Se llaman Mercedes e Isabel, Isabel y Mercedes. Tanto monta, monta tanto. Son sólo dos Maestras. De Escuela Pública, para más inri. Mercedes refleja el señorío y la discreción de la Lorca que la alumbró. Menuda, pero con el brío de un océano, actúa con exquisita elegancia, vertiendo en cuanto hace una pasión que huye de alharacas y se camufla en la circunspección que usa como bandera.
Isabel tiene en sus ojos dibujados los olivos de su Ibros natal. Cobija en su interior una robustez de ánimo semejante a los enormes bloques que conforman la Muralla Ciclópea Ibérica que atesora su pueblo, enlaberintada en un dédalo de acicaladas calles de cal y arenisca, a las que ponen perlas de color los geranios, claveles o clavellinas que algunas vecinas ponen para regocijo de los paseantes. De muy niña fue atacada por un virulento brote de poliomielitis, que le dejó gravísimas secuelas.
Si ciclópea es la muralla del Callejón de los Peñones, que aún vela el sueño de los ibreños, ciclópeo es el temple de Isabel. Sus padres, de olivácea raigambre campesina, no la protegieron en una campana de compasión. La hicieron labrar su camino de la única manera en la que podían hacerlo: obligándola a estudiar y a sacarse una oposición. Recuerda a sus mayores con un brillo húmedo en su mirada, en el que nadan el orgullo y la gratitud así como la indomabilidad que en ella sembraron. Cuando tenía que hacer a pie con su hermano Pedro los 5 kilómetros que la separaban de Baeza para ir a la escuela, aun en tiempo de nieves, se caía a causa de las secuelas que la polio dejó en su cuerpo infantil y acudía llorosa a su madre, ésta, tragándose su ira ante los Cielos por la enfermedad que mandaron a su hija y conteniendo su deseo de acunarla entre sus brazos y decidir que se quedara en casa, restañaba sus heridas y la obligaba a acudir a sus lecciones. Así pudo culminar estudios secundarios en Baeza y los de Magisterio en Granada, a donde su familia se trasladó para que ella y Pedro cumplieran su sueño de dedicar su vida a guiar los pasos de las criaturas más desvalidas en su proceso de enseñanza en las etapas primarias.
A su primer destino, una cortijada de la alta Alpujarra granadina, Los Huecos, llegó a lomos de mula, escoltada por su padre. Sin agua. Sin luz. En una escuela que tenía que barrer a diario y limpiar más a fondo los sábados con ayuda de sus pupilos. Con el exiguo sueldo de una Maestra en los años del “pasa más hambre que un maestro de escuela”. Dejada de la mano del gobierno. Socorrida por sus decenas de vecinos, que con guisantes, huevos y los pobres frutos que lograban arañarles a aquellos secarrales ayudaban a abastecer su frugal mesa. Isabel respondió como sabía.
Enseñó a sus hijos, dejándose el aliento e intentando hacerlos personas de provecho. Se empecinó en que su futuro no fuera tan duro como el presente de sus padres. Su silbato, con el que llamaba a sus polluelos cinco minutos antes de empezar las clases, era usado por los lugareños como reloj de campanario para conocer la hora exacta desde campos y pastos aledaños, en los que se despojaban de la vida a cambio de un exiguo jornal.
Por las tardes, acabada la escuela, enseñaba a las mujeres tareas del hogar y manualidades, en las que se hizo también maestra por insistencia materna: encajes de bolillo, bordados con aguja… Centenares de ajuares de boda o de bautizo fueron bordados bien por ella bien por aquellas a quienes había enseñado. Daba clases a quienes querían sacarse el carnet de conducir, alfabetizaba a unos y los ayudaba en cualquier trámite. Cuando bajaba a Granada a ver al resto de su familia, siempre tenía recados que hacer por encomienda de los padres de sus alumnos.
Hoy deja correr alguna lágrima al recordar la visita que sus sobrinas le organizaron a aquellos andurriales perdidos y constatar que su Escuela está en ruinas y con ella la mayoría de los cortijos adyacentes.
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Mercedes, por su parte, abandonó el hogar paterno para trasladarse a Granada con sólo 16 años y prepararse para estudiar Biológicas, en la que sería la primera promoción de esta especialidad salida de su Universidad. Sus años en el colegio mayor, implicándose activamente en la vida cultural de la capital del Darro, hicieron que adoptara como patria a la ciudad que tan bien la había amparado. Acabada la carrera, decidió hacer Farmacia: su padre comenzó estos estudios, que hubo de abandonar para atender a su familia, y no los pudo completar, ya que acabó ejerciendo como Secretario del Ayuntamiento de Lorca. A su progenitor le pilló la Guerra Civil y, como ya era mayor para enviarlo al frente, lo movilizaron como maestro de escuela y le encomendaron la de Purias, una pedanía lorquina. Hacía a pie los 15 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, si ningún vehículo se apiadaba de él y lo acercaba.
Con estos antecedentes, antes de concluir la carrera, mientras preparaba la asignatura de Química Orgánica, unas amigas la animaron a presentarse a las oposiciones de Magisterio. Su padre, Antonio, guardaba buenos recuerdos de su etapa como maestro y a menudo hablaba con nostalgia de ella: esto acabó de convencerla. Su disciplina, su meticulosidad hicieron que aprobara a la primera. Fue destinada a Santa Ana, una pedanía cartagenera, lo que le permitió atender a su madre, viuda por entonces.
Aunque su especialidad era Primaria, le asignaron una plaza de Educación Infantil, que convirtieron en Primaria cuando se presentó en su colegio. Viendo que la Administración hacía y deshacía su antojo, que poco le importaba tu especialidad a la hora de asignarte un destino y que trabajar con niños de 3 a 6 años era muchísimo más complicado de lo que podía imaginar, optó por sacarse Educación Infantil en la UNED de Cartagena, a la vez que remataba Farmacia por libre y se dedicaba en cuerpo y alma a sus primeros pupilos.
Era feliz en Cartagena, cuna de su madre, pero, cual Odiseo redivivo, sucumbió al canto de sirenas y volvió a Granada, su nueva Ítaca. Mientras trabajaba en Atarfe, su amiga Concha, Maestra de Infantil a la vez que mentora de vida, la acabó de convertir con su ejemplo y dedicación en acólita de su nueva especialidad: pidió traslados ya sólo por Infantil. Fue Concha también la que le habló de una maestra muy especial, que hacía maravillas en su escuela de Albolote: una tal Isabel Reyes, natural de Ibros.
En Albolote, un pueblo de la vega granadina, ambas compartieron al fin su amor por la Enseñanza, volcando su bien hacer con la fase más difícil: la Educación Infantil, con criaturas entre los 3 y los 6 años.
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No son mujeres normales, tampoco iban a ser, entonces, maestras del montón. Para ellas, enseñar es algo sagrado. Tenían bien presente lo que dijera Séneca: Altius praecepta descendunt, quae teneris imprimuntur aetatibus (“Arraigan más profundamente las enseñanzas que se han sembrado en las tiernas edades”).
No se conformaban con educar según le marcaban desde la Administración. Supieron transmitir su amor por la Enseñanza Pública y contagiar a las familias que tuvieron la suerte de encomendarles a sus hijos. Sin ninguna ayuda oficial, sólo con las manos de los propios padres y abuelos y la cesión de los materiales por algunas empresas locales, levantaron LA CASITA, una casa en miniatura, donde sus niños pudieran aprender jugando los rudimentos básicos de la vida cotidiana. Allí se enseñaban a planchar, organizaban turnos de limpieza, decoraban cada una de las estancias, cuidaban de sus muñecas. Sin distinguir ni entre sexos, razas ni condiciones sociales.
No les fue suficiente. Visto el éxito de su iniciativa y contando ya con el apoyo de alguna Administración, erigieron ALBOLUT, una reproducción, adecuada al tamaño de sus alumnos, del pueblo en el que vivían. Allí están la iglesia, la plaza de abastos, el ayuntamiento. Los niños, sus criaturas, les daban vida a esas instalaciones: unos eran los guardias municipales, otros los comerciantes, otros los sanitarios… Esto fue en 1992. Ahora, los mismos que les pusieron piedras en los inicios de su proyecto, venden éste como un “equipamiento educativo único”.
Quisieron dar un paso más y dirigir el colegio que cobijaba sus sueños. Indómitas y libres como son, sometidas sólo al interés de sus pupilos y sus familias, se dejaron la piel por ellos. Salían de casa a las 8 de la mañana y regresaban con frecuencia a las 10 de la noche. Se implicaron en la vida social y cultural del pueblo.
Vivían por y para sus niños. Mercedes tiene un hermano que era oficial en la Armada. Movió cielos e infiernos para que sus criaturas, muchas de las cuales no habían visto el mar, dieran un paseo en uno de los navíos de nuestra flota. Tuvieron su bautizo de mar, después de haber preparado meses en clase qué era el mar, qué hacían los marinos y cómo funcionaba un barco. A otra promoción les dieron un paseo en globo sobrevolando la Alhambra. Organizaron acampadas de un día, disfrazados, todos, con la temática que hubieran desarrollado en clase: montaron un campamento indio con sus tipis incluidas, vestidos a lo apache. Hablaron con el Ejército de Tierra para que explicaran sus funciones a sus pupilos y con ellos pudieron acampar una noche inolvidable en Sierra Nevada. Todo para criaturas de 5 años. Y con el entusiasmo y devoción de las familias.
En un país donde la mediocridad es religión y la envidia deporte nacional pronto empezaron a ser vapuleadas por algunos compañeros y, sobre todo, por la Administración, que quiso colgarse medallas y laureles que no eran suyos. Siguieron dejándose los dientes con sus alumnos, hasta que las secuelas de la polio jubilaron a Isabel. Uno de los últimos cursos ya debía moverse con muletas y con muchas dificultades. Organizaron un simulacro de evacuación del colegio. Isabel, a modo de amorosa gallina clueca, iba la última, velando de sus polluelos. Agarrados de sus faldas dos de sus niños. Uno lloraba desconsolado. La maestra quiso tranquilizarlo diciendo que, cuando llegaran al patio, podrían subirse al camión de los bomberos y hasta hacer sonar la sirena. Entre hipidos el niño confesó que no lloraba por él, sino por ella: le costaba tanto bajar las escaleras con las muletas que estaba seguro de que ella se iba a quemar, pero él no la iba a dejar sola. Isabel, derretida de amor, apretó los dientes y aceleró la marcha, indiferente a dolores y quebrantos.
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Ya están ambas jubiladas. Sus proyectos, monumentos al buen hacer de dos Maestras excepcionales, dormitan en espera de profesionales y gestores que agarren su testigo. Pero les queda la gratitud de aquellas familias que hicieron realidad su sueño. Y el recuerdo de sus niños.
Jubiladas, para ellas, no es sinónimo de ociosas. Decenas de actividades ocupan su jornada. Movilizaron a medio Ibros para confeccionar unos monaguillos a tamaño natural, dibujados por Isabel en un delicioso estilo naïf, y ponerlos en puertas y ventanas para celebrar una festividad local relacionada con los niños que ayudan a los sacerdotes en las ceremonias católicas.
Desde hace varios años comparto con ambas lugar de veraneo a orillas del Mediterráneo de Altea. Las playas están cuajadas de cantos rodados. Es frecuente ver a Mercedes pasear por ellas agachándose para seleccionar los más lucidos. Luego, en su salón con vistas al Mediterráneo, Isabel los pintará con los motivos que las musas le dicten y los regalarán a las personas que quieran agasajar. Tengo en mi poder ya tres, uno dedicado a mi diosa predilecta, la Glaukopis Atenea, que ocupa lugar de honor en mi altar grecolatino. Mercedes nos sorprende con frecuencia trayéndonos un plato, que ha cocinado con la deliciosa meticulosidad que la adorna, logrando que una humilde col, cocinada según su sabiduría, se convierta en una exquisitez. Aun felizmente jubiladas, ambas se han convertido en Maestras de vida, en faro de humanidad, empatía y saber estar.
Son sólo dos maestras de escuela. Dos maestras de la pública. Lo que ellas han cambiado a mejor el mundo de los que han acudido a su luz, ya como alumnos ya como amigos, quedará grabado a cincel en el ánimo de éstos.
Vaya con estas líneas mi homenaje a ellas, como representantes de esa raza indómita de Maestros de la Enseñanza Pública, que, contra el viento de la medianía y la marea de la envidia, dignifican una profesión vital para la buena salud de esta nación. Y que tan poco reconocimiento y gratitud reciben de la sociedad a la que confían sus frutos.
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