Praga es una de las capitales más visitadas de Europa. Pero más allá de la exuberancia barroca de sus edificios, el misterioso encanto de su barrio judío y sus callejuelas empedradas, Praga desprende una belleza extranjera. La riqueza de las distintas identidades que forjaron su propia identidad esquiva y enigmática convierte a esta ciudad en un epítome del gran relato europeo. Monika Zgustová nos ofrece en este libro una visión inédita de su ciudad natal, una ciudad de risa y olvido, en la que aún resuenan las botas de los militares soviéticos en aquel agosto de 1968. Por los rincones o los cafés de esta singular crónica personal de Praga, el lector verá desfilar a autores y artistas como Marina Tsvetáieva, Toyen, Milan Kundera, Milena Jesenská, Václav Havel, Bohumil Hrabal… y, por supuesto, Kafka. Un recorrido literario por una de las ciudades más literarias de la cultura universal del que Zenda rescata uno de sus capítulos.
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Un café con los escritores de Praga
Estamos en Praga, a comienzos de la década de los años veinte del siglo pasado. El día ha sido frío, la lluvia cae sobre los bajos techos de los barrios antiguos de Staré Město y Malá Strana. Nos detenemos en medio del puente de Carlos para admirar el panorama de las torres góticas y el Castillo. En esta lluviosa tarde de noviembre, el puente está desierto.
De golpe, unos pasos cerca. Miramos a la izquierda y descubrimos a un soldado, de aspecto ridículo, con su uniforme demasiado amplio; otros dos soldados, uno espigado, otro regordete, lo conducen desde el Castillo al barrio de Staré Město, o Ciudad Vieja; los tres conversan animadamente y ríen. Al desviar la mirada a la derecha, observamos a otro trío: dos personas con aspecto anónimo acompañan, en dirección contraria a la de los soldados, a un hombre con aire de oficinista, pálido como si fuera la muerte. Ambos hombres bajo vigilancia, el soldado y el oficinista, se encuentran en medio del puente, se miran, se reconocen, pero cada uno sigue absorto en sus pensamientos como para interesarse por el otro.
Sí, el primero de ambos personajes, el risueño, es el buen soldado Švejk, protagonista de la novela homónima de Jaroslav Hašek, al que los soldados acompañan a casa del capellán castrense. El oficinista pálido es Josef K., protagonista de El proceso, de Franz Kafka, al que conducen en dirección contraria, de Staré Město al Castillo, para, una vez allí, ejecutarlo. Este encuentro que acabamos de presenciar en nuestra imaginación de lectores es el encuentro de la literatura escrita en checo con la del idioma alemán, ambas activas en Praga, representadas por sus mayores escritores: Hašek y Kafka.
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Las dos culturas, la checa y la germana, convivían en la Praga del primer cuarto del siglo XX. Ambas, como el buen soldado Švejk y Josef K., se veían, se reconocían, se respetaban, pero cada una seguía su propio camino a través de una tradición, unos puntos de referencia y unas fuentes de inspiración diferentes.
Demos un paseo por las calles principales de la capital. En la avenida de Ferdinand, hoy Národní, solo se escucha el checo. Al atravesar la plaza de Wenceslao, que parece más bien una amplia avenida, llegamos a la calle Na Příkopech, que antes de la Gran Guerra se llamaba Am Graben, y donde los elegantes señores y señoras que deambulaban por allí conversaban en alemán.
Uno de los encantos de la Praga de aquel tiempo era su multiculturalidad, hechizo que se perdió, con el acceso al poder de Hitler. La Praga de las primeras décadas del siglo XX tenía menos de un millón de habitantes; en ella residían unos 415 000 checos y 34 000 germanohablantes, de los cuales 25 000 eran judíos. Aunque pequeña en número, la minoría alemana era económicamente poderosa y culturalmente fuerte: poseía dos grandes y esplendorosos teatros, una espaciosa sala de conciertos, una universidad, nueve institutos de enseñanza media y dos periódicos.
Alemanes, checos, judíos, católicos, protestantes, anarquistas y republicanos, todos convivían entre los muros ennegrecidos de las callejuelas sinuosas de la Praga gótica, las cuales estaban dominadas por las fantasmagóricas estatuas barrocas de los santos que se retorcían, enfáticamente, como un ejército de fanáticos de Savonarola.
¿Cómo se relacionaban los checos y los germanohablantes? Según el escritor Egon Erwin Kisch, al igual que a un checo no se le ocurriría nunca entrar en un café alemán, un alemán jamás hubiera tomado una copa de coñac en un café checo. Cada uno de los dos grupos lingüísticos tenía sus restaurantes, casinos, jardines públicos, hospitales y hasta depósitos de muertos.
Sin embargo, el escritor Max Bord, amigo y biógrafo de Kafka, matiza esta situación. Brod dice literalmente: «Los escritores en lengua alemana manteníamos con los checos muy buenas relaciones de vecindad y adorábamos a los poetas checos; no hubo nada que nos separara, ninguna frontera, ningún aislamiento. Todos dominábamos el checo que para nosotros era tan importante como el alemán». La única excepción, según Brod, era el escritor Franz Werfel, que sabía el checo de manera superficial, pero incluso él se entusiasmaba con la poesía checa y escribió el prólogo a la traducción alemana del poeta Petr Bezruč, contemporáneo suyo.
Brod llama a Praga la «ciudad polémica». Se refiere a su unicidad de capital formada entre la convivencia y las disputas de distintos grupos étnicos, lingüísticos y religiosos. Mientras que muchos escritores anteriores a Brod y Kafka, tanto checos como alemanes, se posicionaban en un nacionalismo exclusivista y militante, su generación alcanzó una postura tolerante y de comprensión mutua entre los distintos grupos.
Para describir la relación de los tres grupos nacionales en la «ciudad polémica», Max Brod forjó el término Distanzliebe, amor a distancia. Lo define de la manera siguiente: «Allí donde hay distancia, naturalmente no puede haber amor. Y donde hay amor no puede haber distancia. Pero la fuerza del conocimiento y del amor supera esta paradoja. Y puesto que la distancia no se puede franquear con bellas frases, nuestro encuentro tiene lugar en los niveles más profundos del alma».
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Los escritores en lengua alemana de Praga se reunían en el elegante café Arco, en la calle Hybernská, justo delante de la estación de ferrocarril Masaryk. Allí, las figuras esbeltas vestidas de negro, a veces muchas, otras veces pocas, fuman y sorben café turco y conversan en un alemán singular, el alemán de Praga, sobre literatura, música, pintura entre otros muchos temas. En el terciopelo azulado de sus sillones vemos a Max Brod, autor de novelas y obras teatrales, traductor de los libretos de las óperas de Leos Janacek, amigo y biógrafo de Kafka; algún bromista dijo que la mejor creación literaria de Brod había sido Kafka, y el sarcasmo lleva parte de razón
En la misma mesa del café Arco veo el perfil de Paul Leppin, el «rey sin corona» del ambiente bohemio de los literatos en lengua alemana de Praga, autor de cuentos y de la novela La entrada de Severin en la oscuridad, cuyo protagonista es un oficinista gris que recuerda a los de Gogol o de Dostoievski, novela situada en una Praga misteriosa. Junto a Leppin está sentado Gustav Meyrink, exbanquero y deportista, un dandi que cojeaba imperceptiblemente, autor de cuentos sobre la Praga judía, mística, llena de espíritus y fantasmas, y de las novelas Golem y La noche de Walpulgis.
En el café Arco, Egon Erwin Kisch, célebre por sus crónicas y por sus reportajes lúcidos y ágiles sobre los bajos fondos de la capital, sus locales nocturnos y sus tabernas de mala fama, cada noche divierte a los habituales con sus historias vividas la noche anterior. Franz Kafka también está. Lee en voz alta fragmentos de un manuscrito suyo, un cuento que se titula «Las preocupaciones de un padre de familia», con los ojos centelleantes y sonrientes, mientras quienes lo acompañan en la mesa de vez en cuando se echan a reír.
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Pero no todo el mundo se sentía integrado en ese ambiente multiétnico y multicultural. Kafka fue uno de los desarraigados, y sobre ello escribió «Las preocupaciones de un padre de familia». En esa narración, o mejor dicho en ese microcuento, un padre de familia, un hombre como hay que ser, un hombre de bien, tiene en casa un ser extraño al que llama Odradek.
Kafka vivía y se movía constantemente entre el checo y el alemán. La etimología de la palabra odradek puede referirse a ambas lenguas, según Kafka mismo admite en las primeras frases sobre su significado al comienzo de su cuento. En checo, odradek se parece a odpadek, (solo se ha cambiado una letra): odpadek significa basura, lo que se tira: od-pad-ek. Unrat, en alemán, significa inmundicia. Od es el prefijo eslavo para «fuera» o «alejado de». Además, Odradek era la marca de las primeras motocicletas de la fábrica de coches Laurin & Klement. Este hecho podía parecerle divertido a Kafka que tenía un gran sentido del humor.
Odradek es un ser rotundamente opuesto al padre de familia que se enfrenta a él. El padre de familia, para Kafka, era esencialmente su propio padre, tan establecido en el orden de la sociedad de su tiempo. Odradek se puede referir a cualquier persona alejada del orden, a un marginado, a un judío, pero básicamente es el autor mismo. Kafka, que nunca tuvo hijos ni se casó, cuyas relaciones con las mujeres siempre acabaron mal, a excepción de la última con Dora Diamant, cuando el escritor estaba ya muy debilitado por la enfermedad. Odradek es ese ser que «vive en vestíbulos, huecos o pasadizos». Odradek no es un miembro de la familia, no se sienta con ellos a la mesa; «a veces no se deja ver durante meses; seguro que se ha trasladado a otras casas; aunque acaba volviendo infaliblemente a la nuestra», dice el cuento. El «hombre de bien» no sabe cómo hablarle a Odradek, a veces le pregunta cosas como si fuera un niño. A veces recibe respuesta, otras veces Odradek permanece silencioso. Está mudo, tiene una risa que «suena como un crujir de hojas caídas»: Kafka, al parecer, tenía una risa algo ronca.
Odradek es el prototipo del otro, del extranjero y el extraño, del exiliado exterior e interior.
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Autora: Monika Zgustová. Título: La bella extranjera: Praga y el desarraigo. Editorial: Báltica (Colección: Pequeña Europa). Venta: Todostuslibros y Amazon.
Aunque nacida en Praga, Monika Zgustová reside desde los años ochenta en Barcelona. Traductora, escritora y periodista (colabora con El País entre otros periódicos nacionales e internacionales), tiene en su haber sesenta traducciones, del checo y del ruso, por las que ha recibido el premio Ciudad de Barcelona y el premio Ángel Crespo. Es autora de ocho novelas entre las que destacan La mujer silenciosa, La noche de Valia, premio Amat-Piniella 2014 a la mejor novela del año, Las rosas de Stalin y Vestidas para un baile en la nieve, premio Cálamo al mejor libro del año 2017 y seleccionada como uno de los diez mejores libros del año por La Vanguardia, El Periódico y W Magazine. Su obra se ha traducido a diez idiomas, entre ellos inglés, alemán y ruso.
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