Fragmento de La marcha de Gálvez, de Augusto Ferrer-Dalmau.
«Qué efímera es la felicidad. Qué endeble la tranquilidad». Luz Gabás recuerda en Tú sola una relación muy especial, fraguada en los difíciles tiempos de la Guerra de la Independencia, salpicada por la fatalidad y también por la felicidad.
Este cuento está incluido en el libro Bajo dos banderas —editado por Zenda e Iberdrola—. Doce miradas, doce relatos de España en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, firmados por doce relevantes escritores españoles: Juan Eslava Galán, Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Susana Fortes, Luz Gabás, Juan Gómez-Jurado, Emilio Lara, Cristina López Barrio, José María Merino, Arturo Pérez-Reverte Clara Sánchez y Lorenzo Silva.
Cuánto he agradecido, querida Felicitas, tus sentimientos de condolencia al enterarte de lo que me sucedió el pasado mes de marzo de este 1788. Sé que has sufrido todavía más al encontrarte tan lejos de mí. La distancia magnifica el dolor y la impotencia; luego queda esa desagradable sensación de rabiosa resignación. También sé que no gozas de buena salud, que detestas el frío. Que vives para tus hijos y encuentras alivio en la compañía de tus amigos. Te imagino junto a aristócratas y militares en tu nueva casa de Madrid, hablando en francés y en español, contándoles sobre ti, sobre la bella Luisiana, sobre Cuba, sobre Nuevo México, recordando a Bernardo, recordándome a mí.
Cuántos, al repasar la historia, se sorprenden por los hechos, pero no se cuestionan la pena y el sufrimiento que se esconde tras ellos. Tal vez sea porque la historia es fría como un listado de datos y fechas; tal vez, porque se emplean las palabras solo para transmitir un mensaje concreto y no los sentimientos, poco útiles para el conocimiento, dicen.
Siento que ese diálogo tan fluido que siempre mantuvimos se cortara al poco de terminar la guerra de la independencia, hace ya cinco años. Supuse que regresarías de Madrid tras recibir el agradecimiento del rey por los servicios prestados por tu esposo durante la guerra, y retomaríamos nuestra relación pero, ¿quién nos iba a decir entonces que te convertirías en virreina? Si ya nos pareció en su día motivo de orgullo saber que tu esposo, Bernardo de Gálvez, el gobernador de la Luisiana, además de conde, iba a ser capitán general e inspector general de las tropas de América, su nuevo cargo como virrey de Nueva España —desempeñado con acierto, según he escuchado— nos sorprendió y agradó a todos.
Qué efímera es la felicidad. Qué endeble la tranquilidad.
Pensé que nada de lo que me sucediera a mí en estos cinco años de separación podría ser tan duro y doloroso como lo vivido por ti, querida mía. Sabes que también he pasado momentos difíciles en las últimas décadas. Sin pretender comparar mi calvario con el tuyo, he soportado incertidumbres, vaivenes y revueltas. La sangre ha corrido por mis manos. He recibido amigos de muchas culturas y me he visto obligada luego a despedirme de ellos. Me han hablado en español, en francés, en inglés, en alemán y en las lenguas de los indios chactás y de los talapuches. Se han enamorado de mí criollos, canadienses, cajunes, esclavos y militares y civiles europeos. He sufrido de fiebre amarilla, malaria y viruela. He sobrevivido a huracanes e inundaciones…
Y no fue hasta hace unos meses que conocí el horror en mis propias carnes, hasta el extremo de sentirme tremendamente débil y acabada.
El fuego, Felicitas. Cómo devora.
Todo comenzó en una casa de la calle Chartres, esquina con Toulouse, a una manzana de la Plaza de Armas, el día de Viernes Santo, al mediodía. En cinco horas, no quedaba nada entre Dauphine, Conti, Bourbon y San Felipe. Todo lo que no estaba próximo a nuestro amado Misisipi quedó reducido a cenizas, astillas y escombros. Resulté tan gravemente herida que por una vez pensé en el final definitivo y sentí miedo. No soportaba el dolor. Me ha costado meses borrar de mi mente la visión de mi cuerpo abrasado.
¡Basta ya de esto! No quiero añadir más pena a la que sé que ahoga tu corazón (pobre niña: nadie debería pasar por lo que tú has pasado). Cada vez creo más en el dicho de que no hay mal que cien años dure. Dejemos que transcurra el tiempo y nos acerque a la paz. Mientras tanto, encontremos algo de alivio en aquellos recuerdos que compartimos, que nos emocionan, que a veces nos provocan una sonrisa, aunque sea de nostalgia. Los recuerdos duelen, pero ayudan a sobrevivir.
¿Recuerdas la primera vez que viste a Bernardo? Corría el año 1776. Yo tenía 56 años, según mi año de nacimiento francés, y tú, con apenas 18, ya eras viuda con una niña de año y medio. El único tema de conversación entonces aquí, en la Luisiana, era la guerra de las trece colonias británicas contra el Reino de Gran Bretaña, que había comenzado tres años antes. Franceses y españoles tomábamos partido en secreto a favor de los rebeldes norteamericanos, pero permanecíamos expectantes, buscando el momento propicio para sumarnos a un conflicto que evolucionaba de manera sorprendente. Al principio, eran colonos descontentos que protestaban contra las medidas represivas del gobierno inglés —su gobierno—, contra las leyes que consideraban intolerables. Eran David contra Goliat. Colonos en contra de la servidumbre a los británicos y a favor de una patria independiente. Colonos que odiaban a quienes se consideraban amigos del rey Jorge III. Grupos de agricultores y cazadores poco entrenados contra la mayor armada del mundo, contra el numeroso ejército de las casacas rojas de Su Majestad, al que se sumaron los hessianos alemanes. Pero David creció, resistió y atacó sin tregua, alimentado por las palabras de hombres como George Washington, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y John Adams; palabras grandes que formaban mensajes enardecedores que hablaban de la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad y la defensa de los derechos inalienables de las personas. ¿Quién es capaz de resistirse a no tomar parte en esa batalla? Nadie. Pronto tuvo que darse cuenta la mayor armada del mundo de que se había subestimado el aguante de los rebeldes. En realidad, todos lo habíamos subestimado.
No creo que entonces a ti te importara mucho todo esto. Lógicamente, estabas más preocupada por criar a tu querida niña huérfana, Adelaida. No se le puede pedir a una jovencita que comprenda los entresijos de una guerra, los intereses políticos por los que uno toma partido por un bando u otro y que generalmente tienen que ver con rencores y revanchas resultantes de conflictos anteriores más que con un noble deseo de defensa de derechos inalienables. Supongo que cuando tu hermana Isabel te presentó a quien sustituiría a su marido como gobernador de esta tierra, allá por principios de 1776, tú no te preguntarías por su posición ante el conflicto sino por el hecho de que fuera un hombre soltero, enérgico, atractivo, decidido y con un futuro prometedor. Un español de Málaga llamado Bernardo que te pidió en matrimonio a los pocos meses de conoceros. ¡Qué sorpresa nos llevamos todos! Y eso que temimos por vuestro enlace al caer él enfermo.
Fue muy noble por su parte que deseara cumplir su promesa de casarse por si moría, aunque eso supusiera celebrar la ceremonia en su propia casa y no en la iglesia y sin el permiso real necesario para que un gobernador se casara con una nativa de la provincia. Nunca lo hablamos, pero supongo que tú, que ya habías pasado por el altar, que ya habías enterrado a un marido, estarías nerviosa aquel 2 de noviembre de 1777, día de las ánimas.
Afortunadamente —y sin duda, gracias a tus cuidados—, Bernardo se recuperó. De estas cosas los hombres no hablan, pero quién sabe si en ti encontró el apoyo necesario para seguir ayudando de manera clandestina a los norteamericanos de las colonias británicas haciéndoles llegar armas, dinero y municiones a través de mi puerto mientras tú cuidabas de vuestra recién nacida, Matilde. Tú eras francesa y española, como yo. Comprendías perfectamente que era cuestión de tiempo que España siguiera los pasos de Francia en sumarse a la guerra contra Inglaterra. Por fin llegó el momento propicio: la victoria rebelde en Saratoga. Hubiera sido de necios dejar pasar esa oportunidad de revancha, de recuperar de los británicos los territorios perdidos en la guerra de mediados de siglo.
Pero claro, lo que es bueno para un país, no siempre es bueno para una persona, aunque jamás nos atrevamos a admitirlo en público.
A ti la situación te separó de Bernardo. Poco pudiste disfrutar de su compañía.
Antes de entrar en la guerra ya andaba ocupado reforzando la función defensiva del territorio, persiguiendo el contrabando inglés, preparándose para el conflicto, debilitando el comercio británico al dar más facilidades a los comerciantes franceses, controlando el tráfico del río, reclutando soldados por si acaso, favoreciendo el asentamiento de población en los nuevos núcleos de San Bernardo, Barataria, Galveztown y Valenzuela…
Pocos hombres he conocido tan tenaces. Mi propia naturaleza lo puso a prueba muchas veces con huracanes e inundaciones, provocando hambre y enfermedades, pero él nunca se daba por vencido.
Como te decía, poco pudiste disfrutar de él en esos tiempos convulsos. Me imagino a Bernardo, abrumado por el agotamiento, pensando en su mujer y en sus hijas (siempre consideró a Adelaida como suya) para resistir; prometiéndose a sí mismo mentalmente el premio de regresar al hogar tras las batallas; convenciéndose de que lo que hacía era lo correcto o, al menos, lo que debía por su cargo y su juramento de lealtad a su país. Solo esa fortaleza mental mantiene a un hombre cuerdo durante las largas horas, los eternos días de desplazamientos por terrenos pantanosos y palúdicos, las esperas del momento adecuado, sin apenas hombres; hombres de diferentes caracteres, procedencias, motivaciones, colores de piel y lenguas a quienes no solo guiar sino también dar ánimos. Solo alguien como él pudo tomar Manchac y Baton Rouge. Y luego el fuerte Charlotte, en la Mobila. Y luego, Pensacola. Él no esperaba a nadie. Él tenía que hacerlo todo solo. Y luego, rumbo a Jamaica. Y mientras, tú, sola, dabas a luz a vuestro segundo hijo en común, Miguel, sin saber por dónde exactamente andaría Bernardo. Si estaría vivo o muerto. Si esa guerra acabaría de una vez por todas.
Terminó. Como todas.
Pero entonces comenzó la tuya.
El fin de la guerra también supuso el fin de nuestra estrecha relación física. No encuentres recriminación en mis palabras, querida Felicitas. Lo comprendo todo. Tuvisteis que marchar a España; al fin y al cabo, era la tierra que vio nacer a tu marido. Fue un paréntesis de descanso y de trabajo relajado para Bernardo como asesor para el gobierno sobre asuntos norteamericanos antes de ser enviado a Cuba como capitán general de Cuba, Luisiana y Florida y sustituir al poco a su padre enfermo, Matías, como virrey de Nueva España. Me cuesta creer que solo hayan transcurrido tres años desde entonces. ¡Me alegré tanto por ti, amiga mía! Estaba segura de que disfrutarías de tu familia, de aquella maravillosa tierra. No permití que los celos me invadieran. Sabía que en cualquier momento vendrías a verme. Pero…
¿Quién nos iba a decir que, después de tantos esfuerzos, de tantas batallas, de tantos viajes por esos mares, Bernardo moriría tan pronto, tan joven? Os casasteis a principios de noviembre de 1777 y murió el 30 de diciembre de 1786 en Tacubaya, a los cuarenta años.
Lo enterraste cuando apenas faltaban dos semanas para que naciera vuestra hija Guadalupe.
Supongo que empezarías a odiar algunas palabras. Noviembre. Tacubaya. Disentería.
Dejaste a tu héroe en una tumba de la ciudad de México y cumpliste su voluntad. No volviste a mí, sino que te fuiste a España para que los niños recibieran una buena educación.
Los recuerdos duelen, Felicitas, pero hay que mantenerlos vivos para que no desaparezcan. Para que tus hijos y las siguientes generaciones sepan.
Parece que todo esto sucedió hace un siglo, pero en realidad fue el año pasado. Mientras yo disfrutaba de una vida relativamente plácida, tú te enfrentabas a una nueva vida lejos, sin él. Viajaste a España en uno de los navíos que habían acompañado a tu marido en el sitio de Pensacola. Supongo que no podrías evitar comentarlo, con la rabia anclada al pecho.
En los últimos meses, te he imaginado adaptándote al día a día en tu casona de Madrid y gestionando la herencia y la difícil tarea de sacar adelante a tus cuatro hijos. Te he visualizado añorando tu pasado entre paredes cubiertas de ricos damascos y habitaciones de muebles rotundos y arañas de cristal. Te he alabado por decidirte a abrir tus salones a ilustres afrancesados. Tú, tan menuda, con tu rostro redondo, tu boca pequeña, tus ojos vivos, tu porte elegante y tu inteligencia, entre ilustres e ilustrados, demostrando que sabes de lo que hablas, que has vivido la historia en primera persona. Os he imaginado conversando sobre el pasado y sobre lo que está por venir. Supongo que las palabras razón, igualdad y libertad —las mismas que impulsaron a las trece colonias norteamericanas a independizarse de Gran Bretaña— aparecen continuamente en vuestras charlas. Me figuro que debatís sobre el papel de la monarquía frente a la democracia de los estados emancipados…
Desconozco el alcance de las consecuencias de este pasado reciente pero, a veces, imagino que produce un efecto contagioso en otras tierras, sobre todo en aquellas, como en Francia, donde las malas cosechas, las crisis agrícolas, los problemas financieros, los costes de las guerras y la bancarrota alteran a las personas. A veces conjeturo que, siendo como son las amistades, tan cambiantes, Francia y España se enfrentan de nuevo y te afecta a ti, francesa de nacimiento, española de adopción y de corazón. Dios no lo quiera.
Me apuesto cualquier cosa a que también habláis de Bernardo de Gálvez. Muchos se acordarán de él y de sus hazañas. Su nombre siempre se asociará a Manchac, a Baton Rouge, a la Mobila o a Pensacola. Me pregunto si también se acordarán de ti. La historia tiende a ser más justa con los hombres, tal vez porque son ellos quienes la escriben y su concepto de gesta (espero que esto cambie algún día) se reduce a hechos heroicos relacionados con la guerra. Ten por seguro que yo siempre me acordaré de ti, querida amiga. Siempre sabré que me llevaste en tu corazón. Que hablaste de mí en Madrid, o donde quiera que el destino te lleve a partir de ahora.
Te mando todo mi ánimo y te pido que intentes no sufrir ni por ti ni por nadie. Quienes tenemos hijos sabemos que es más fácil de decir que de aplicar, pero insisto en ello. Fíjate en mí. He sufrido cosas terribles y casi he sucumbido al fuego. Sin embargo, creo que todos podemos resurgir de las cenizas. Te lo digo yo, que conozco el significado real, físico, literal de la expresión. De todo se sale. Me están reconstruyendo. Donde antes había edificios de madera de estilo colonial francés ahora hay otros de gruesas paredes de ladrillo y mampostería, con patios, arcadas y balcones de hierro forjado. ¡Me estoy volviendo más española, si cabe! Como tú… Qué remedio nos queda, pero qué hermosa coincidencia. Tu vida y la mía unidas, a pesar de la distancia.
Yo, que primero fui tierra de quien por allí pasaba, que luego fui francesa, que luego fui española, que no sé qué seré a partir de ahora, te agradezco tu recuerdo, te deseo nuevos momentos de felicidad y te prometo que jamás te olvidaré. Ya sabes que gozo de una gran memoria.
Tu querida amiga, Nueva Orleans.
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Título: Bajo dos banderas. Autores: Juan Eslava Galán, Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Susana Fortes, Luz Gabás, Juan Gómez-Jurado, Emilio Lara, Cristina López Barrio, José María Merino, Arturo Pérez-Reverte, Clara Sánchez y Lorenzo Silva. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Descarga gratuita: Amazon y Kobo.
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