había cerrado en noviembre de 1962, para incorporar otros tantos escritos después y que habrían sido, se supone, el germen de un nuevo libro.

Hughes explicó a menudo las razones de este proceder: en el momento de su muerte, Plath no era ni mucho menos una poeta célebre ni reconocida más allá de un círculo de críticos y lectores especializados; ella misma había enviado esos poemas de última hora a revistas y periódicos, de modo que eran ya del dominio público y parecía oportuno integrarlos en el libro; y Hughes estaba empeñado en que Ariel no pasara desapercibido, y para ello primó el criterio de calidad —a sus ojos, claro— sobre el de coherencia interna. Es verdad que Hughes conocía bien la obra y los métodos de trabajo de Plath. Lo es también que se tomó libertades que desde este lado del tiempo resultan problemáticas.

El resultado, en todo caso, es una cornucopia de poemas memorables («Filo», «Olmo», «Papi», «Tulipanes», «Los maniquís de Múnich», etcétera), pero a costa de emborronar el sentido global del conjunto y de oscurecer la evolución fulgurante, velocísima, de su autora en esos diez meses de milagrosa creatividad que precedieron a su muerte. Y es que el Ariel original, escrito ente abril y noviembre de 1962, se centraba en el proceso de liberación personal y toma de conciencia de la protagonista femenina. Un proceso en el que hay dosis apreciables de ira, violencia, júbilo, temor y angustia, a menudo en el mismo poema, pero que resuelve la ruptura inicial con el amado en un reencuentro orgulloso consigo misma, con su propia energía latente, también con las fuerzas oscuras que la habitan y que a veces rebrotan para amedrentarla. Lo que Plath descubre en estos poemas del verano y el otoño de 1962 es que cuanto más se resiste a reconocer su propia naturaleza oscura (que no es oscura per se, sino porque ha estado reprimida por las convenciones sociales, de signo patriarcal) más intensos son su miedo y su angustia. De ahí la aprensión que recorre poemas como «Olmo» y «La luna y el tejo»; de ahí también el gozo transgresor del poema homónimo, que narra en términos míticos un paseo a caballo al amanecer y lo convierte en emblema casi fílmico de ese proceso de renacimiento personal.

"Plath fue víctima de su propio arte, de esa palabra reveladora y magistral que desnudó de ilusiones y engaños consoladores el escenario del vivir"

El problema es que ese viaje no se detiene y condena a su protagonista a enfrentarse con sus propios demonios psíquicos, que en el caso de Plath venían de lejos. Pasada la euforia inicial, el yo es arrojado a un paisaje de soledad y esterilidad emocional en el que las palabras, esas mismas que habían guiado su viaje a las profundidades de la psique, se muestran incapaces de conjurar o trascender el vacío de la existencia. Al movimiento ascendente de los poemas de 1962 le corresponde, digamos, un movimiento descendente que sustituye el entusiasmo inicial por una postración absoluta y, finalmente, incurable. Ese es el paisaje mental y emocional de los poemas de enero y febrero de 1963, aliviado solo en parte por la presencia del mundo infantil de sus hijos, con sus juegos y emblemas (en «Globos» o «Bondad»).

Así que el Ariel que ha llegado hasta nosotros contiene en realidad dos libros, dos etapas creativas, que serían tres si contamos con los textos de 1961 que la autora incluyó en el índice original. A la luz de estos poemas y de otros de la misma época que aparecieron en libros posteriores (Crossing the Water y Winter Trees, ambos de 1971), podría decirse que Plath fue víctima de su propio arte, de esa palabra reveladora y magistral que desnudó de ilusiones y engaños consoladores el escenario del vivir. Su muerte, desde luego, no era inevitable ni estaba escrita en las estrellas (casi todas las hipótesis apuntan a que su suicidio fue un grito de auxilio que salió mal), pero también es cierto que nadie sale indemne de la escritura de un libro como Ariel. Ni, en mucha menor medida, de su lectura. Como el último en un ilustre linaje de traductores españoles, solo me cabe esperar que el lector de esta nueva edición perciba con claridad los valores de este libro feroz y memorable, que sigue tan vivo como cuando se publicó, hace justo 55 años.

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Autor: Sylvia Plath. Ilustraciones: Sara Morante. Traducción: Jordi Doce. TítuloArielEditorial: Nórdica. VentaTodostuslibros y Amazon

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