Envejecer significa darse cuenta de que ha sido imposible, y lo será los días que a uno le quedan por delante, tener un ápice de control sobre el destino: «Si buscas una característica de la vejes es esta: no olvidarte de lo que sabes y de que tiene poco o ningún control sobre lo que ocurre». Esto nos lo dice Frank Bascombe, que está entre los primeros puestos de los personajes más interesantes que se han creado en las últimas décadas. Tras El periodista deportivo, El día de la independencia, Acción de gracias y Francamente Frank, Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) le coloca en la última situación en la que nos gustaría encontrarnos, solitario y enfrentado a la enfermedad terminal de su hijo. Un viaje al monte Rushmore como ceremonia de despedida, como demostración de que siempre ha sido y será un padre digno, nos hablará, a la vez que hunde los pies en los efectos de la senectud, de lo que supone la paternidad. Verse como anciano y verse como padre son los dos filtros por los que circula la literatura, que vuelve a ser de altísimo calado, muy humana, que transmite esta novela.
Ya sabemos que Ford es capaz de encontrar en la descripción de lo que se ve durante una vida cotidiana toda la profundidad que se esconde tras las fachadas. «El agua circula por las tuberías de detrás de las paredes», comenta Frank Bascombe, en una frase que podría significar la reducción metafórica de la literatura de Richard Ford. Conoce esa agua por lo que ha vivido y por lo que ha leído, y por lo que se ha detenido a contemplar lo que ha leído y lo que ha vivido. Hay un cierto espíritu naturalista en esto, por la naturalidad y cotidianidad que aparecen representadas, pero el naturalismo de Ford es parcial, es subjetivo, y en este caso, se impone la duda, que es lo contrario a la realidad: «Que, al fin y al cabo, es para lo que estamos aquí: para darle a la vida todo lo que se merece, sin importar el tipo de persona que seamos. ¿O me equivoco?». Frank Bascombe tiene aquí 75 años, y su hijo 47 y un estado avanzado de una esclerosis lateral amiotrófica galopante. Sus dudas, porque en esta situación es imposible mantener certezas, se equilibran con el tono natural que siempre ha impuesto a su comunicación con el lector: «De todos modos, espero que no sea así; cuando a esas horas me pregunto qué estoy haciendo (una buena pregunta para plantearse en cualquier momento), mi respuesta es: intento que vivir le gane la partida a morir, permanezco con vida para que el momento en que mi hijo deje atrás la vida no se sienta solo». Elude la reflexión concluyente, excepto en las maravillosas páginas finales, donde tampoco impone su punto de vista, porque está todo el rato dudando acerca de qué es lo que constituye la realidad, cuestionándose qué supone vivir en los tópicos, en lo vulgar o frecuente, en lo que ya damos por supuesto que es lo propio, porque está instalado a conciencia, en la variedad de cosas y asuntos que esconden o construyen la realidad norteamericana de clase media. En ese sentido por un lado desvela, saca a la luz lo que no está oculto pero es evidente, como el niño del traje nuevo del emperador, y por otro construye ese mundo para el lector.
Con la duda de estar siempre en la posibilidad de equivocarse, nos sugiere que tal vez en eso consista la única sabiduría que nos facilita el haber vivido, que tal vez no haya versión más humana de la sabiduría. Así describe el entorno alguien que en el terreno del amor revive la crisis de la mediana edad. No se trata tanto de que sucedan muchas cosas a lo largo de las casi 400 páginas de la novela, como de demostrar que son muchas las cosas con que ha ido llenándose una vida, la vida de este tipo solitario que comparte su soledad con su hijo enfermo: «Siempre ha sido mi problema: el aislamiento espiritual delo demasiado malo y lo demasiado bueno». Estamos frente a un ser moral, sí, de una moralidad que puede afectarnos porque podríamos reconocer en él a alguno de nosotros: «Una parte cada vez mayor de la vida se parece extraordinariamente a todo lo que no es la vida…, al menos para mí. La salud a la enfermedad, el sueño al despertar, la alegría a la pena, la sorpresa a la indiferencia». En realidad, no sabemos si la vida va bien o no, porque la vida no se trata de resolverla a golpe de éxitos, sino de tolerar, tolerar lo que hay que hacer y lo que hay que ser a la hora de convivir. Frank Bascombe tiene en el lector un efecto tan devastador como agradecido: es enormemente sincero, incluso con lo que más le importa: «A veces mi hija tiene en mí efectos perturbadores. A decir verdad, no me cae muy bien». Estamos hablando de una creación genial, de una saga maravillosa que hará de Richard Ford uno de los mejores novelistas de los últimos 50 años. Tal vez el mejor.
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Autor: Richard Ford. Título: Sé mía. Traducción: Damiá Alou. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
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