La poeta Júlia Peró ha irrumpido en el campo de la novelística con una ficción construida con tan solo cuatro paredes y dos personajes femeninos: una anciana que aguarda en silencio la muerte y la joven cuidadora que acabó abandonándola. Una historia incómoda que habla de una realidad cotidiana: la soledad de los viejos.
En este making of Júlia Peró narra los motivos por los que ha escrito Olor a hormiga (Reservoir Books).
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He escrito este libro porque temo la vejez. A pesar de que la senectud apenas ha estado involucrada en mi cuerpo, cada vez está más interesada en mí y no habrá forma de evitarla cuando llegue. He escrito este libro porque la vejez está enamorada de mí. Y por eso este libro va sobre un amor no correspondido.
Quería que mi escritura consiguiera atravesar la enfermedad en vez de mirarla desde fuera. Es decir, no escribir sobre demencia sino con demencia. Que esta se palpara en el libro sin apenas comentarlo. Que se pudiera tocar, que la notaras respirándote en la nuca. Un vaho caliente y maloliente que una tiene la esperanza de no sacar nunca por la boca.
Olvido debía hablar sin darse cuenta. Pensar sin darse cuenta. Y después no acordarse de nada. Yo quería que la lectora asistiera a esa degradación y no pudiera hacer nada para pararla. Que la lectora no pudiera hacer nada o, siendo sinceras, que no quisiera. Olvido es una narradora de la que no puedes fiarte. También me ha interesado siempre eso en las historias. Al final, como lectoras, solemos confiar en que la narradora del libro que leemos nos debe honestidad e integridad. Pero, ¿y si lo que nos cuenta no es verdad? ¿Y si ni ella misma recuerda lo que es verdad y lo que no? No quería que la lectora pudiese agarrarse a nada. De hecho, por no recordar, Olvido no recuerda ni los nombres del resto de personajes. No recuerda cómo se llamaba su madre ni recuerda cómo se llamaba esa chica que venía a veces a cuidar de su casa y de ella. No los recuerda pero tampoco le importa. Porque por encima de todo, Olvido es una mujer que está enfadada. Ha perdido la paciencia y no sabe dónde la ha dejado. La juventud espera de la vejez que esta sea mansa y agradable. Que cosa jerséis y cuente historias de su pasado mientras te cocina unas lentejas. Pero esta vejez no es así. Porque una mujer vieja y demente sigue siendo una mujer, a pesar de que la sociedad quiera convertirla en un ente infantilizado, desterrándola a una residencia o a un libro para colorear.
Decía Abel Azcona, el artista performático, que él no crea para el público sino contra él. Y eso es precisamente lo que quería conseguir con esta novela. Que fuera punzante y volátil como un colmillo de gato. Desde el primer momento en el que empecé a escribir tenía muy claro —quizá lo único claro que tenía al empezar— que quería crear algo que causara sensaciones muy contradictorias. Que un capítulo diera miedo pero el siguiente se mostrara tierno y acogedor. Mezclar el desasosiego con la afabilidad. Un triángulo con un abrazo. Pero sobre todo que fuera algo extremadamente íntimo.
Olvido es una mujer y muchas a la vez. He recogido de mi memoria hartos recuerdos que sembré durante el tiempo que viví con mi abuela materna en un piso que también ha servido de mucha inspiración para la novela. Otros varios con mi antigua vecina del segundo, que era tan menuda como yo y que me había asegurado, mientras me los enseñaba, que los cuadros con imágenes impresas colgados en su pared los había pintado ella. Y algunos más de señoras viejas y enfadadas y desconocidas con las que me he ido topando en las cajas de los supermercados, en las residencias que he visitado o en el vasto y frondoso campo llamado Internet.
A pesar de todas las mujeres que conforman Olvido, en la novela solo aparecen dos personajes. Olvido y la chica llenan las páginas de conversaciones, amables o reprochadoras, mientras toman un té en el saloncito, uno de los pocos escenarios que aparecen en el libro. Desde que me puse a trabajar en la historia quise tener en cuenta, no tanto como reto sino más bien por una fascinación por el minimalismo literario, que la novela se desarrollaría únicamente en ese pequeño espacio, donde las palabras se ven obligadas a apretujarse, una al lado de otra, entre la mesita de madera y el sofá lleno de cojines.
No tardé en darme cuenta de que el poco espacio físico que me permitía en el libro no afectaba en absoluto a la resolución de los acontecimientos. Porque todo lo que no cabía en ese saloncito cabía dentro de la cabeza de Olvido, que se esforzaba constantemente en reconstruir su pasado evocando otros lugares y tiempos, todos hechos de la misma grasa pegajosa: la violencia.
A pesar de los esfuerzos en las redes sociales estos últimos años por generar un discurso positivo hacia nuestros cuerpos disidentes —es decir, normales—, los discursos de odio que propinamos a nuestros cuerpos siguen imperando dentro de cada una, en silencio. Y mientras allí fuera nos congratulamos en voz alta por estar aprendiendo a no hablarnos mal a nosotras mismas, aquí dentro, dentro del cuerpo, otros discursos tóxicos se mantienen bien agarrados como garrapatas sedientas. No pretendía con este libro ayudar a nadie, tampoco a mí. Quería expresar la honestidad de un cuerpo que no se gusta. No quería arrancar garrapatas. Tan solo enfocarlas con una linterna y decir: mira, aquí tengo la mía.
No he podido evitar hablar de violencia en el libro porque es lo que vivo diariamente. Estoy acostumbrada a ella igual que a esos zánganos, llamados hombres, que han sobrevolado esta novela incluso desde mucho antes de existir las primeras palabras de esta historia. Me es inevitable hablar de los hombres porque son los que me quitan el sueño muchas noches. Igual que me es inevitable escribir sobre mujeres porque son las que me están ayudando a volver a dormir tranquila.
Aunque hay elementos de la historia que ya existían antes de ponerme a escribir, otros parece que se hayan inventado después de haberlos plasmado en las páginas. O si no, mirad todas estas hormigas que hace un par de años que me siguen, haciendo fila y esperando a entrar en mi baño, o esas que han quedado rezagadas en la cocina de la casa portuguesa en la que viví este verano. O si no, recordad el golpe que me di al resbalar en la ducha hace un año, después de que lo hiciera también Olvido, y esa silla de ruedas que goteaba y que sostuvo el peso de mi vergüenza hasta el hospital. Escribir, para mí, a veces es dar vida. Aunque otras es perderla: desde que escribo me resulta imposible vivir las situaciones personales sin temer olvidarlas antes de ser anotadas en el móvil.
Y mientras hay aspectos de esta historia que han surgido de forma natural, sin investigación de por medio, otros han llegado gracias a la curiosidad. Pasé de informarme sobre si a las hormigas les gusta el agua dulce hasta sobre cuánto tiempo tarda un cuerpo en descomponerse. Pero sobre la vejez o la demencia, sobre cómo funcionan las residencias, sobre qué opciones tiene una mujer sola ante su soledad, es decir, sobre los principales hilos que tejen el libro, no quise informarme demasiado. Y no lo hice no por pereza —que también me parece una razón respetable— sino porque quería centrarme en lo que yo había vivido. Quería escribir con las entrañas y no con los datos. Al final, como escritora, yo no quiero dar las respuestas, sino hacer las preguntas.
A pesar de mis intentos por comprenderla, aún me queda pendiente dejar de temer la vejez. Percibo ya mis primeras arrugas y mi cabeza, sin permiso, ya está pensando en qué crema o sérum podría revertirlas. Seguiré intentando aceptarla mientras los años me lo permitan. Al final, he aprendido mucho más sobre ser hormiga que sobre ser anciana.
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Autora: Júlia Peró. Título: Olor a hormiga. Editorial: Reservoir Books. Venta: Todos tus libros.
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