Walter Benjamin fracasa precisamente en su fama, porque en esa falsa fama no se salva lo fracasado ni lo sufriente, especialmente lo anónimo, ni se consigue poner los textos de Benjamin en las manos, sino que se cargan en las espaldas, aumentando el peso que ya soportaban los seres humanos. Los textos de Benjamin se convierten así en documentos de barbarie, en cuanto se olvida el momento de la transmisión de esa obra y aquello a lo que apunta o podría remover en nosotros como posibilidades para el futuro.
La dificultad más trivial, la más dura, la más terrible para entender a Benjamin no es la mala edición de sus obras o la falsa fama, la dificultad de su prosa, lo abismático a lo que abre su filosofía en la superficie o el miedo que pueden desplegar sus textos, la máxima dificultad está en la pereza en la que nos sumerge un mundo guiado por la economía, por el trabajo, por una diversión a la sombra del trabajo e industrializada. Benjamin remite a una responsabilidad para cada generación en la que tendría que asumir una llamada relámpago del pasado. Benjamin llega a decir que el único pecado atribuible a los seres humanos está en entregarse al destino. Tal vez por eso vivimos en el infierno, que Benjamin determina como dominio de las fantasmagorías y presencia inevitable de la angustia. Todo el esfuerzo filosófico de Benjamin fue una lucha por la felicidad. La buscó con la misma devoción que Proust, a nivel personal y colectivo. Y cuando pudo ver que perdía la batalla dejó en el testamento de sus tesis, con esa pasión contenida que las habita y con la que contagia al lector, la idea de que la felicidad está en lo que nos remite al pasado, en lo no cumplido del pasado, en la negación actualizada del sufrimiento.
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Autor: Antonio Aguilera. Título: Paisajes benjaminianos. Editorial: Ediciones del subsuelo. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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