Patricia Kal es el seudónimo bajo el cual Lorenzo Silva firma su última novela. Según nos cuenta en esta entrevista, esta autora “es solo una voz” para “ser libre sin limitaciones”. Precisamente ese latido de libertad es el que bombea la sangre de las poderosas mujeres que pueblan la novela y de su relación de imposibilidad, seducción, amor y sexo.
Y te irás de aquí se nombra, y se abre con un verso de la gran Cecilia, aquella voz trágica e inmortal. Las mujeres de esta novela no son trágicas, pero su manera de amar, de mirarse a sí mismas, de pisar el mundo con resolución, sí tiene algo de inolvidable o de eterno. Realmente hay mujeres que caminan con la lucidez que da el saberse iluminadas continuamente por el puntero rojo de un francotirador. Las mujeres de Kal son de ese tipo. Y se les nota.
—¿Quién es Patricia Kal?
—Alguien que en una era de exposición e imagen ha decidido ser sólo una voz. Sin rostro, sin perfil social, sin maquillaje ni vestuario. Por una razón fundamental: quiere ser libre de decir cuanto necesita decir, y dejar que la palabra reivindique su reino sin limitaciones, eximiéndose de esa vana tentación de actuar que implica siempre la comparecencia.
—¿Por qué usar un seudónimo?
—Para conseguir lo anterior, pero también porque, ya lo advirtió Rilke, al cabo de un tiempo en boca de los demás nuestro nombre pierde su calidad y una parte crucial de su significado: esa que tiene que ver con hacerte quien eres, como escribió Píndaro. Lo que eres no se puede terminar de comunicar al exterior, pese al esfuerzo propio y ajeno. Se da así la paradoja de que usar un seudónimo puede ser mejor forma de nombrarlo.
—¿El seudónimo era una necesidad implícita de esta historia en particular o una necesidad/juego del autor?
—Ambas cosas. Quien recurre al seudónimo necesitaba despojarse de su nombre, desde hacía tiempo, y especialmente a la hora de escribir. Y por otra parte, desde esa autoría ficticia la historia que cuenta la novela alcanza mejor su objetivo: el desasimiento de todas las servidumbres, ataduras y frenos que la protagonista se sacude, y que se traduce en una visión cruda y sin concesiones de sí misma y de cuanto la rodea.
—¿Cómo ha sido la experiencia de escribir bajo otro nombre? ¿La idea surgió antes, durante o al final de la novela?
—Muy gratificante y liberadora. Me he acordado de aquello que dice el Tao sobre el no ser como forma de ganar el universo. El Universo con mayúscula no lo he ganado, claro está, pero el universo narrativo y emocional en el que se mueven Rosa y Milena, los dos personajes principales de la novela, siento que sí, dejando de ser quien suelo ser y aceptando una identidad nueva e inventada. La idea surgió a mitad del camino, en ese momento en el que la historia y los personajes ya están delineados en la imaginación pero aún no se ha confiado ni una sola línea al papel, a la pantalla en este caso. Cuando abrí un fichero de Word y empecé a teclear, ya estaba ahí el nombre de Patricia Kal.
—¿Tienes algún escritor bajo seudónimo favorito?
—En singular no. Simpatizo con más de uno, y también con los motivos que los llevaron a deshacerse de sus nombres: Voltaire, para poder ser todavía más ácido e irreverente; George Eliot, para no tener que pedir perdón por ser mujer; Joseph Conrad, para emigrar a otra lengua y hacerle saltar sin piedad las costuras…
—¿Y alguna novela escrita bajo seudónimo?
—Cualquiera de los tres autores mencionados me vale.
—¿El seudónimo muestra o esconde?
—No sólo la elección de seudónimo, sino cualquier decisión literaria participa, o debería participar de uno u otro modo, de una tensión entre el desvelar y el encubrir, entre el sincerarse y el enmascarar. Ya lo dejó dicho Pessoa: fingir el dolor es a veces la mejor manera de transmitir su verdad, y así con todo…
—La novela tiene algunas gotas literarias (Kafka, Melville, Verne) y también musicales. La primera es lógica, pero de la segunda, ¿Lorenzo Silva es de los que escribe con música o sin ella? ¿Y Patricia Kal?
—Sin ánimo de resultar descortés, de las aficiones y costumbres de Lorenzo Silva le dejaré responder a él, si lo considera conveniente o relevante. En cuanto a las de Patricia Kal, puedo decir que mientras escribía la novela he escuchado una y otra vez la voz de Cecilia, con la que se abre el texto y de quien tomo el título, y también las tres canciones de Supertramp que se mencionan. En especial una que me gusta más cada vez que la oigo: «Rosie Had Everything Planned», que escucha Rosa cuando toma su decisión sin vuelta atrás.
—¿Podríamos definir esta novela como una historia de amor, o de sexo?
—Es una historia de amor, como tal la afronté y yo misma la defino así. De amor como hallazgo y extravío de un ser humano en otro, con el consiguiente redescubrimiento del mundo, incluso del más cercano, que comporta esa operación deliciosa y devastadora. Y como resulta que no soy un ser asexuado, no puedo concebir algo así sin su dimensión sexual. No quiero que eclipse todo lo demás, pero tampoco quiero omitirla, lo que plantea el siempre delicado problema de nombrar y representar el sexo, un desafío al que se oponen obstáculos formidables: el eufemismo, la cursilería, la pornografía… He tratado de sortearlos todos para representarlo con justeza, claridad y vigor. Si lo he conseguido o no, corresponde al lector y a la lectora juzgarlo, y absolverme o condenarme.
—¿Cómo ha sido la experiencia de escribir en la piel de una mujer?
—Me gusta, y más cuanto más lo hago. Por su posición en la sociedad y en la Historia la mujer desarrolla formas de conciencia de las que los hombres carecen.
—¿Qué tiene Patricia Kal, la autora, de la protagonista de la novela y qué ha tomado aquella de esta?
—Hay cosas sobre las que es muy difícil escribir si no forman parte de tu vida. Por ejemplo: lo que se cuece en el mundo profesional en el que se mueve Rosa, con sus duelos de poder y la sorda pero implacable guerra de sexos que se solapa con ellos y desgasta de manera particular a las mujeres que alcanzan alguna responsabilidad. También puedo mencionar a Madrid, como escenario y mucho más que eso: como un personaje más, con sus contradicciones y cicatrices, que en el caso de esta ciudad son peculiares y profundas. Dudo que pudiera escribir esta historia si no fuera madrileña y, como Rosa, no hubiera vivido las cuatro últimas décadas de la historia de Madrid, que la han llevado a convertirse en el monstruo apabullante y cautivador que hoy es, pero al precio de cargar con el recelo de muchos y la aversión de algunos, que no se privaron de infligirle un dolor que también forma parte de su alma y late desde su corazón, esa gris y herida estación de Atocha. Y por mencionar otro asunto, también conozco la intemperie y he aprendido a mirar a los ojos de la tormenta, como Ahab y Nemo y la propia Rosa cuando su vida se desmorona.
—La novela está construida sobre personajes femeninos fuertes, seguros, ambiciosos, desinhibidos, ambiguos, sexuales. ¿Ficción o realidad?
—Hay mujeres así, igual que hay mujeres pilotos de caza, juezas o banqueras. Lo que distingue a la sociedad española de las que no han alcanzado la mayoría de edad histórica es que en ella una mujer puede ser cualquier cosa. Falta que lo pueda ser en la misma proporción que los hombres, pero tiempo al tiempo. En cuanto a la desinhibición y la sexualidad, me da que en los tiempos que corren los hombres andan más envarados y confundidos, les cuesta más entender, aceptar y plantear lo que quieren. A Milena no le cuesta nada, y Rosa la sigue como puede, pero con razonable dignidad.
—En los últimos años, el mundo editorial y creador parece como si se hubiese puesto de acuerdo para silenciar el sexo en la literatura. Apenas hay novelas eróticas en las mesas de novedades. ¿Tiene usted alguna teoría al respecto?
—Quizá pagamos el exceso de pornografía cursi de unos años atrás, acompañado a menudo de un bajo contenido en literatura. El principal órgano sexual es el cerebro, y desde la abdicación de su uso puede construirse un relato de vuelo muy corto. Como pasa con la literatura policiaca, histórica o confesional, el elemento clave del binomio «literatura erótica» es el primero. Prescindir de él vale para surfear a lomos de la moda o sorprender al lector desorientado. Para mí el reto es hacerle recuperar al lector la sensación de que un encuentro sexual es algo más que la ocasión para el despliegue compulsivo de palabras guarras, metáforas de tres al cuarto y ejercicios gimnásticos.
—¿Alguna lectura erótica clásica (o no clásica para nuestros lectores) que terminen Y te irás de aquí con ganas de más?
—A mí me place la imposibilidad, porque hace del relato amoroso algo trágico y definitivo. Por eso recomiendo novelas como La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, Solaris, de Stanisław Lem, o El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet. Y siempre, hasta el final de los tiempos y su desenlace sobrecogedor, Rojo y Negro, de Stendhal.
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