«Litenatura». Es decir, obras que hablan de cómo el ser humano ha representado y representa la naturaleza. La nueva editorial Volcano Libros nace con esa palabra como lema, y para demostrarlo publica Solo, de Richard Byrd, un relato en el invierno antártico del que ofrecemos el prefacio en este artículo. Este libro se presenta este lunes a las 19 horas, en la Biblioteca Municipal Eugenio Trías, en Madrid.
PREFACIO
Este libro es el relato de una experiencia personal, tan personal que durante años no he conseguido escribirla. Es diferente a todo cuanto he escrito. Mis otros libros son hechos, narraciones impersonales de mis expediciones y vuelos. Este libro, al contrario, es en gran parte la historia de una experiencia subjetiva. Estuve al borde de la muerte antes de que acabara. Y puesto que mi sufrimiento fue tan grande y el instinto del hombre es guardarse tales cosas para sí, no sabía cómo podría escribir sobre la Base Avanzada y, al mismo tiempo, no mostrar mis sentimientos. Además, pasé mucho tiempo recuperándome de mi estancia en la latitud 80º 08’ sur, y todo el asunto resultaba tan íntimo en mi memoria que dudaba poder abordarlo con la sufciente distancia.
Pero mis amigos no aceptaban esta decisión. Allí donde iba me hacían preguntas. Y, fnalmente, en diciembre de 1937, algunos de mis amigos más cercanos, con quienes estaba una tarde en Nueva York, me persuadieron de escribir el libro mientras los hechos fueran vívidos en mi mente. Acepté, pero con reticencia.
Anticipé que serían muchas las difcultades que me invadirían una vez que comenzara a escribir. Por una parte, sería desgarrador revivir de nuevo algunos de los momentos amargos pasados en la Base Avanzada pero, por otra, admití que me vería obligado a tratar cuestiones personales de una forma, sin duda, dolorosa. No obstante, animado por el entusiasmo de mis amigos y los deseos de mis editores, dejé a un lado las dudas y acepté hacerlo.
Según avanzaba la narración se confrmaron mis dudas. De hecho, hubo ocasiones en las que estuve a punto de abandonar el libro, y sin duda lo habría hecho si hubiera habido alguna forma digna de conseguirlo, pues había aspectos de la experiencia que prefería no mencionar, ya que tratan de ese extraño asunto que llamamos «amor propio». No obstante, terminé lo que había empezado, y este libro simboliza la pura verdad sobre mí y sobre los sucesos de aquella época.
La intención original era usar mi diario, muy detallado y voluminoso, como ingrediente principal del libro, pero pronto descubrí que era casi imposible mantener una relación y secuencia comprensibles confando únicamente en el diario; estaba inevitablemente lleno de repeticiones, referencias crípticas a detalles signifcativos solo para mí, y notas sueltas. Además, contenía demasiados temas personales referidos a mi familia que no deseaba incluir. Por lo tanto, aunque he empleado extractos considerables en algunos capítulos, solo ha sido cuando pensaba que serían esclarecedores. No he hecho un esfuerzo especial en indicar si la entrada correspondiente a un día específco estaba completa o se trataba de un extracto obtenido del diario; no quería llenar el libro de referencias bibliográfcas. Sin embargo, el diario, así como las numerosas notas que hice en los formularios meteorológicos, en el calendario y en hojas sueltas de papel han sido una manera excelente de refrescar la memoria.
Este libro se titula Solo pero, obviamente, nadie podría haber hecho lo que hice sin el apoyo leal y comprensivo de muchos otros hombres. Ese apoyo fue una de las mejores cosas de toda la experiencia y se manifestó especialmente tras mi regreso de la Base Avanzada, donde cincuenta y cinco hombres de Little America hicieron todo lo posible por aliviar la responsabilidad del mando. Me alegro de poder agradecer mi deuda a mi antiguo compañero de navío, George Noville, el segundo comandante, que cuidó de mí incansablemente hasta que llegamos a Nueva Zelanda.
R. E. B.
Boston, Massachusetts.
Octubre de 1938.
Segunda expedición de Richard E. Byrd a la Antártida (1934).
♦ Base meteorológica avanzada Bolling
Barrera de hielo de Ross: latitud 80º 08′ sur, longitud 163º 57′ oeste.
♦ Base principal Little America
Bahía de las Ballenas.
1933
LA IDEA
La Base Meteorológica Avanzada Bolling, donde estuve solo durante las noches del invierno antártico de 1934, estaba situada en la oscura inmensidad de la barrera de hielo de Ross, en una línea entre Little America y el Polo Sur. Era la primera estación interior ocupada en el continente más meridional del planeta. Mi decisión de pasar allí el invierno era más difícil, quizá, de lo que pensaban algunos hombres en Little America. El plan original era ocupar la base con varios hombres pero, como veremos, resultaría algo imposible. Por lo tanto, tenía que elegir entre abandonar completamente la base —y con ello la investigación científca—, o ir yo mismo. No podía darme por vencido.
Esto es algo que debe entenderse desde el principio; que por encima de todo y más allá del innegable valor de la investigación meteorológica y auroral en el interior deshabitado de la Antártida hasta la fecha —así como mi interés en esta investigación—, realmente quería ir por la propia experiencia. Así que, en cierto modo, el motivo era personal. Además del estudio meteorológico y auroral, no tenía ningún otro propósito importante. No había nada de eso. Nada más, excepto el deseo de un hombre por vivir esa experiencia al máximo, estar solo durante un tiempo y saborear la paz, la tranquilidad y la soledad lo sufciente para descubrir lo buenos que son en realidad.
Era así de simple. Y es algo que, creo, la gente asediada por la complejidad de la vida moderna comprenderá de forma instintiva. Estamos atrapados por los vientos que soplan en todas direcciones. Y en ese ajetreo, el hombre inteligente se ve impulsado a considerar hacia dónde es arrastrado y anhelar desesperadamente un lugar tranquilo donde poder razonar y recapacitar sin que le molesten. Puede que esté exagerando la necesidad de buscar un refugio esporádico, pero no lo creo, al menos en lo que a mí respecta, puesto que siempre me ha llevado más tiempo que a una persona normal refexionar sobre el fondo de las cosas. Con esto no quiero decir que antes de ir a la Base Avanzada mi vida no hubiera sido increíblemente feliz; en realidad, había sido más feliz de lo que yo mismo tenía derecho a esperar. Aún así, me invadía un enorme desconcierto. Durante catorce años, más o menos, diversas expediciones, unas tras otras, habían ocupado mi tiempo y mis pensamientos hasta llegar a excluir todo lo demás. En 1919, fue el vuelo transatlántico de la Marina estadounidense; en 1925, el de Groenlandia; en 1926, el del Polo Norte; en 1927, el del océano Atlántico; de 1928 a 1930, el del Polo Sur, y de 1933 a 1935, otra vez la Antártida. Sin descanso entre ellos. Estaba ocupado organizando una nueva expedición y, al mismo tiempo, asistía a conferencias de una punta a otra del país para ganar un sueldo y pagar las deudas de la expedición anterior, o corriendo sin parar para conseguir dinero y suministros para la nueva.
Se puede pensar que un hombre cuya vida le lleva a lugares remotos no tendría una necesidad especial de quietud. Aquel que crea que eso es así sabe poco de expediciones. La mayoría de las veces se mueven entre la abundancia y el alboroto terribles, y siempre bajo el azote del tiempo. Tampoco serán nunca distintas, al menos mientras los exploradores no sean hombres ricos y la propia exploración resuelva las incertidum- 23 bres. No hay duda alguna de que el mundo cree que está bien llegar a un polo, o a los dos, de hecho. Miles de hombres han dedicado la mayor parte de sus vidas a alcanzar un polo o el otro, y muchos han muerto al intertarlo. Pero entre los que han conseguido llegar a la latitud 90º, ya sea norte o sur, dudo que alguno pensara que la vista del polo fuera en sí mismo algo especialmente estimulante, pues no hay mucho que ver: en un extremo del planeta, un punto matemático en el centro de un océano inmenso y vacío; y en el otro extremo, un lugar imaginario también en mitad de una meseta inmensa y a merced del viento. No es llegar al polo lo que cuenta, importa el conocimiento científco que adquieres en el viaje. Además del hecho de llegar y regresar sin perder la vida.
Ahora bien, yo había estado en los dos polos. Y en teoría había sido un logro gratifcante, principalmente porque llegar a los polos era la forma de adquirir apoyo público para un programa científco a gran escala, lo que constituía mi auténtico interés. Los álbumes con recortes de periódicos que guardaba mi familia engordaron, y la mayoría decían cosas buenas. Eran una de las pruebas visibles del éxito, al menos en mi profesión, además de los benefcios económicos; aunque me gustaría señalar que los más sabios de nosotros, al igual que los contables prudentes, rara vez cuentan esto último en billetes de más de un dólar.
Pero para mí, la sensación de verdadero éxito fue escasa. Más bien, después de hacer balance, fui consciente de cierta falta de sentido. Este sentimiento se centraba en pequeñas, pero cada vez mayores omisiones, como era el caso de los libros. No había fnal en la lista de libros que siempre me prometía leer aunque, en cuanto a leerlos, nunca parecía tener tiempo ni paciencia sufcientes. Con la música sucedía lo mismo: el amor por ella y, supongo, la necesidad indefnible estaban ahí, pero no el deseo o la oportunidad de interrumpir más que por un momento la rutina que la mayoría de nosotros llega a querer como existencia.
En realidad, se trataba de otros asuntos: nuevas ideas, nuevos conceptos y nuevos desarrollos de los que sabía poco o nada. Parecía una forma de vida limitada. Alguien podría preguntar: «¿Por qué no intentar incluir esas cosas en la vida diaria? ¿Tienes que ir a enterrarte en medio del frío polar y la oscuridad para estar solo?». Después de todo, un extraño que camine por la Quinta Avenida puede estar tan solo como un viajero cruzando el desierto. Eso lo acepto, pero opino que nadie puede estar completamente libre de costumbres familiares y emergencias. Por lo menos nadie en mi lugar, que debe acudir al público para conseguir apoyo y rendir cuentas de su administración. Sí es una verdad innegable que nuestra civilización ha desarrollado un régimen maravilloso para proteger la intimidad de las personas, pero aquellos de entre nosotros que deben vivir bajo la luz de los focos están fuera de su protección.
Yo quería algo más que aislamiento en un sentido geográfco, quería hundir raíces en una flosofía enriquecedora. Y se me ocurrió, según evolucionaba la situación alrededor de la Base Avanzada, que aquella era la oportunidad. Allí, en la barrera del Polo Sur, con frío y oscuridad completos como en el Pleistoceno, tendría tiempo para ponerme al día, para estudiar, pensar y escuchar el fonógrafo; y, durante unos siete meses, alejarme de todo salvo de las distracciones más sencillas. Podría vivir exactamente como quisiera, sin obedecer a más necesidades que aquellas impuestas por el viento, la noche y el frío, y sin cumplir más leyes que las propias.
Así es como lo veía. Puede que hubiera algo más que eso. Con el tiempo ya no estoy seguro pero, quizá, en mi mente tenía el deseo de experimentar una vida más severa que la que conocía. Había pasado gran parte de mi vida adulta en la aviación. Quien vuela llega a su destino sentado. Cuando surge el problema entre la nave y el medio, este llega directamente y se reduce por la ventaja mecánica de los mandos. Cuando llega el momento de la decisión fnal, todo el asunto se resuelve de una forma u otra en cuestión de horas, incluso minutos o segundos. Allí donde yo me dirigía estaría física y espiritualmente solo. En el lugar donde estaba situada la Base Avanzada, las condiciones no eran muy distintas a las que había cuando los primeros humanos salieron a tientas del crepúsculo de la última glaciación.
Esos riesgos estaban incluidos, todos lo sabíamos, pero ninguno, al menos en lo que podíamos prever, que fuera tan grande. En caso contrario, como jefe de una gran expedición polar y sujeto de todas las responsabilidades implícitas en el mando, no habría ido. Lo calculé mal y está demostrado por el hecho de que casi pierdo la vida. Aun así, no lamento haber ido, pues leí libros, aunque no tantos como había planeado leer; escuché las grabaciones del fonógrafo, aunque parecían aumentar mi sufrimiento; y refexioné, a pesar de no tener siempre la alegría que había esperado. Todo eso estuvo bien y me pertenece. Lo que no había contado era con descubrir lo cerca que un hombre puede estar de la muerte y no morir, o querer morir. También eso era mío, y lo fue para bien. Esa experiencia me aportó dimensiones y amistades como ninguna otra cosa habría hecho y, resulta sorprendente, cuando se acerca el entendimiento fnal, lo poco que en realidad debe saber uno o sobre lo que estar seguro.
***
Ahora bien, he comenzado de esta forma porque se ha creado un malentendido en algunos ámbitos respecto a mis motivos para ocupar la Base Avanzada en solitario. De hecho, algunas personas pusieron en cuestión mi derecho a hacer lo que hice. Lo que piense la gente de ti no te debe importar mucho siempre y cuando sepas cuál es la verdad. Sin embargo, he descubierto, pues conozco a otros que se mueven entre titulares de periódicos, que en ocasiones importa bastante. Una vez que te introduces en el mundo de los titulares, aprendes que no hay una sola verdad, sino dos: aquella que conoces por los hechos y la que la gente, o una parte de la gente con mucha imaginación, adquiere por osmosis. No ocurre a menudo que la persona involucrada escuche esa segunda verdad, sus amigos son quienes lo hacen. No obstante, acabé estando al tanto de varias de las verdades reveladas que circulaban acerca de la Base Avanzada. Sabe Dios que puede que haya otras, pero difícilmente se podrían mejorar: una de ellas es que mis propios hombres me desterraron; otra es que fui allí para poder beber tranquilamente, pero beber mucho. Antes estas historias me habrían sorprendido, seguramente me habrían enfadado. Pero ahora ya no.
La crítica que me hizo refexionar la realizó mi amigo Charles J. V. Murphy, un miembro de la expedición. Antes de marcharme a la Base Avanzada le pedí que se ocupara de mis asuntos junto con el lugarteniente, el doctor Tomas C. Poulter. El anuncio de que ocuparía la Base Avanzada en solitario no se envió a Estados Unidos hasta que me establecí allí, y decía simplemente que iba porque quería. Mis amigos recibieron la noticia con diferentes sentimientos. Durante las cuarenta y ocho horas siguientes llegaron muchísimos mensajes de radio a Little America, la mayoría de personas cuyo juicio aprecio. Teniendo en cuenta la poca información que tenían, debo decir que fueron sorprendentemente justas. Y, aun así, por cada mensaje de aprobación, había tres de perplejidad o sincera desaprobación. Se me apremió, o más bien ordenó, a reconsiderarlo. Mi partida, decían, acabaría en desastre, casi seguro para mí y probablemente para los cincuenta y cinco hombres que se quedarían sin superior en Little America. El director de una gran institución geográfca advirtió que, si algo iba mal en Little America durante mi ausencia, mi desgracia sería peor que la de Nobile, cuyo crimen consistió en abandonar el dirigible destrozado antes de que salieran todos sus hombres. Un amigo banquero declaró rotundamente que la idea era un capricho imprudente y que la vergüenza por abandonar compensaría el haber huido de las consecuencias producidas por mi decisión, si es que insistía en ella.
Todos estos mensajes estaban dirigidos a mí, pero llegaron a Charlie Murphy. Estaba en una posición complicada. Llegaba la noche invernal, el frío se intensifcaba y sé que él estaba preocupado por mí. Sabía lo estrecha que era mi amistad con esos hombres en Estados Unidos. Respondió a cada uno de ellos que estaba allí con un propósito deliberado y útil; que los tractores estaban de regreso de la Base Avanzada, en Little America, y un viaje de vuelta expondría a otros hombres a riesgos importantes; que, en su opinión, yo estaba decidido a tomar ese camino, y que puesto que mi carga psicológica ya era sufcientemente pesada, no añadiría más peso al informarme por radio de que mis amigos habían entrado en pánico. Por lo tanto, los mensajes se estaban archivando en Little America hasta mi vuelta en octubre. Era marzo. Y pasarían seis meses de frío y oscuridad.
De todo esto, por supuesto, yo no tenía ni idea. Me alegro de que fuera así, pues era lo sufcientemente humano como para no querer ser malinterpretado, al menos por mis amigos. No estaba preparado para eso. En las conversaciones de radio que tenía conmigo por entonces, Murphy siempre estaba alegre, nunca mencionó lo que sucedía. Y por esa razón nunca le pregunté qué pensaban mis amigos, porque no quería saberlo. Por supuesto, sospechaba que habría críticas, pero no podía hacer nada al respecto: había quemado todos los puentes a mi paso. No responderé a la pregunta de si me habría persuadido a volver si Murphy me hubiera contado los mensajes. Sería una estupidez hacerlo. Refexionar en retrospectiva es una forma de inventar excusas y razones. El único motivo para hablar ahora de este asunto es ilustrar algunos de los malentendidos relativos a la ocupación de la Base Avanzada y las distintas tensiones que se generan inevitablemente cuando un hombre intenta hacer algo que se sale de lo común.
Sinopsis de Solo, de Richard E. Byrd
Cuando el almirante Richard E. Byrd partió en su segunda expedición a la Antártida, en 1934, ya era considerado un héroe por haber pilotado los primeros vuelos sobre los polos Norte y Sur. Su plan para esta última aventura era pasar seis meses solo en el continente helado recopilando datos meteorológicos y, sobre todo, complacer su deseo de «saborear la paz, la tranquilidad y la soledad lo suficiente para descubrir lo buenos que son en realidad». Pero pronto todo comenzó a ir mal. Aislado en su cabaña, en medio de la omnipresente noche antártica, soportando una temperatura media de 50º bajo cero, y sin esperanza de ser rescatado hasta la primavera, Byrd comenzó una lucha agónica por salvar su vida. SOLO es el estremecedor relato, en primera persona, de aquellos días.
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Autor: Richard E. Byrd. Título: Solo. Editorial: Volcano libros. Venta: Amazon
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