Estos días anda por las librerías, con tinta fresca, una novela mía sobre perros. Su título, Los perros duros no bailan, es un guiño evidente a Norman Mailer; pero en realidad se trata de una historia negra, de intriga policíaca, que transcurre en el mundo de los perros y está narrada por un perro. Negro, el protagonista, es un antiguo luchador de peleas caninas, retirado, al que la búsqueda de dos amigos desaparecidos, Teo y Boris el Guapo, lleva a emprender un peligroso retorno al pasado: una pesquisa detectivesca, a ratos humorística y a veces trágica.
Perros luchadores, perros policía, perros pijos, perros neonazis, perras feministas, perras narcotraficantes, perros héroes y villanos moviéndose por un mundo animal políticamente incorrecto, donde las cosas rara vez encajan en los esquemas que manejamos los seres humanos. Imaginen cuánto he disfrutado escribiendo eso, sobre todo porque la de Negro y sus camaradas es una de esas historias que llevas contigo durante años, yendo y viniendo en tu cabeza, dándole vueltas, hasta que un día te agarran por el pescuezo y dicen aquí estoy, chaval, ya va siendo hora de que te ocupes de mí.
Y así ha sido. Esta aventura canina venía cociéndose desde la primera vez que leí El coloquio de los perros de Cervantes y, en boca del chucho Berganza hablando o ladrando con su compadre Cipión, unas palabras me quedaron grabadas: «Desde que tuve fuerzas para roer un hueso, tuve deseo de hablar para decir cosas que depositaba en la memoria». Pero no sólo eso, claro. O no sólo arranca de ahí. Una novela estupenda que nada tiene que ver con perros sino con conejos, La colina de Watership, también estimuló el asunto. Y puestos a remontarnos a las más lejanas fuentes del Nilo, imagino que todo empezó de verdad cuando, con unos nueve o diez años, y en la colección Cadete Juvenil, leí la formidable Jerry de las Islas, de Jack London.
La historia del viejo luchador Negro –a los ocho años un perro casi es viejo–, sus amigos y sus enemigos, se interpuso definitivamente en mi vida el pasado verano, y a ella dediqué el mes de agosto. Estaba tan pensada, tan macerada, que fue una de esas raras novelas que se escriben de forma seguida, febril, en pocas semanas; cosa que en treinta años de contar historias me ocurrió muy pocas veces, sólo con Territorio comanche y alguna novela corta más. Y ahora que ya está ahí, editada y convertida en 168 páginas de papel y tinta, con una ilustración de portada en la que puedo reconocer a mi personaje, amigos y periodistas me preguntan si, aparte de una novela policíaca y de aventuras, puede considerarse también un grito de denuncia; un llamamiento contra el maltrato animal, el abandono, las peleas de perros y la impunidad con la que actúan los canallas que las organizan. Y, bueno. Todo eso está implícito en la novela, por supuesto. Salta a la cara en cada página. Pero a la pregunta general, la respuesta es no. No es un libro denuncia, ni un libro militante de la causa animalista. En realidad, mi propósito sólo era contar bien una buena historia. O intentarlo. Y divertirme mucho mientras lo hacía.
Las sombras negras, desgraciadamente, están ahí. Mientras trabajaba, escribía y reflexionaba sobre todo eso, cuando el humor cedía páginas a la tragedia e imaginaba situaciones que se apoyan en la más amarga realidad, una y otra vez me oprimían el corazón el maltrato y abandono de perros, las peleas clandestinas, la crueldad de ciertos cazadores, la impotencia de la Guardia Civil y la indiferencia de autoridades, jueces y legisladores ante la tragedia de unos animales que, lo he escrito aquí muchas veces, suelen ser más nobles y leales que la mayor parte de los seres humanos; y cuando salen violentos o asesinos, a menudo son sus dueños quienes los hacen como son. Y sobre todo, la impunidad con que actúan los canallas en un país tan atrasado como el nuestro en materia de respeto hacia los animales, donde la pena máxima para quien abandona o tortura a un perro, lo utiliza para apostar en peleas o vuelca en sus ojos leales todas sus miserias, ruindades y vilezas, es un año de prisión que nunca cumplirá, y una multa que a menudo ni siquiera paga. Por eso, aunque la historia de Negro y los suyos no nació como aldabonazo ni denuncia de nada, me alegraré mucho si ayuda a que todos esos políticos y autoridades miserables dejen de mirar hacia otro lado en materia de maltrato animal y nos saquen del callejón oscuro donde su baja estofa moral, su cobarde indiferencia, nos mantienen todavía.
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Publicado el 8 de abril de 2018 en XL Semanal.
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