Pedro Barceló, catedrático emérito de historia en Alemania y experto en la relación iglesia-estado en el mundo romano, escribe este texto sobre los orígenes del Papado y la interacción entre política y religión en su devenir histórico hasta nuestros días.
1. Introducción
Pontifex maximus: política y religión a la sombra de la Basílica de San Pedro
Desde la consolidación de la doctrina cristiana en el Imperio Romano a lo largo del siglo IV, las divergencias religiosas adquieren un marcado carácter político. Notoriamente cada vez con mayor frecuencia y con creciente agresividad y crudeza, se dirimían distinciones sutiles y especulaciones filosóficas sobre la esencia de Dios y de la Trinidad (¿era el Hijo, logos, consubstancial respecto al Padre?, monofisitas versus diofisitas, etc.), formuladas a través de sentencias persuasivas, a veces intimidatorias. Se debatían dogmas de fe en numerosos tratados, que derivaban en disputas teológicas, donde se interpretaban fórmulas y conceptos en torno al adecuado seguimiento de las enseñanzas cristianas. Al mismo tiempo y no con menos intensidad y virulencia, los posicionamientos a favor o en contra de determinadas opciones teológicas se extendían a los procesos de ocupación de las sillas episcopales. Cuando esto se producía, los enfrentamientos podían derivar en reyertas de masas. La obtención del obispado romano, pero no solo este, aparece frecuentemente enturbiada por una serie de encarnizadas disputas en las que no son ajenos elementos tumultuarios y violentos. Uno de los ejemplos más drásticos, que ilustran la brutalidad que podía desatarse durante semejantes contiendas, lo consigna el historiador Amiano Marcelino al referirse al mano a mano entre Dámaso y Ursino, los candidatos a la cátedra episcopal romana en el año 366, en cuyo transcurso se contabilizaron 137 muertos, víctimas de las luchas callejeras desencadenadas en torno a la elección del titular de la sede.
Empecemos nuestras observaciones con una breve mirada a la monumental fachada principal de la basílica de San Pedro en Roma, donde aparece el siguiente texto, que ensalza y celebra al papa bajo cuyo pontificado fue concluido el espectacular edificio:
IN HONOREM PRINCIPIS APOST(olorum) PAULUS V BURGHESIVUS ROMANUS PONT(ifex) MAX(imus) AN(no) MDCXII PONT(ificatus sui) VII
(En honor del Príncipe de los Apóstoles Pablo V Borghese de Roma, pontifex maximus, edificado en 1612 en el séptimo año de su pontificado).
La conocida y desde lejos bien visible inscripción en la imponente entrada de la basílica vaticana testimonia que en la época en la que se inauguró el enorme y emblemático templo de la cristiandad, cuya construcción se había prolongado durante siglos, el obispo de Roma utiliza el título de pontifex maximus como instrumento diferencial de su cargo y como medio para comunicar públicamente su alta dignidad sacerdotal. Es decir, en pleno siglo XVII, esta titulatura de origen netamente pagano, pues sus raíces se insertan en el centro del culto politeísta que imperó en Roma durante siglos, los papas eran identificados a través de una denominación que tuvo que ser objeto de una intensiva metamorfosis antes de que pudiera ser completamente adaptada al ideario sacerdotal cristiano. También en la actualidad los titulares de la cátedra episcopal romana son identificados a través de dicha fórmula protocolaria, que proviene de la ancestral religión romana.
2. El pontifex maximus como cabeza de la religión pagana
Sobre las raíces milenarias y las atribuciones del personaje investido del sacerdocio conocido como pontifex maximus, cuyo titular era el más alto representante del entramado cultual pagano, no me voy a extender aquí. Sólo pretendo consignar brevemente algunos aspectos de la evolución y transmisión de esta dignidad sacerdotal en la era imperial romana. Al contrario de las magistraturas, que se desempeñaban durante un año, los cargos sacerdotales, que también eran ejercidos por los miembros de la élite política, eran de carácter vitalicio. Estaban organizados en colegios, y sus componentes accedían regularmente a ellos a través de un proceso interno de cooptación por los miembros de la respectiva agrupación cultural. Esto era el caso, por citar solo unos ejemplos, de los colegios de los augures, de los fratres arvales, de los septem viri epulonum o de los pontífices. Su líder era el pontifex maximus, que, a partir de la lex Domitia de sacerdotiis promulgada en el año 104 a. C., accederá a su cargo, al igual que los demás sacerdotes, tras ser elegido por los comicios, arrebatándoles así a los miembros de las corporaciones sacerdotales la facultad de cooptar a sus miembros, prerrogativa que desde este momento pasará a ser ejercida por el populus. Una de las elecciones pontificales más espectaculares tuvo lugar en el año 63 a. C., que fue, sin lugar a dudas, uno de los periodos más agitados en la ya de por sí turbulenta República romana tardía.
Mientras que por estas fechas el cónsul Marco Tulio Cicerón intentaba desbaratar la conjuración de Lucio Sergio Catilina, el edil Cayo Julio César, miembro de una antigua familia patricia venida a menos, pretendía ser elegido pontifex maximus, enfrentándose a Quinto Lutacio Cátulo y Publio Servilio Isáurico, dos destacados miembros de la aristocracia senatorial, que ya habían alcanzado el cénit de su carrera política (cursus honorum), hecho que, según la tradición, les predestinaba a acceder a la alta dignidad sacerdotal. Pero los sucesos en torno a asumir el liderazgo del colegio pontificio en el año 63 a. C. serían atípicos y su resultado verdaderamente espectacular. El relativamente joven e inexperto César, quien sobre el papel tenía las peores expectativas para ocupar el cargo, tuvo que movilizar una notable cantidad de apoyos para asegurarse su elección. Endeudándose hasta la médula, recopiló enormes cantidades de dinero, que en gran parte le prestó el hacendado Marco Licinio Craso, para sobornar al electorado y conseguir la anhelada dignidad sacerdotal. Se cuenta que el día de la elección, antes de salir de su domicilio, le dijo a Aurelia, su madre, que retornaría a casa como sumo sacerdote de la religión romana o, en caso contrario, partiría inmediatamente al exilio para librarse del acoso de sus acreedores: así iban las cosas en la Roma del primer siglo antes de nuestra era.
Tras la violenta muerte de César (44 a. C.) quedó vacante la dignidad más prestigiosa del culto oficial. En medio de la turbulenta guerra civil que azotó a Roma en los últimos decenios del siglo I a. C., Marco Emilio Lépido aprovechará la ocasión para posesionarse del codiciado sacerdocio, que no dejará de ocupar hasta su muerte en el año 12 a. C. A partir de este momento se produce un cambio sustancial en el proceso de la asignación del sacerdocio. Augusto, el nuevo señor de Roma, se apropiará del cargo de pontifex maximus, que después de él será exclusivamente monopolizado por sus sucesores en la dirección del Imperio. El estar investido de la dignidad de pontifex maximus se convertirá en un hecho diferencial de los emperadores romanos, que exteriorizarán su notable relevancia política y social a través de la inclusión del sumo pontificado en la titulatura imperial. En esta función y durante cerca de cuatro siglos, los emperadores ejercerán la supervisión del culto oficial y garantizarán la existencia de todas las comunidades cultuales reconocidas por el Estado. Actuarán como última instancia en los asuntos referentes a la regulación de las prácticas religiosas del Imperio.
Con el gobierno compartido por los emperadores Graciano (375-383) y Teodosio (379-395) se cierra un capítulo en la historia de la religión romana. Durante el reinado de ambos emperadores, cristianos nicenos convencidos, la denominación pontifex maximus como parte de sus atribuciones imperiales cae en desuso. Debido a la fuerte connotación politeísta de este antiquísimo y venerable sacerdocio, símbolo del tradicionalismo pagano, los emperadores cristianos evitan todo lo que está relacionado con él. Poco tiempo después, la referencia a dicha dignidad pontifical desaparece de la titulatura oficial de los emperadores romanos y pasa así al olvido.
A partir de este momento, se produce un hito temporal en el uso de la denominación de pontifex maximus, que, al contrario de lo que afirma la opinio comunis, no durará hasta el Papado de León I (440-461), sino que se prolongará hasta finales del siglo XIV, como a continuación pretendo demostrar. Dado que a partir de cierto momento, que intentaré precisar, la dignidad sacerdotal de pontifex maximus aparece íntimamente asociada a los titulares de la cátedra episcopal romana (como muy bien demuestra la inscripción en la fachada de la basílica de San Pedro en Roma), es necesario revisar el Papado de León I, con la finalidad de dilucidar si dicha titulatura, que entonces aún aparecía impregnada de fuertes connotaciones paganas, hubiera podido ser asumida, sin más, por los obispos de Roma.
3. Las controversias teológicas tardoantiguas
León (440-461) era de otro calibre que su predecesor Celestino. Durante su episcopado se celebraron el controvertido Segundo Concilio de Éfeso y el Concilio de Calcedonia (451), que proclamó la divinidad y la humanidad de Cristo, «consustancial al Padre por su divinidad, consustancial a nosotros por su humanidad». En la memoria histórica perdura León I por su encuentro con Atila, rey de los hunos, en Mantua (452), exhortándole a que abandonara Italia. Según la opinión común en la investigación, fue el primer obispo de Roma que asumió el título de pontifex maximus. A continuación, voy a extenderme sobre el panorama teológico del episcopado de León I para poder extraer conclusiones sobre la cuestión que aquí nos ocupa.
Consciente de que la teología alejandrina había obtenido el liderazgo doctrinal en la Iglesia de Oriente, Eutiques, portavoz del obispo de Alejandría en la corte de Constantinopla, formuló una fórmula monofisita, según la cual la encarnación de las dos naturalezas de Cristo provenía de una sola naturaleza divina (monon physis); una postura que excluía la equiparación de Cristo con una naturaleza humana. Frente a este posicionamiento, Flaviano, el obispo local, condenó la doctrina monofisita en un sínodo convocado en Constantinopla (448). Pero el archimandrita Eutiques era el padrino bautismal del todopoderoso Crisafio, favorito del emperador Teodosio II, lo que le aseguraba el favor de la corte. Consiguió que el emperador le encargara a su aliado más poderoso, al obispo de Alejandría Dióscoro, sucesor de Cirilo, la dirección de un nuevo Concilio en Éfeso (449).
El denominado Latrocinio de Éfeso, expresión que se debe al obispo romano León I, donde se escenificará de nuevo el enfrentamiento entre Constantinopla y Alejandría, pasará a los anales de la historia de la Iglesia como una de las más turbulentas asambleas eclesiásticas. Al comienzo de la reunión, Hilario, el legado del obispo romano León, trató de leer una carta dirigida a la asamblea, lo que, sin embargo, impidió Dióscoro. Arropado por la protección de la corte imperial, Dióscoro tramitó la rehabilitación de Eutiques, cuya doctrina había sido condenada un año antes en Constantinopla. Luego logró que todo aquel que osara cambiar una sola palabra del credo de Nicea fuera anatematizado. La intención era deponer a Flaviano. Cuando el legado del obispo de Roma y Flaviano pusieron en duda la credibilidad del obispo de Alejandría, se produjo un tumulto en cuyo trascurso Dióscoro abrió las puertas de la sede conciliar. Entonces una multitud de personas, desbordando la resistencia de los soldados y monjes encargados de mantener el orden, penetró en el recinto amenazando a los adversarios del obispo de Alejandría de forma violenta, obligándolos a desistir. Poco después la mayoría de los obispos presentes —si bien algunos de ellos debido a sus propias convicciones— aceptó las ideas de Dióscoro. Sin embargo, las cátedras episcopales más importantes del Imperio, Roma, Constantinopla y Antioquía, se opusieron vehementemente a las decisiones del Segundo Concilio de Éfeso. Por otra parte, los célebres obispos Ibas de Edesa, Domno de Antioquía o Teodoreto de Ciro fueron depuestos y desterrados. Lo mismo le ocurrió a Faviano de Constantinopla, que falleció poco tiempo después.
Dióscoro se pudo considerar en otoño de 449, al igual que su predecesor, Cirilo, que en el año 431 había provocado en Éfeso el derrocamiento de Nestorio, en la cumbre de sus aspiraciones, especialmente porque el emperador Teodosio II le había otorgado el apoyo necesario. El metropolita alejandrino había consolidado su liderazgo de opinión en el seno de la Iglesia de Oriente, lo que propició decididamente el avance teológico del monofisismo. Sus opositores fueron relegados de sus sedes episcopales o condenados al silencio. Con ello, la controversia cristológica había quedado resuelta o así parecía por lo menos.
De repente, la situación cambió de manera radical cuando Teodosio II se cayó del caballo y murió inesperadamente (450). Le sucedió el renombrado militar Marciano y Pulqueria, la hermana del difunto emperador, ávida seguidora de las enseñanzas diofisitas, aunque respetando al mismo tiempo su voto de castidad, se casó con el nuevo emperador. De pronto se abrió un nuevo capítulo en la política de la Iglesia, en el que los opositores de Dióscoro lograron alcanzar un renovado protagonismo.
Por estas razones, en octubre del año 451 se convocó un nuevo Concilio por invitación del emperador Marciano en la Basílica de Santa Eufemia, en Calcedonia, suburbio de Constantinopla, por aquellas fechas la iglesia más grande de la cristiandad, al que asistieron cerca de 450 obispos. Su misión era la aclaración definitiva del problema cristológico, que amenazaba con destruir la cohesión de la Iglesia oriental.
En las deliberaciones del Concilio de Calcedonia estuvieron presentes todos los obispados importantes de Oriente y una representación de la Iglesia de Occidente, encabezada por el legado del obispo de Roma. Ya en la primera reunión se rechazaron las resoluciones del Concilio de Éfeso del año 449. Tras un acalorado debate, que reflejaba el nuevo equilibrio de poder, el obispo de Alejandría Dióscoro fue condenado y relegado de su cátedra episcopal. La cooperación entre los obispos de Roma y Constantinopla, fortalecida por el apoyo de la corte imperial, se ganó a la mayoría de la asamblea. Como resultado teológico del Concilio de Calcedonia se promulgo una fórmula diofisita, según la cual existía un solo Cristo en (no sólo a partir de) dos naturalezas, inseparables, pero no mezcladas entre sí. Con la adopción de la confesión de fe diofisita se dio la espalda a los nestorianos y se produjo una rotunda negación de la doctrina monofisita.
El resultado de las disputas cristológicas sobre la naturaleza y la persona de Jesús unificó, por un lado, a una parte del episcopado oriental con la Iglesia de Occidente, pero también produjo, por el lado contrario, una profunda división en la cristiandad oriental, cuyas consecuencias políticas afectaron a la cohesión de las regiones dominadas por grupos disidentes. Mientras que la periferia del Imperio Romano de Oriente (Egipto, Siria, Armenia) permaneció en términos generales monofisita pese a las decisiones de Calcedonia, toda Asia Menor, Constantinopla y el Imperio Occidental se adhirieron firmemente a la doctrina diofisita. La alianza tradicional entre los obispos de Roma y Alejandría, que procedía de los tiempos de Atanasio y Julio (mitad del siglo IV), se rompió definitivamente a raíz de la controversia cristológica y las decisiones de Calcedonia. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, los obispos de Roma y Constantinopla, que en los debates teológicos del Concilio de Calcedonia aún habían cooperado estrechamente, por motivos de rango, jerarquía y prestigio de sus respectivas sedes, sembrarán las semillas de un nuevo cisma eclesiástico que aún hoy no ha podido ser superado.
Los caminos divergentes que emprendieron la Iglesia occidental y la oriental a raíz de la controversia trinitaria y las cuestiones relacionadas con las grandes figuras teológicas de los siglos IV y V aumentaron, adicionalmente, debido a la rivalidad existente entre las principales cátedras episcopales del Imperio. Aunque el obispo de Roma ostentara un lugar de honor protocolario, este no poseía una posición de primacía sobre el episcopado. La constante presencia del emperador en Constantinopla restringía de forma considerable las posibilidades del obispo local. A ello se añadió la rivalidad entre los obispos de Alejandría y Antioquía con respecto al titular de la sede del Bósforo. Muy diferente era la situación en Roma. El impotente emperador de Occidente residía principalmente en Rávena, hecho que le confería al obispo León I una notable capacidad de maniobra, suficiente para potenciar sistemáticamente su autoridad sobre su propia sede episcopal. La ideología de la sucesión apostólica que se remitía hasta el apóstol Pedro, será esbozada ahora, con notable contundencia, a raíz de las disputas surgidas entre Roma y Constantinopla. Arropada por la tradicional preponderancia de Roma, consecuencia del legado de la historia y por ello basada en motivos políticos, el obispo romano de turno pretenderá erigirse en el portavoz indiscutible de la parte occidental del Imperio, sumida desde el siglo V en el caos de las invasiones bárbaras.
4. El obispo romano León I ¿primer pontifex maximus?
En vista de la enorme relevancia de los temas teológicos debatidos en la época que hemos analizado brevemente y de la especial significación del titular de la cátedra episcopal romana, León I como importante interlocutor en estos procesos, se genera una corriente de opinión que le atribuye un marcado protagonismo en la configuración del Papado de Roma. Por una parte se le considera como el impulsor de la identificación del apóstol Pedro con el obispado de Roma. Al presentar a Pedro como Príncipe de los apóstoles, el titular de la sede romana, su presunto sucesor, se convierte igualmente en una suerte de líder de los obispos occidentales. Por otra parte, se cree que fue León I quien recogió el guante echado a tierra por los emperadores Graciano y Teodosio al distanciarse del sumo pontificado, desposeyéndolo de su impregnación pagana y revistiéndolo de un nuevo significado cristiano. Según esta visión, León I habría sido el primer obispo de Roma en rescatar el título de pontifex maximus del olvido e incluirlo en la titulatura papal, como apuntan los estudiosos de la materia. ¿Qué clase de información certifica este osado trasvase de una dignidad sacerdotal, recientemente desechada por su significado pagano, a un título ostentado por uno de los más prestigiosos dignatarios del culto cristiano? La búsqueda de las fuentes que testimonian la asunción del título de pontifex maximus por León I, deriva en una verdadera aventura. La principal prueba que se aduce al respecto consiste en una inscripción desaparecida de la que tenemos constancia solo a través de una notificación del insigne historiador B. G. Niebuhr, cuyo valor testimonial no puede ser comprobado.
Una visión crítica de los hechos nos muestra que la atribución del sumo pontificado a León I se basa en una interpretación más que problemática de unas fuentes, que vistas de cerca, se revelan inexistentes, y en una valoración errónea de los antecedentes subyacentes. No hay que olvidar que, desde que León I asumió la cátedra episcopal romana, apenas habían transcurrido dos generaciones desde que los emperadores cristianos desdeñaran el título por su acendrado olor pagano. También hay que considerar que no disponemos de ninguna noticia fiable de que sus sucesores en la silla de San Pedro utilizaran el título de pontifex maximus para definir su episcopado. ¿Qué sentido tendría si León I haya sido el único obispo de Roma en adornarse con un título de procedencia pagana que ninguno de sus sucesores inmediatos se decidiera a utilizar? De todo esto se desprenden serias dudas de que León I habría sido el primer obispo romano en adoptar la denominación de pontifex maximus. Dado que, muchos siglos más tarde, los papas sí que se valdrán de dicho título para reforzar su prestigio (recordemos la inscripción en el portal de la basílica vaticana que encabeza este texto), hay que cuestionarse a partir de qué momento se produjeron las circunstancias favorables que propiciaron semejante adaptación. O dicho de otra manera: ¿cuándo habría sido el momento oportuno para que los papas de Roma se sirviesen del título de pontifex maximus y, sobre todo, con que finalidad lo hicieron?
5. El Cisma de Occidente: un salto a la historia medieval
A principios del siglo XIV, los obispos de Roma, para sustraerse de la enorme presión de las familias aristocráticas y del pueblo romano, siempre dispuestos a interferir en la política papal, habían trasladado su residencia a Aviñón. Desde Clemente V (1305-1314), nada menos de seis papas – Juan XXII (1316- 1334); Benedicto XII (1334-1342); Clemente VI (1342-1352); Inocencio VI (1352-1362); Urbano V (1362-1370) y Gregorio XI (1370-1378) – lideraron la cristiandad occidental desde la ciudad gala. Pero su permanencia allí resultaba a veces tan o incluso más problemática que su estancia en Roma, dado el férreo control que el rey de Francia quería imponer sobre el colegio cardenalicio y el Papado. El tan deseado regreso del papa Gregorio XI a Roma no había logrado solucionar la cantidad de los problemas políticos existentes y, estando a punto de abandonar de nuevo la ciudad para retornar a Aviñon, Gregorio falleció en el año 1378.
El cónclave para elegir al nuevo papa inició sus sesiones el 7 de abril de 1378 en Roma con la asistencia de 16 cardenales (10 de ellos eran franceses) de los 24 que componían el estamento cardenalicio. Mientras iban llegando los restantes miembros del colegio electoral, las turbas romanas les gritan enfervorizadas: lo queremos romano o al menos italiano. No tardaron en penetrar por la fuerza en las estancias pontificias amenazando a los atemorizados príncipes de la Iglesia. Los cardenales hicieron saber a las autoridades civiles que, si continuaban las presiones, la elección no podría considerarse válida. Tras enconadas discusiones y a instancias de los cardenales Pedro Martínez de Luna y Jean de Cros, fue elegido al fin el arzobispo de Bari, Bartolomeo de Prignano, quien tomaría el nombre de Urbano VI.
Todos los cardenales, incluidos los franceses vinculados con Aviñón, saludaron las primeras medidas de Urbano VI, que se propuso evitar algunos abusos cometidos por sus antecesores así como reformar la Curia y fortalecer la unidad en la Iglesia. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a mostrarse altanero, desconfiado y colérico en sus relaciones con los cardenales, reprochándoles en público su absentismo, su afán de lujo y su vida lasciva. La actitud del papa, junto al hecho de que se negara rotundamente a regresar a Aviñón, hizo que, con la excusa del calor que padecía Roma, los cardenales, salvo los cuatro italianos, se reunieran en Anagni, donde el 9 de agosto de 1378 publicaron una declaración conjunta dirigida a toda la cristiandad en la que anulaban la elección de Urbano VI, asegurando que había sido ilegal, al haberse efectuado mediante la presión y la violencia del populacho romano. Declararon vacante la Santa Sede y convocaron un nuevo cónclave.
El 20 de septiembre de 1378, con la esperanza de que Urbano VI ante el rechazo sufrido abdicara, los cardenales que en su día le habían elegido, incluidos los italianos, salvo el entretanto fallecido cardenal Tebaldeschi, se reunieron en Fondi, territorio del reino de Nápoles, y se pronunciaron bajo la protección del rey Carlos V de Francia a favor del cardenal Roberto de Ginebra, que adoptó el nombre de Clemente VII. De esta manera se inició el llamado Cisma de Occidente, que duraría hasta la celebración del Concilio de Constanza en 1417.
A partir de 1378, la cristiandad se dividió en dos obediencias. El Sacro Imperio Romano Germánico, Italia y Flandes se pusieron a favor de Urbano VI, mientras que Francia, Castilla, Aragón y el resto de Europa se decantaron por Clemente VII, que trasladó su residencia a Aviñón. También las universidades tomaron parte en el conflicto; en general, las que sostenían posicionamientos nominalistas apoyaron a Urbano VI. En cambio, las que se mantuvieron fieles a los principios tomistas se manifestaron a favor de Clemente VII o permanecieron neutrales. Urbano y Clemente se excomulgaron mutuamente. Las comunidades cristianas quedaron profundamente conmocionadas. Debían posicionarse a favor o en contra de dos pretendientes que reclamaban ser el representante de Dios y de su Iglesia. El caos era tremendo: muchas diócesis eran administradas por dos obispos, existían monasterios con dos abades, órdenes religiosas con dos generales, parroquias con dos rectores. Por ejemplo, de las 24 provincias de los dominicos, 19 obedecían al papa romano, mientras que 5 aceptaron la autoridad al papa aviñonés, que al igual que sus predecesores también era reconocido como legitimo obispo de Roma. Cada obediencia tenía incluso sus propios santos: Catalina de Siena era urbanista, mientras que Vicente Ferrer estaba a favor de Clemente VII.
Con el fallecimiento de Urbano VI, acontecido en 1389, parecía haber llegado el momento para acabar de una con el Cisma. Para ello bastaba con que los cardenales de la sede romana reconocieran al papa Clemente VII, con lo que se habría zanjado el problema. Sin embargo, dichos cardenales se dieron prisa en convocar un nuevo cónclave y, el 2 de noviembre de 1389, elevaron al cardenal napolitano Pedro Tomacelli, quien contaba apenas con 35 años de edad, al obispado de Roma. En la ceremonia de entronización, Tomacelli tomó el nombre de Bonifacio IX.
Uno de los primeros actos de su episcopado fue excomulgar a Clemente VII como respuesta a la excomunión que sobre él había emitido previamente el papa aviñonés. El enfrentamiento eclesiástico entre Bonifacio IX y Clemente VII se extendió al terreno político: el recién elegido papa coronó en 1390 rey de Nápoles a Ladislao, hijo de Carlos de Durazzo, para enfrentarlo a Luis de Anjou, a quien Clemente VII había otorgado la corona el año anterior. Poco después, en el año 1392, a causa de una serie de tumultos callejeros, Bonifacio IX se vio obligado a abandonar Roma, pero pudo regresar al año siguiente, logrando restablecer su autoridad en los estados pontificios y acabar con los últimos rescoldos del movimiento comunal romano, recuperando el disputado Castillo de San Ángel y fortificándolo junto con otros puntos estratégicos de la ciudad.
Durante su episcopado no sólo tuvo enfrente a Clemente VII, sino que tras su muerte en el año 1394 los cardenales de Aviñón eligieron al cardenal aragonés Pedro Martínez de Luna como papa, que adoptó el nombre de Benedicto XIII. Ante la anunciada repetición del dualismo papal, los reinos europeos dispuestos a acabar con el Cisma recabaron un informe jurídico-teológico a la Universidad de París, que fue publicado en enero de 1394. Se elaboraron tres propuestas para superar la división de la cristiandad. Un modelo propugnaba la abdicación voluntaria y simultánea de los dos papas, seguida de una nueva elección. Otro plan proponía estudiar los derechos de ambos pretendientes por una comisión de expertos en derecho canónico, que decidiría quien debería ser el papa legítimo. La última propuesta se inclinaba por la vía conciliar. Defendía la convocatoria de un Concilio como última instancia decisiva para zanjar definitivamente la cuestión.
Bonifacio IX rechazó las tres soluciones, mientras que Benedicto XIII sólo se opuso a la celebración de un Concilio. La falta de acuerdo entre ambos prelados condujo a las potencias europeas a amonestar a los dos papas electos, instándoles con retirarles sus respectivos apoyos en el caso de que no llegaran a un acuerdo consensuado. No obstante, esta amenaza sólo se hizo efectiva en aquellos monarcas que hasta entonces habían estado de parte de Benedicto XIII, que a partir de este momento irá perdiendo progresivamente sus más importantes soportes. Sin embargo, este cambio de orientación política no supuso el fin del Cisma de Occidente, ya que, aunque a pesar de los reducidísimos apoyos con los que podía contar, el tenaz Benedicto XIII siguió sin someterse. Al final se verá obligado a abandonar Aviñón y refugiarse en el castillo de Peñíscola, donde permanecerá irreductible hasta su muerte en el año 1423. Bonifacio IX fallecerá mucho antes que su rival, en el año 1404, tras una breve enfermedad. Fue el primero, en una larga serie de obispos romanos que perdura hasta nuestros días, en incluir la fórmula pontifex maximus en su titulatura papal. El principal testimonio que lo certifica es una inscripción al pie de una estatua de Bonifacio IX, que data de su época y que se halla en la basílica romana de San Paolo fuori le mura.
6. Conclusiones
Después de haber quedado descartada la opción de León I como el primer obispo de Roma que llegó a ser investido con la dignidad de pontifex maximus, tanto por el silencio de nuestras fuentes como por la cercanía de su episcopado al evidente origen pagano de una fórmula que se remitía a un sistema cultual politeísta. La era del Cisma de Occidente sí que concuerda mucho mejor con la adopción de dicho título en el corolario de atributos que pretendían legitimar un Papado enormemente debilitado por las inacabables disputas entre sus pretendientes. Existen varias razones que lo explican. Por una parte, a León I nadie le disputaba su cátedra episcopal. Esto si era el caso de Bonifacio IX y Benedicto XIII, que, aunque residían en distintos lugares, porfiaban por ser reconocidos como los verdaderos representantes del Papado romano.
Bonifacio IX había sido elegido papa en una situación de extrema emergencia, especialmente por aquellos cardenales de procedencia italiana que querían a toda costa fomentar la conexión del titular de la cátedra episcopal romana con la ciudad de Roma. Benedicto XIII, afincado en Aviñón, se hallaba respecto a Roma y sus seculares tradiciones en una situación más bien periférica. En este contexto hay que recordar que el título pontifex maximus era una dignidad sacerdotal netamente romana, cuya vinculación con el paganismo después de haber transcurrido más de mil años, desde la era de Graciano y Teodosio, había caído totalmente en el olvido. Pero existía otro aspecto básico que permitía propagar su reutilización: la universalidad de su función. Al adornarse Bonifacio IX con este biensonante título, proclamaba ante todo la internacionalidad de su sede episcopal y de su sacerdocio, frente al regionalismo que encarnaba el periférico Papado aviñonés, que nunca logró emanciparse del estigma de ser un apéndice de los reyes de Francia.
La adopción de la denominación de pontifex maximus en la titulatura oficial de los papas romanos fue más que un simple acto protocolario. Su deliberada utilización deja entrever la intencionalidad de potenciar la legitimidad del titular de una sede episcopal única y anclada en las raíces de una ancestral tradición prolongable hasta los inicios del cristianismo en la Antigüedad. Al mismo tiempo, el valor semántico de la fórmula servía para subrayar las pretensiones de supremacía de los obispos afincados en Roma, que, como sumos sacerdotes, se elevaban sobre sus colegas en el obispado, de la misma manera que el pontifex maximus sobresalía sobre los demás pontífices que componían su colegio sacerdotal.
Muy interesante. La historia de los diferentes papados tiene más significancia política que religiosa, pues luce como la consolidación del poder la razón de todo; y la discusión teológica aparece como una herramienta en favor de alcanzar esa posición de poder.